Radiografía del sector que se desangra: la industria pierde en las últimas cuatro décadas casi la mitad de su peso en la economía

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El jueves 28 de mayo fue una jornada especialmente negra para el sector industrial español. Primero llegó la decisión del grupo japonés Nissan Motor, que en los últimos años ha recibido más de 180 millones en ayudas públicas, de bajar la persiana de su factoría en Barcelona. Y luego la de la multinacional estadounidense del aluminio Alcoa, que anunció el despido de 534 de los 633 trabajadores de su planta en San Cibrao (Lugo). Dos varapalos que no son más que el reflejo de la progresiva desindustrialización que se ha producido en nuestro país en las últimas décadas. Desde 1980, este sector ha perdido casi la mitad de su peso en el mercado laboral. Y la importancia que tiene sobre una economía basada en los servicios es cada vez menor. Esta terciarización, unida a la integración de la producción en las cadenas globales de valor y las deslocalizaciones, explican buena parte de un problema al que no se le ha sabido poner solución a nivel político.

El problema de la desindustrialización lleva décadas sobre la mesa. Pero el deterioro se ha hecho patente en los dos últimos años con la salida de numerosas empresas industriales extranjeras de nuestro país. Una de ellas ha sido la cementera mexicana Cemex, que en octubre de 2018 anunció que bajaba la persiana de dos de sus siete fábricas en suelo español. O La Naval, que a comienzos de 2019 notificó el despido de casi dos centenares de trabajadores y se convirtió en el octavo astillero en liquidarse en la última década. Algo más de suerte hubo con el cierre del fabricante de aerogeneradores Vestas de León, que se pudo amortiguar con la llegada de Network Steel a la zona. Sólo desde hace un par de años, según los datos recogidos por El Mundo, algo más de 6.700 firmas dedicadas en nuestro país a la industria manufacturera o extractiva han bajado la persiana en España. Una sangría que se ha producido mayoritariamente durante la pandemia. Casi siete de cada diez –unas 4.500– cerraron en los meses de marzo y abril.

Desde la llegada de la democracia, el peso de la industria en nuestro país ha ido retrocediendo poco a poco. Lo refleja a la perfección el catedrático de Economía Aplicada Juan Ramón Cuadrado en Desindustrialización versus terciarización: del aparente conflicto a una creciente integración. En la España de 1970, el peso de la industria equivalía al 34% del PIB, mientras que el del sector servicios era por aquel entonces del 46,2%. Una década después, ya había perdido más de cinco puntos. Los años 80 se iniciaron con un sector que entonces representaba el 28,6%. Una tendencia que continuó a la baja durante los gobiernos de Felipe González, época marcada por el desmantelamiento de la industria naval o las ventas de Seat a Volkswagen y Pegaso a la italiana Fiat. Al comienzo del nuevo siglo, ya con el conservador José María Aznar al frente del Ejecutivo, el peso era del 20,6%. Y 2010, en plena Gran Recesión, arrancó con un 17,2%. 

El secretario general de CCOO, Unai Sordo, identifica en ¿Es posible armar una política industrial post-covid?, publicado en infoLibre, varios momentos que explican esta decadencia. En primer lugar, con la entrada en la Comunidad Económica Europea, se aceptó la “consolidación de la ventaja competitiva industrial de las economías del Norte”, algo que se hizo efectivo con la “integración asimétrica” de las firmas españolas en las cadenas de producción internacionales controladas desde el centro de Europa y a través de una “dura reconversión o liquidación”. Luego, llegó la escalada inmobiliaria, “otra década larga de canalización de inversión a sectores volátiles y de abandono de políticas industriales”. Y tras eso, el maremoto económico, la austeridad, la deuda. 

Más de 700.000 empleos destruidos durante la crisis

Ahora, la industria representa en nuestro país alrededor del 16% del PIB, casi la mitad de potencia que cuatro décadas atrás. Una cifra que nos coloca por debajo de la media europea. En 2017, según datos de Eurostat, el peso medio de este sector en los Veintiocho se colocaba en el 17,6%. A la cabeza se encontraban países como Irlanda –33,8%–, República Checa –28,4%–, Rumanía –24,2%–, Eslovaquia –24%–, Eslovenia –23,7%– y Alemania –23,6%–. Con un menor peso que en España había once países, como Francia, Portugal, Reino Unido o Grecia. Para este año, Bruselas se había propuesto que la fuerza de la actividad industrial en los Estados miembro se situara en el 20% del PIB. Un objetivo que, a la vista de las cifras, tendrá que esperar.

Al mismo tiempo que este sector ha ido perdiendo peso a nivel económico, también lo ha hecho en el mercado laboral. En la década de 1970, la industria empleaba al 25,3% de los ocupados una cifra que escaló hasta el 27,2% en los 80. Desde entonces, no ha dejado de menguar. En 1990 representaba el 23,7% del mercado laboral. Diez años después, con la entrada del nuevo siglo, el 18,8%. En 2018, último año disponible, suponía el 14,1%, casi la mitad que hace cuarenta años. La anterior crisis económica asestó un duro golpe. “Tras el desplome del empleo en 2009 –que supuso la destrucción de 360.700 equivalentes respecto a 2007–, se ha seguido destruyendo empleo en términos netos a un ritmo superior al registrado en el resto de sectores económicos”, recogían las economistas María José Moral y Consuelo Pazo en La industria española: desde la crisis hacia la fortaleza, un artículo en el que cifraban en 753.400 el número de puestos de trabajo destruidos durante los años más duros de la Gran Recesión.

Terciarización y deslocalizaciones

Pero, ¿a qué se debe el retroceso producido? Para el Consejo Económico y Social de España, tal y como explicó en un detallado informe publicado a finales de 2019, la caída se explica, en primer lugar, por la “terciarización” de la economía. “España, en las últimas décadas, ha hecho una recomposición de su tejido productivo. En ella, el sector servicios ha crecido muy por encima de la industria, entendiéndola como una suma que va desde el automóvil hasta la siderúrgica de toda la vida, los astilleros, la energética, la farmacéutica o la textil”, explica el economista Javier Santacruz. De hecho, desde la década de 1970, mientras el peso del sector secundario retrocedía, el terciario ha pasado de representar el 36,5% del PIB a sobrepasar el 75%. Y a suponer casi el 78% de empleados en nuestro país, frente al 56,5% a comienzos de la década de 1980. Un dato que se sitúa por encima de la media europea, que se colocaba en 2018 en el 74%.

A esto se añade la integración de la producción en las cadenas globales de valor y las deslocalizaciones. Justo en esta última cuestión hace mucho hincapié en conversación con infoLibre el profesor de Economía de la Empresa en la Universidad Pompeu Fabra Eloi Serrano. “Desde la década de 1990, las empresas tendieron a distribuir su cadena de valor alrededor del mundo. Eso ha producido que aunque España tenga, por ejemplo, un sector textil muy importante, prácticamente no se fabrique en nuestro territorio. El tejido industrial ha quedado limitado al diseño o la parte final de ensamblaje del producto”, señala al otro lado del teléfono. En este sentido, pone como ejemplo Inditex. El grupo español cuenta con más de siete millares de fábricas distribuidas por medio mundo. Una decena de ellas se encuentran en nuestro territorio. El resto, en otros países: Portugal, Marruecos, Turquía, India, Pakistán, Bangladés, Vietnam, Camboya, China, Argentina o Brasil.

Para el economista no es la única explicación. También pone el foco sobre el “reducido peso” que tiene este sector en “empresas de elevada dimensión”. “En España, la mayoría de compañías potentes a nivel multinacional están en utilities y sector bancario. Aquí tenemos una debilidad y un reto pendiente. No contamos con un tejido industrial potente y con fuerza. De hecho, la mayoría de grandes compañías a nivel industrial que están en nuestro país son de capitales extranjeros”, apunta Serrano. En España, más bien, buena parte del sector industrial se asienta sobre pymes. Según datos de 2016 recogidos por la Fundación BBVA el año pasado, en nuestro país sólo un 45,7% del valor añadido de la actividad manufacturera lo generan compañías con más de 250 trabajadores, frente al 58,6% de media en la Unión Europea. En Francia, esa cifra escala hasta el 58,8%. En Alemania, hasta el 68,4%. “Las empresas pequeñas sufren más que las grandes a la hora de competir en un entorno globalizado”, sostiene el experto de la Pompeu Fabra.

España tiene potencia suficiente como para que la actividad industrial pueda despegar de nuevo. Sobre todo, sostiene Serrano, si la orientamos hacia una productos con un alto valor añadido. “Si nuestra idea es competir en costes, no lo vamos a conseguir”, remarca. Contamos con trabajadores altamente cualificados. Y con una ubicación geográfica privilegiada. “Nuestro país juega un papel fundamental en la entrada y salida hacia el Mediterráneo y hacia Europa. Y además una proximidad con países del Magreb que poco a poco van desarrollando sus economías, lo que nos permite tener también influencia en esos mercados”, señala el experto. Además, añade que nos encontramos en un momento de crisis sanitaria en el que las grandes compañías se han dado cuenta de los problemas que les genera tener la cadena de valor “tan disgregada por el mundo”. “Esta pandemia quizá les lleve a replantearse la necesidad de acercar algo más las fábricas al consumidor”, resalta. De hecho, un estudio reciente del Bank of América recogía que un 80% de las multinacionales estaban pensando en la posibilidad de repatriar parte de su producción.

Mayor capacidad para generar empleos de calidad

En su informe publicado el pasado mes de diciembre, el Consejo Económico y Social de España era claro respecto a la necesidad de no dejar morir el sector: “Es clave en el conjunto de la actividad económica en todos los países desarrollados. Su notable aportación al progreso tecnológico, tanto a través de la generación de innovaciones de producto y de proceso, como por su mayor consumo de innovaciones tecnológicas generadas por otros sectores; su mayor capacidad para generar empleos de calidad, con niveles de cualificación más elevados que el promedio y mejor remunerados; su efecto tractor, vía demanda, sobre los servicios de mercado y, en especial, los avanzados, o la mayor productividad de las empresas industriales y su impacto positivo sobre la balanza comercial son las razones que explican su relevancia”. De hecho, en 2018 las exportaciones de bienes manufactureros suponían nada menos que el 90% de las salidas totales de productos hacia otros países.

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Por ello, pedían a la clase política que se pusiera las pilas. En febrero de 2019, el Gobierno de Pedro Sánchez puso sobre la mesa el documento Directrices Generales de la Nueva Política Industrial Española 2030. Una acción que prevé articularse alrededor de una decena de ejes y en la que se recogen aspectos tales como la mayor penetración de la digitalización en el tejido industrial, la mejora de la eficiencia a la hora de conceder ayudas públicas, el estímulo directo del crecimiento de las compañías, el impulso a la eficiencia energética en el sector o el incremento de la base de firmas industriales exportadoras. Y dentro de esta política, el Ejecutivo proponía la aprobación de una Ley de Industria y un Pacto de Estado por la Industria que pueda favorecer la atracción de nuevas inversiones en el sector. Algo que el PSOE pretende que se alumbre en la Comisión para la Reconstrucción Económica y Social del Congreso de los Diputados. Porque este pacto, según los socialistas, se hace con la crisis del coronavirus “más necesario aún si cabe”.

“Hay que explorar cuáles son los sectores con mayor capacidad de crecimiento, que sean transformadores, que sean creadores de nuevos productos. Ahí se tiene que fijar la política, en potenciar aquellas iniciativas que refuercen la competitividad de la industria española respecto a las otras”, sostiene Santacruz. En este sentido, considera interesante “prestar atención” a “la producción de renovables”, donde existe “un sector industrial muy potente”. Mientras tanto, completa, “vamos a tener que vivir varios procesos de reconversión, como los cierres de centrales térmicas de carbón o el desmantelamiento de la minería, algo que también veremos en el caso de la industria pesada”. Y, con ellos, llegarán los despidos masivos. Como los de Nissan. Como los de Alcoa.

Sordo cree que es el momento de ponerse manos a la obra. En este sentido, pone el foco sobre el fondo de 750.000 millones de euros propuesto por Bruselas, de los que nos corresponderían algo más de 140.000 millones de euros –a través de transferencias y préstamos– pero que todavía debe pasar por el filtro de la negociación. “España debe preparar una respuesta/propuesta en materia de desarrollo productivo, industrial y sectorial, distinto a lo habitual”, recoge el secretario general de CCOO en su artículo de opinión. Por el momento, como dice, partimos de una situación de desventaja, “con escasa base industrial, muy dependiente de decisiones exteriores, y con pocos márgenes y palancas financieras”. Veremos si se pone toda la carne en el asador.

El jueves 28 de mayo fue una jornada especialmente negra para el sector industrial español. Primero llegó la decisión del grupo japonés Nissan Motor, que en los últimos años ha recibido más de 180 millones en ayudas públicas, de bajar la persiana de su factoría en Barcelona. Y luego la de la multinacional estadounidense del aluminio Alcoa, que anunció el despido de 534 de los 633 trabajadores de su planta en San Cibrao (Lugo). Dos varapalos que no son más que el reflejo de la progresiva desindustrialización que se ha producido en nuestro país en las últimas décadas. Desde 1980, este sector ha perdido casi la mitad de su peso en el mercado laboral. Y la importancia que tiene sobre una economía basada en los servicios es cada vez menor. Esta terciarización, unida a la integración de la producción en las cadenas globales de valor y las deslocalizaciones, explican buena parte de un problema al que no se le ha sabido poner solución a nivel político.

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