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Wenders, Villeneuve y Cianfrance dividen opiniones en la Mostra veneciana

Noticine | infoLibre

La segunda jornada competitiva de la 73 Mostra de Venecia trajo al Lido tres películas plenas de ambiciones, respaldadas por tres cineastas familiares al circuito festivalero, el alemán Wim Wenders, responsable de Los bellos días de Aranjuez; el canadiense Denis Villeneuve, con la ciencia ficción de autor La llegada, y el estadounidense Derek Cianfrance y su melodrama romántico en el fin del mundo The Light Between Oceans, tres películas diferentes que coincidieron en no provocar entusiasmos, a pesar de sus parciales aciertos.

El tema de la llegada de vecinos de otras galaxias no es nuevo para el cine, y resulta inevitable encontrar referencias que van desde Encuentros en la tercera fase a Independence Day, pasando por el 2001 de Kubrick, en el nuevo trabajo del ecléctico canadiense Denis Villeneuve, empeñado en no encasillarse en un género determinado, algo nada fácil para quien ahora trabaja en Hollywood.

Lo primero a anotar respecto de La llegada, que parte de un guión de Eric Heisserer basado en un relato de Ted Chiang, es que su director ha huído conscientemente de la espectacularidad, tanto estética como de contenido. Sus naves no son enormes platillos luminosos que se posan por encima de las capitales del mundo, sino una especie de negros balones de rugby partidos verticalmente por la mitad, ciertamente amenazantes pero mucho más sobrios.

La protagonista de la historia es una experta lingüista, la doctora Louise Banks (Amy Adams), que pasa por el calvario personal de una reciente pérdida irreparable, a la que acompaña el matemático Ian Donneley (Jeremy Renner), bajo la vigilancia no muy lejana –lógicamente– de los militares. Y es que el gran desafío y el corazón mismo de la historia no es hacer frente a estos visitantes inesperados, que no se muestran agresivos, sino llegar a entender a qué han venido, comunicarse con ellos, cuyo lenguaje nada tiene que ver con los nuestros.

De esta manera, La llegada es más una metáfora sobre la comunicación y la incomunicación que una cinta de ciencia-ficción que se contempla comiendo palomitas de maiz. Estamos ante una fantasía filosófica y existencialista que en distintos planos plantea una doble inutil incompresión, la de los humanos con los extraterrestres y las de los diferentes países de la Tierra entre sí.

El ya veterano Win Wenders vuelve a Venecia, un festival que en su día ganó pero al que no ha sido especialmente fiel sobre todo si lo comparamos con Cannes, para traer su primera cinta integramente filmada en Francia, en la lengua de Molière, pese al origen germánico de la historia, una obra del austríaco Peter Handke, fuente inspiradora de varios previos trabajos del autor de París, Texas.

En Los bellos días de Aranjuez, que no se desarrolla en esa ciudad histórica al sur de Madrid sino en una villa campestre en las proximidades de París (se rodó en una casa que perteneció a la gran Sarah Bernhardt), una pareja de mediana edad, hombre y mujer (Reda Kateb y Sophie Semin), dialogan bajo la lejana mirada de un escritor que intenta imaginar sus palabras. Todo lo filma Wenders en 3D, acompañado por el sonido del viento, en una luminosa jornada estival con el fondo de la música de Lou Reed, Peggy Presley y Nick Cave.

Los personajes hablan del pasado, desde la infancia hasta sus experiencias sexuales, en una reflexión compartida sobre las diferentes maneras de contemplar la vida entre hombres y mujeres, una guerra de sexos irremediable. Lastrada por su origen teatral, como la mayor parte de las adaptaciones de ese arte al cinematográfico, Los bellos días de Aranjuez exige mucho del espectador, tal vez demasiado, empezando por la paciencia. No es cine para el gran público, aunque contenga elementos que pueden resultar ocasionalmente fascinantes.

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La tercera película de la jornada, La luz entre los océanos, de Derek Cianfrance, también tiene como protagonistas a un hombre y una mujer. Inspirada en los tiempos posteriores a la Primera Guerra Mundial, el guardián de un faro en la Costa Oeste de Australia y su mujer deciden criar un bebé que rescatan de un bote salvavidas que estaba a la deriva.

Esta adaptación de la novela de M.L. Stedman a cargo del propio Cianfrance nos sumerge en la confrontación entre la ilusión, el sueño y la aspiración comprensible a hacerlo realidad, y la propia dinámica de la vida, que acaba desbarantándolo todo. Tom Sherbourne (Michael Fassbender), callado pero cordial, arrastra traumas del pasado, de la guerra en la que luchó y de una oscura infancia. Su mujer, Isabel Graysmark (Alicia Vikander, pareja real de Fassbender) lidia con la amargura de no poder ser madre, hasta que se presenta la oportunidad que tantas veces había soñado, en la figura de un bebé superviviente de un naufragio.

Cianfrance, autor de Cruce de caminos y Blue Valantine, sigue su experimentación en torno a la pareja confrontada a las circunstancias y a sí misma. Acompañado por una bella fotografía en un paisaje de naturaleza, a veces bella y otras desaforada, y por la música de Alexandre Desplat, este melodrama romántico deja un cierto regusto amargo por su narración pausada y a ratos previsible, –en definitiva– por lo que pudo ser y no es.

La segunda jornada competitiva de la 73 Mostra de Venecia trajo al Lido tres películas plenas de ambiciones, respaldadas por tres cineastas familiares al circuito festivalero, el alemán Wim Wenders, responsable de Los bellos días de Aranjuez; el canadiense Denis Villeneuve, con la ciencia ficción de autor La llegada, y el estadounidense Derek Cianfrance y su melodrama romántico en el fin del mundo The Light Between Oceans, tres películas diferentes que coincidieron en no provocar entusiasmos, a pesar de sus parciales aciertos.

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