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'Riders', la nueva serie de Playz, nos recuerda que ser repartidor no es un juego

Fotograma de la nueva serie de Plaz 'Riders'

En Homo ludens, un exhaustivo tratado sobre la evolución y las implicaciones sociales del juego, el historiador neerlandés Johan Huizinga aborda con lucidez la indispensable vinculación de lo lúdico con el concepto de libertad, tan de moda estos días. Dice Huizinga que “todo juego es, antes que nada, una actividad libre. El juego por mandato no es juego, todo lo más una réplica, por encargo, de un juego”. Más adelante, el ensayista sentencia que “el niño y el animal juegan porque encuentran gusto en ello, y en esto consiste precisamente su libertad”.

Esta transformación del juego voluntario en actividad lúdica necesaria e imprescindible, y que por tanto deja de ser juego (aquí Huizinga y el streamer El Xokas se dan la mano), es un elemento indispensable de Riders, la nueva serie de la Ridersplataforma de RTVE Playz, producida por LACO. Axel (Ismael Abadal), su protagonista, se está formando para cumplir su gran sueño: ser programador de videojuegos. Sin embargo, las deudas con el juego online de su hermano pequeño, que complican aún más una situación económica de por sí delicada, le obligan a buscar un empleo que compaginar con sus estudios.

Playz lanzó los dos primeros capítulos de la serie este 12 de mayo (habrá uno nuevo disponible cada miércoles hasta completar una temporada con siete entregas). Se trata de un acercamiento al día a día de un grupo de repartidores a domicilio. Un colectivo de enorme actualidad por su continuo crecimiento y ante la regulación que prepara el Gobierno para que dejen de ejercer como falsos autónomos, de forma que sean reconocidos como trabajadores por cuenta ajena de las plataformas. Compañías que podrían llamarse Glovo, Uber Eats o Deliveroo, pero que en Riders toma el nombre ficticio de Pillaloo.

El espacio gris entre lo aparentemente libre y lo impuesto que señalaba Huizinga, una confusión entre necesidad y voluntad, es un factor imprescindible a la hora de comprender el debate que existe entre los propios riders (y en otros ámbitos, ya que los falsos autónomos son el pan de cada día en muchos otros sectores).

La solución no es, desde luego, despreciar a quienes que se oponen a la nueva legislación argumentando que su fuente de ingresos corre peligro de desaparecer (aunque casos como el que recoge el tuit anterior lo ponen difícil). Resulta mucho más útil ilustrar, como intenta esta serie, que la precariedad y la explotación laboral no son la solución. Sirven de muestra los resultados económicos de empresas como Just Eat, que apuestan por un modelo amparado en la contratación de trabajadores.

Una denuncia social que no se toma demasiado en serio a sí misma

Ismael Abadal, Catalina Sopelana, Germán Alcarazu, Dayana Contreras, Christian Mulas y Marcos Alberto integran el reparto de una ficción que denuncia la situación económica del colectivo, empeorada si cabe por otras dinámicas sociales que tampoco son ignoradas. En sus dos primeros episodios, la serie se detiene en el racismo que sufre un colectivo con una enorme presencia de población migrante, el machismo añadido en el caso de las mujeres riderso el clasismo del que hacen gala muchos clientes.

Riders aborda estas dinámicas a través de un gran apego con la realidad actual. A la presencia de los repartidores en el debate actual (y en el paisaje urbano) se suma la ambientación en un Madrid adaptado a las circunstancias de la pandemia. En contraste con otras ficciones, la serie no obvia las mascarillas, el gel hidroalcohólico o la distancia de seguridad. De hecho, son elementos que tienen peso en la trama, aunque están tratados desde el humor cotidiano.

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Esta mirada a las problemáticas actuales desde la comedia y la ligereza, que no desde la frivolidad, es precisamente uno de los puntos fuertes de Riders. Javi Valera y Alejandro Alcaraz, sus creadores, encuentran un tono a medio camino entre la denuncia social y el humor absurdo que aleja la serie del maniqueísmo. Sin embargo, ciertas decisiones remiten a una forma de hacer ficción algo anquilosada y estereotipada, principalmente en lo relativo a la trama criminal que se deja entrever en los primeros compases de la temporada. También resultan algo chocantes la inclusión de ciertos cameos. Para algunos serán un aliciente, pero rompen con la atmósfera más cotidiana del resto de la serie.

No obstante, los dos primeros episodios transmiten en ocasiones un aire de ingenuidad y amateurismo formal, en el mejor sentido posible. Una sensación de aprendizaje y economía de medios por parte de todos los implicados, lo cual le resta solemnidad y encaja a la perfección con la historia de un chico que se enfrenta a sus primeros pasos en un oficio marcado por la precariedad.

Ese es el mayor logro del equipo comandado por la directora Beatriz Abad: conseguir que por momentos la serie remita más a un vídeo hecho por un grupo de colegas que a un producto diseñado en una escuela de cine o una plataforma digital. La inclusión de animaciones que van acordes a la implicación de Axel con el mundo de los videojuegos apuntan en esta misma línea. Riders brilla cuando abraza su faceta más distendidaRiders, cuando se toma a sí misma como un juego aunque aborde temas que están lejos de serlo.

En Homo ludens, un exhaustivo tratado sobre la evolución y las implicaciones sociales del juego, el historiador neerlandés Johan Huizinga aborda con lucidez la indispensable vinculación de lo lúdico con el concepto de libertad, tan de moda estos días. Dice Huizinga que “todo juego es, antes que nada, una actividad libre. El juego por mandato no es juego, todo lo más una réplica, por encargo, de un juego”. Más adelante, el ensayista sentencia que “el niño y el animal juegan porque encuentran gusto en ello, y en esto consiste precisamente su libertad”.

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