Semilla de Oro lleva más de dos décadas impregnando con aroma de pan recién hecho las calles de Coín, Málaga. El nombre de la panadería, una pequeña empresa familiar, ha trascendido más allá de las fronteras malagueñas no por su especial dominio del arte de amasar, ni por su variada repostería, ni por sus habilidades culinarias. El ingrediente que ha aupado a la fama al establecimiento no es otro que la homofobia contra uno de sus trabajadores, expresada a través de un simple trámite: "Nómina mes de abril maricón".
Cuando Alejandro leyó a través de la pantalla de su teléfono móvil la noticia, apenas hubo lugar para la sorpresa. "Hace un tiempo, estas personas se avergonzaban y se ocultaban porque sabían que lo que hacían estaba mal. Ahora hay partidos políticos que los refrendan y gente que les está dando alas". Alejandro hace tiempo que salió del armario en su centro de trabajo, y su entorno laboral no es uno cualquiera: frente a él, hileras de adolescentes atienden la lección. Lleva siete de sus 43 años dedicado a la docencia y fue ahí, en el aula, donde se planteó por primera vez la posibilidad de hablar expresamente sobre su sexualidad. "Antes de trabajar de profe ni lo pensaba, en la mayoría de los trabajos no lo veía ni como opción", asiente al otro lado del teléfono. "Era más joven, lo tenía menos asumido y tenía miedo a la repercusión entre los compañeros y los jefes".
La cosa fue avanzando gradualmente y a paso tranquilo porque desprenderse del miedo no es tarea sencilla. Fue un compañero "súper activista" el que le tendió la mano: una invitación no sólo a expresarse sin tapujos, sino a hacer pedagogía haciendo trizas el armario. "Así que empecé a plantearme que no pasaba nada si me visibilizaba", recuerda el profesor de un instituto en Córdoba.
Sandra comenzó a expresarse sin reservas de forma consciente y decidida en todos los entornos desde que salió del armario a los dieciséis. "He intentado siempre que todo mi entorno sepa que soy lesbiana. Primero por sentirme cómoda con quién soy, segundo porque si hay algún compañero o compañera del colectivo, pueda sentirse más segura y respaldada", afirma.
Tiene 32 años y lleva cuatro como encargada en una "cafetería chiquitita" del centro de Madrid. Antes pasó por el restaurante de un hotel, por un puesto de comida griega en un mercado y por un McDonald’s, entre otros. Sabe bien lo que es hacerse un hueco tras la barra del bar y sabe bien que el acompañamiento, tejer redes, tender la mano, es siempre la receta a la soledad impuesta. "Todos los que pertenecemos al colectivo sabemos que si hacemos piña en el entorno laboral, en las calles, en las familias, vamos a estar más cómodos".
A día de hoy, sólo una de cada diez personas LGTBI es visible con sus superiores y aproximadamente uno de cada cuatro lo es con sus compañeros, según la Federación Estatal LGTBI. Un estudio de UGT estima que el 50% ha sido objeto de insultos y el 78% ha tenido que soportar chistes o comentarios sobre su orientación sexual en los centros de trabajo. Este miércoles, el Ministerio de Trabajo dio el primer paso para el desarrollo del artículo sobre no discriminación en entornos laborales contenido en la Ley trans.
"Rebajar un poco el tono"
Sandra también es consciente de la excepcionalidad de su situación: su cafetería es un espacio seguro, pero antes pasó por otros muchos hostiles. "Cuando he trabajado en sitios un poco más conservadores, me ha costado más" la salida del armario. Se impone en ese punto un tiempo prudencial para la evaluación y con él, la calma tensa. "Esperaba unos meses y cuando tenía confianza y a la gente un poco fichada, entonces he podido salir". El impacto de la decisión no siempre implica violencia directa: la homofobia tiene muchas expresiones, la mayoría sutiles. "Aunque normalmente nadie se lo ha tomado a mal, es verdad que algunos compañeros se han distanciado". Sandra lo relativiza, pero reconoce que "el sobreesfuerzo" es mayor cuando se trata de los jefes.
Ahí las consecuencias son directas: tras la salida del armario, de pronto llegan los peores turnos, los horarios más duros y tareas que no se corresponden con la categoría. El maltrato adquiere diversas formas, especialmente en entornos "más conservadores" y más aún si median condiciones precarias. "La hostelería es un sector en que los jefes y jefas están acostumbrados a que nos comamos situaciones humillantes, condiciones pésimas, horarios de mierda y faltas de respeto. Como nunca hemos hablado, nunca nos hemos rebelado ni organizado para denunciarlo, los jefes tienen total impunidad", denuncia Sandra.
Lo sabe bien Julio, quien para empezar pide parapetarse bajo el escudo de un pseudónimo. Tiene 30 años, pero prefiere no dar su nombre real ni demasiados datos acerca de su identidad. La condición que expresa para poder compartir su testimonio es sintomática: teme que poner nombre a la homofobia que todavía existe en un sector como el de la medicina le cierre puertas. "A la medicina han tenido acceso tradicionalmente aquellas familias que se podían permitir el lujo de pagar una formación de seis años que implicaba mucho esfuerzo y que normalmente no era compatible con ponerse a trabajar", recalca. Para Julio es importante no perder de vista estos orígenes, porque ahí anida la explicación del arraigo que tiene una "ideología conservadora", propia de las "familias adineradas" que han echado raíces en los pasillos de los hospitales.
Julio pasa gran parte de su tiempo entre ofertas de trabajo de su especialidad y dice haber llegado a la conclusión de que debe "rebajar un poco el tono" de su "expresión de sexualidad para poder encajar mejor en el perfil" que se demanda. Ha asumido con resignada obediencia que ocultar una parte de sí mismo es el peaje a pagar para poder hacerse un hueco. Y pese a ello, sí confía en los sutiles avances que necesariamente deben ir calando en los centros de trabajo. Los tiempos cambian, reflexiona, y la medicina no puede ser ajena al progreso. "Una parte importante del alumnado de Medicina es homosexual o bisexual, también las chicas", apunta, así que "la sociedad está pasando por encima" de quienes se empeñan en obviarlo.
¿Y esa bandera arcoíris?
La carcasa que recubre el móvil de Alejandro brilla con los colores del arcoíris, un detalle que no pasa desapercibido a los ojos de sus alumnos. "El día que la cambié, a mitad de curso, un alumno lo señaló". La pregunta fue lo suficientemente ambigua para no interpelar directamente a la orientación sexual de su profesor, pero dejaba clara la intencionalidad. "¿Esa funda?", deslizó el adolescente. "No me terminaba de preguntar, porque le daba vergüenza, así que le respondí con más preguntas: ¿has visto qué guapa?, ¿te gusta?, ¿quieres que te compre una igual? Lo descoloqué, porque naturalizándolo estaba haciendo que viera lo ridículo de la pregunta".
La de Julio ni siquiera es exactamente la bandera arcoíris, pero la tela que da resguardo a sus tarjetas está bañada por muchos colores y "la gente piensa que es la bandera del Orgullo". Así que "lo toman como una muestra de expresión muy abierta que está fuera de lugar". Siempre hay miradas de reprobación, siempre algún comentario. "Yo tengo pareja desde hace casi ocho años y normalmente siempre he sido muy abierto en cuanto a mi experiencia vital, pero al final hay un ambiente machista y homófobo, así que no te encuentras cómodo". Y la alternativa es siempre el silencio, la omisión. "Mis compañeros hablan de planes de boda o de tener hijos, pero yo no comento lo que hago o dejo de hacer porque me resulta violento decir que me apetece muchísimo que llegue el fin de semana para ver un reality drag o para ir a una discoteca de ambiente".
Y si algo es objeto de esforzado disimulo, ese algo es la pluma. "La pluma es una cosa que nos libera y es algo que rebajas muchísimo. Yo no sé si tengo mucha o poca, me da igual, pero disfruto mucho de toda esa subcultura del colectivo y que realmente no se puede compartir", lamenta Julio. Sobre la pluma de sus compañeros ha escuchado más de un comentario, en sus trabajos pasados, Sandra. "Especialmente a compañeros hombres. Las lesbianas estamos muy sexualizadas y no recibimos esa violencia tan directa que sí reciben los hombres con pluma". Tras la barra ha escuchado de todo: "Este va lento porque se le escapa el aceite" o "a este le han dado por culo y va empanado". La violencia normalizada y atrincherada tras "la broma al maricón" es una constante, reseña la camarera.
La consecuencia lógica es, a veces, el cansancio. "Qué necesidad tengo yo de dar el paso cuando la gente hetero no tiene que darlo", se ha preguntado en más de una ocasión Alejandro. "Nadie sabe que soy gay, por qué tengo que dar yo ese preaviso. Muchas veces te das cuenta de que sería más cómodo y práctico no hacerlo". Pero Alejandro ha encontrado una razón de peso no sólo para visibilizarse, sino para trabajar en actividades que inviten a la reflexión dentro de las aulas. Y ese motivo es su alumnado. "Muchos se acercan y te dan las gracias. Algunos me han escrito por privado y a mí, la verdad, se me saltan las lágrimas. Cuando yo estudiaba pensaba que mi destino era ocultarme de por vida, así que ojalá hubiera tenido referentes visibles".
Semilla de Oro lleva más de dos décadas impregnando con aroma de pan recién hecho las calles de Coín, Málaga. El nombre de la panadería, una pequeña empresa familiar, ha trascendido más allá de las fronteras malagueñas no por su especial dominio del arte de amasar, ni por su variada repostería, ni por sus habilidades culinarias. El ingrediente que ha aupado a la fama al establecimiento no es otro que la homofobia contra uno de sus trabajadores, expresada a través de un simple trámite: "Nómina mes de abril maricón".