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Era víspera de domingo: "Nos vemos mañana. Te quiero". Para Sigrid y Erich el futuro tardó mucho en llamarse oportunidad.
El 13 de agosto de 1961, el matrimonio Krause debía haber estrenado su nuevo apartamento. Llevaban casados menos de cuatro años. Querían tener hijos, una casa más espaciosa y un empleo con más porvenir. Habían decidido trasladarse desde Magdeburgo, la ciudad de la Alemania Oriental en la que había nacido Sigrid y en la que residían, a la próspera Osnabrück, la tercera ciudad más grande del estado federado de la Baja Sajonia. Sus planes para reunirse aquel día e ir a comprar los muebles de su dormitorio se vieron tan frustrados como su propósito de continuar la vida juntos. Erich se había ido una semana antes a la nueva casa para ir acondicionándola. Ella había adquirido un billete para recorrer, aquella mañana de domingo, los doscientos ochenta y cinco kilómetros que separaban ambas ciudades. Pero Sigrid no pudo subirse al tren. El Muro de la vergüenza no solo separó a la pareja durante más de veintiocho años sino que se convirtió en una barda en la que su libertad quedó estrellada diez mil trescientos treinta y cinco días. Uno tras otro, sin verse ni volver a tener comunicación.
Entre 1949 y 1961, más de dos millones y medio de personas habían abandonado la RDA desde Berlín Oriental. También checos y polacos veían en el lado occidental de la ciudad la puerta hacia Occidente. La mayoría de esa corriente migratoria estaba compuesta por jóvenes muy formados. Su huida se convirtió en una amenaza para la economía de la RDA. Además, unos cincuenta mil obreros de Berlín Oriental, los Grenzgänger, trabajadores fronterizos, vivían en Berlín Oeste porque allí tenían sus empleos. Como ellos, solo en 1960, se trasladaron casi doscientas mil personas. La República Democrática Alemana se encontraba al borde del colapso social y económico.
Sin previo aviso, en la noche del 12 al 13 de agosto de 1961, la RDA comenzó la construcción de lo que llamaron "Muro de protección antifascista" cuyo objetivo era "protegerse contra la inmigración, la infiltración, el sabotaje, el espionaje, el contrabando y la agresión de los occidentales". El muro debía servir a los dirigentes del Bloque del Este para detener la evasión de los trabajadores socialistas mediante el aislamiento. Algo más de cuarenta y tres kilómetros que separaron, de la noche a la mañana, este y oeste de la ciudad. Familias enteras quedaron partidas en dos. La del matrimonio Krause fue solo una de ellas: Sigrid no pudo salir de la Alemania Oriental y a Erich no se le permitió cruzar desde la Alemania Occidental. Sus intentos de comunicación fueron baldíos. Las cartas que trataron de intercambiarse nunca llegaron a su destino: la Stasi, el órgano de inteligencia de la Alemania Oriental, las interceptaba. Y como tantos ciudadanos de la RDA, Sigrid no tenía teléfono. El contacto entre ambos se rompió. Continuaron respirando, pero no viviendo. Su futuro se paró aquel domingo de verano y se convirtió en algo inalcanzable.
La inicial construcción del muro no solo separó amores. De un día para otro, barrios, casas, calles y plazas quedaron fragmentadas. La cortina de hierro segmentó un país y dividió al mundo. Y, dividiéndolo, se cobró la vida de decenas y decenas de personas.
Despertar tapiados
No fue casual que la dirección del SED, la principal formación política de la República Democrática Alemana, eligiera un día festivo de las vacaciones de verano para levantar el muro. En la frontera del sector soviético hacia Berlín Oeste la barrera era tan provisional como el apilamiento de los adoquines arrancados de las calles con las que lo habían hecho durante la noche, al mismo tiempo que las unidades de la policía prohibían el tráfico en las fronteras y quedaba suspendido el transporte urbano.
Durante los siguientes días, se fueron sustituyendo los rollos de alambre de espino, que separaban Berlín Este de Berlín Oeste, por un muro construido con grandes placas de hormigón. El Gobierno de la RDA desalojó por la fuerza muchas viviendas y tapió las entradas frontales y las ventanas de las situadas en calles como la Bernauer Straße, donde las aceras quedaban en el lado de Berlín Occidental y las casas en el Oriental. A medida que pasaron las semanas, el sistema de control se fue ampliando tanto en los cuarenta y tres kilómetros de frontera que atravesaba el centro de la ciudad, como en los ciento doce kilómetros fronterizos de la periferia.
Aquella tapia se fue convirtiendo en una franja de muerte, de más de tres metros y medio de altura, vigilada por trescientas torres de control, otras tantas de vigilancia canina, una veintena de bunkers, más de un centenar de kilómetros con fosas antivehículos y otro de caminos de patrullaje. En algunos tramos, fuera de la ciudad, se instalaron también sistemas de disparo automático y de minas. Sin embargo, su ampliación y sofisticación paulatina no evitó que desde que se erigió, en 1961, hasta que fue derribado, en 1989, dejara de mancharse de sangre: se calcula que más de cien mil ciudadanos de la RDA intentaron huir a través de la frontera interalemana y más de seiscientos perdieron la vida. Al menos ciento cuarenta personas murieron en el propio muro: "Contar muertos es difícil. La cifra de ciento cuarenta víctimas oficiales del Muro de Berlín no deja de ser simbólica porque atañe solamente a la frontera berlinesa y no a la Innengrenz, esto es, la frontera entre los dos países donde también murió gente asesinada". Sergio Campos Cacho, autor de En el Muro de Berlín (editorial Espasa) recoge la geografía funeraria de aquella pared que acabó con la vida de "treinta y una personas que murieron sin tener intención de cruzar al otro lado: accidentalmente, disparados por error o ayudando a otros a escapar. Ocho guardias fallecieron también en enfrentamientos contra fugitivos. Las ciento una víctimas restantes se ahogaron en los ríos o lagos que cruzan y circundan Berlín o por disparos hechos por los Grenzer, los guardias fronterizos".
Víctimas, con nombre y apellido, por tierra, agua y aire
Ida Siekmann, soltera de cincuenta y ocho años, fue una de las primeras ciento cuarenta personas a las que la desesperación, que padecieron tantos berlineses aquellos días, condujo a la muerte. El bibliotecario y articulista, residente en Alemania, Campos Cacho ha documentado el fallecimiento de aquella mujer que llevaba treinta años viviendo en el tercer piso del número cuarenta y ocho de la Bernauer Strasse: "Desde el 13 de agosto solo podía acceder a su casa por la zona occidental y se vio realmente encerrada cuando la policía tapió la puerta. Su hermana vivía al otro lado, a muy pocas manzanas, pero no podían comunicarse". Solo nueve días después de la división, el 22 de agosto, a las siete de la mañana, saltó y murió. "Todavía no habían llegado los bomberos con la lona. Solo pudieron llevarse su cuerpo y tapar con arena el charco de sangre que quedó después de que se tirara por la ventana".
En la misma zona de la ciudad se iniciaron más de una docena de túneles con el mismo objetivo, huir de una ciudad convertida en una prisión: "Desde el sótano de una panadería desocupada, Wolfgang Fuchs (nacido en 1939) y varios amigos cavaron dos túneles, cada uno de unos ciento cuarenta y cinco metros de largo y diez metros de profundidad, hasta Berlín Oriental, que tardaron seis meses en completarse. Querían permitir que la gente de la RDA escapara bajo el muro hacia la libertad". Una noche de enero de 1964, tres mujeres lograron cruzar al otro lado por el primer túnel: "Al día siguiente, el Servicio de Seguridad del Estado de la RDA lo descubrió y lo hizo intransitable lanzando una granada". A través del segundo túnel, "que fue excavado unos cinco metros paralelos al primero, cincuenta y siete hombres, mujeres y niños escaparon al Oeste durante las noches del tres al cinco de octubre de 1964". Se convirtió así en el corredor subterráneo más exitoso de Berlín: "La RDA construyó entonces otro transversal, equipado con tecnología de escucha para poder localizar más excavaciones en una etapa temprana".
Erna Kelm, una enfermera de cincuenta y tres años, fue otra baja mortal, esta vez del "Muro de agua": "Se ahogó el once de junio de 1962 cuando trataba de cruzar la frontera. En una media encontraron su carné de identidad y otros documentos envueltos en plástico, lo único que llevaban consigo la mayoría de los fugitivos: papeles para empezar una nueva vida".
También se consideraron víctimas de aquella siniestra división "cinco niños de Berlín Oeste que se ahogaron en el Spree tras caer accidentalmente a sus aguas. El motivo que los convierte en cinco gotas más en el océano de los crímenes del muro tiene que ver con la amenazadora sombra de la frontera, que impidió a ciudadanos y policías del Oeste lanzarse al río para salvarlos. De haberlo hecho, habrían sido considerados infractores y violadores fronterizos, y habrían podido morir por los disparos de los Grenzer". Las autoridades de ambos países "tardaron diez años en crear un reglamento que permitiera el rescate de las personas caídas accidentalmente en el río". Entre 1972 y 1975 murieron, en el mismo lugar, otros cuatro niños.
Una gélida noche de enero de 1973 fue testigo de otra terrible muerte que demostró que el tiempo es irreversible: "A las dos y media de la madrugada, los guardias pasaron un camión de cinco toneladas cuyos papeles fueron revisados a conciencia. El control llevó algún tiempo más de lo habitual. Una joven pareja, Klaus e Ingrid, viajaba escondida en unas cajas junto a Holger, su bebé de quince meses". Él era montador y ella era profesora. Se habían conocido durante un viaje a Moscú, llevaban casados dos años y vivían en Turingia: "Habían llegado con su coche a las inmediaciones de la frontera, donde les esperaba un amigo con el camión. Durante el control, el niño que padecía una bronquitis se puso a llorar y la madre le tapó la boca con la mano. Terminó la revisión de los papeles y el camión pasó el control. El amigo golpeó la cabina con fuerza: la fuga había sido un éxito. Ya en Berlín Oeste, el conductor se dirigió a la policía para reportar la fuga y para que la pareja recibiera la ayuda necesaria. Cuando abrieron el portón, la madre les comunicó que el bebé había muerto. Se le había taponado la nariz a causa de la infección en los bronquios y en el oído. No pudo respirar porque su madre le había tapado la boca y se asfixió. La pareja fue internada en el campo de refugiados de Marienfelde. Como la mayoría de los que lograron llegar a allí, no tenían ni papeles, ni trabajo, ni vivienda, ni dinero". Habían pasado con lo puesto y con un hijo que habían perdido.
A finales de 1980, cuando el Muro estaba más vigilado que nunca, una joven de 18 años también murió tratando de escapar, con su novio y un amigo de este, tras haber solicitado sin suerte salir de la RDA: "Una noche, tras sortear la primera barrera con una escalera plegable, llegaron los tres al muro. Sonaron las alarmas cuando los dos hombres ya estaban en el otro lado y Marienetta Jirkowsky se encontraba a punto de saltar ayudada por su novio. Ella era demasiado bajita para alcanzar la parte alta por sí sola. Los soldados abrieron fuego" y la chica, que había decidido seguir a su novio por la oposición de sus padres a aquella relación, murió con una bala en el estómago.
Nueve meses antes de que se abriera aquel siniestro bastión, Winfried Freudenberg, un joven ingeniero de 32 años, perdió la vida cuando "el globo aerostático con el que sobrevoló la frontera se estrelló en Berlín Oeste. Quería abandonar el país junto a su mujer, Sabine, que le había ayudado con paciencia a construir el globo comprando los materiales necesarios y cortando el contacto con su familia para impedir las represalias de la Stasi".
El fin de la pesadilla
El 9 de noviembre de 1989, después de veintiocho años, tres meses y veintiséis días, las excavadoras comenzaron la demolición del Muro de la vergüenza: "Las puertas abiertas debían ensancharse hasta no dejar en pie más que unos fragmentos testimoniales". Mazas y martillos marcaban el epílogo del siglo XX. Los berlineses lo cruzaron, lo vieron caer y disfrutaron cuando estaba hecho pedazos.
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La RDA regaló un fragmento al Papa Juan Pablo II y otro a la Biblioteca Kennedy. Pero no renunció al negocio: vendió trozos del muro y tres de aquellos paneles llegaron a Madrid por encargo del alcalde Rodríguez Sahagún. Cada bloque costó tres millones de pesetas, dieciocho mil euros, pero antes de ser instalados en la capital, la frontera de hormigón volvió a mancharse de sangre. "El dos de septiembre de 1990, el New York Times informaba de la muerte de un muchacho: 'Una losa de hormigón del Muro de Berlín se desplomó y aplastó a un niño de catorce años mientras trataba de arrancar fragmentos como recuerdo".
Cuando ya había resucitado lo cotidiano, "cuando cruzar de acera ya no era un delito castigado con la muerte", Sigrid trató de establecer de nuevo contacto con Erich Krause, el hombre con el que se había casado 30 años antes. Después de varios intentos infructuosos, el destino por fin se puso de su lado: Erich se presentó en su casa con un gran ramo de flores que, sin embargo, no abarcaba la emoción de la pareja. Después del reencuentro, ninguno de los dos quiso que un largo capítulo de su vida se convirtiera en toda su historia: en el mismo lugar y en la misma fecha en la que habían contraído matrimonio, pero 35 años después, en 1992, volvieron a darse el "sí quiero". El Muro les había robado para siempre tres décadas, casi toda una vida. Por eso, ellos no quisieron guardar ni una mínima piedra de tanto dolor. Ocho años después de su segunda boda, en el año 2000, la enfermedad volvió a separarlos: Erich murió.
Sigrid hoy pone flores frescas a su marido y a otras víctimas porque "los que no tienen presente el pasado están condenados a repetirlo". Y mientras mira fotos del hombre al que amó, incluso en la bruma del dolor y de la ausencia, pone voz a Benedetti diciendo: "Si la vida fuera otra y la muerte llegase entonces, te amaría hoy, mañana… Por siempre… Todavía".
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