EDUCACIÓN SOCIAL

Precariedad y privatización, el trasfondo laboral de las educadoras sociales más allá del crimen de Badajoz

Concentración tras el asesinato de una educadora social en Badajoz (Extremadura).

A Belén Cortés la asesinaron este domingo tres menores que convivían en un centro tutelado de cumplimiento de medidas judiciales en la urbanización Guadiana de Badajoz. Era educadora social y estaba sola en el momento en que le arrebataron la vida. El crimen ha llenado titulares y minutos de debate televisivo, introduciendo la sospecha de que en realidad no se trata de un hecho fortuito, sino de la consecuencia extrema de un problema estructural que tiene que ver con un modelo privatizado, marcado por la precariedad y la ausencia de recursos.

Carla y Antía denuncian la falta de protocolos ante las situaciones de violencia, Lorena teme haber normalizado las amenazas y Rocío lamenta que la merma de recursos ponga contra las cuerdas a unas trabajadoras ya de por sí al límite. Todas ellas han pedido utilizar nombres ficticios como condición para participar en este reportaje. Son educadoras sociales en distintos centros de menores del país, con características comunes: las de un modelo que se ha demostrado agotado.

La precariedad en los centros

Rocío trabaja en un centro de protección de menores donde van a parar chicos "desamparados del cuidado por parte de sus familiares". Al menos es así sobre el papel. En los últimos años, recalca la trabajadora, se han producido una serie de "irregularidades que empeoran no sólo la calidad de intervención con los chavales, sino nuestra seguridad". Se trata del ingreso progresivo de perfiles diversos, "chicos conflictivos, con desajustes, problemas psiquiátricos o que necesitan medidas terapéuticas", también menores que han "terminado de cumplir dentro de un centro de reforma y no tienen espacio en centros de socialización".

Los centros se dividen en dos tipologías: de protección y de reforma. Los primeros son espacios más o menos abiertos, donde el menor tiene libertad para desarrollar una vida razonablemente autónoma. Buscan sustituir, en la medida de lo posible, el núcleo familiar. En los centros de reforma la estructura es cerrada. Ahí es donde van a parar menores que cuentan con alguna medida judicial, porque han cometido algún delito, así que el control es necesariamente mayor.

El resultado de diluir la línea que separa a ambos modelos, expone la educadora social, es que se produce una suerte de convivencia forzada entre niños sin redes familiares y adolescentes con un alto índice de conflictividad. Los más pequeños acaban siendo "testigos de agresiones, robos o fugas y lo normalizan", recalca. 

Según el último Boletín de Datos Estadísticos de Medidas de Protección a la Infancia, relativo a 2023, a lo largo del año se produjeron 17.175 ingresos en centros de menores, una cifra que no ha dejado de crecer en los últimos años. La mayoría de los usuarios son varones y españoles. Según el mismo informe, el número total de centros de protección a día de hoy es de 1.215 y las plazas no pasan de las 15.868.

"Necesitamos que no nos dejen solas"

Belén Cortés, la trabajadora asesinada este fin de semana, estaba sola con los menores que le arrebataron la vida. Es, precisamente, uno de los grandes problemas que reseñan las profesionales. "En determinadas situaciones de nuestra práctica profesional estamos solas ante situaciones que no somos capaces de gestionar", reconoce Carla, "porque dependiendo de los niveles de conflictividad a veces no podemos contener la violencia". "Hay situaciones que sencillamente se te escapan", añade la educadora social en conversación con este diario.

¿Con qué herramientas cuentan las trabajadoras? Las que existen son escasas y a veces no funcionan. "Nuestro protocolo de violencia consiste en un excel en el que vamos anotando las situaciones vividas y lo que hemos hecho para solventarlas. Lo trasladamos a la administración y en teoría nos dan una respuesta", pone como ejemplo Rocío.

"Tú tienes un manojo de llaves, cuando hay una situación violenta te encierras y llamas a la policía", describe Carla. "Cuando vienen, te preguntan si quieres denunciar, a título personal, así que el protocolo consiste en poner denuncias y seguir conviviendo al día siguiente", completa. Cuando la agresión se produce entre los propios menores, "muchas veces te tienes que meter a separar y tú recibes". Precisamente por tratar de contener los enfrentamientos entre los menores tiene Lorena las piernas llenas de marcas. En su centro, los insultos y las agresiones son "constantes", prácticamente desde que los menores se levantan. "No sé si nos hemos hecho ya a escuchar estas palabras y les damos menos importancia", admite.

Las situaciones de mayor tensión tienden a producirse en turnos en los que las trabajadoras están solas. Es ahí donde anida uno de los principales problemas. "Nosotras necesitamos, sobre todo, no estar solas", destaca Rocío. Además, asumir los turnos en soledad implica también que si surge una urgencia médica de algún menor no es posible actuar de manera inmediata, aclara Antía. La educadora reconoce no haber podido apartar la vista de ese hecho: la soledad de la trabajadora extremeña asesinada. "Es algo que no tendría que pasar. No se está velando por nuestra integridad". 

La falta de relevo y la expulsión de unas trabajadoras completamente desbordadas se dibuja ya como la principal consecuencia: "Nadie quiere dedicarse a menores dentro de la educación social", añade Rocío. "No podemos sustituir a las personas de baja, porque no tenemos a nadie, hacemos horas extra que ni se reconocen ni se pagan". La educadora pone un ejemplo reciente en primera persona: "En mi empresa nos acaban de comunicar que van a reducir la jornada laboral de una compañera por motivos presupuestarios, así que nos quedaremos solas durante toda nuestra jornada laboral".

No son los menores, es el sistema

Las profesionales consultadas se esfuerzan, todas ellas, en destacar un extremo: no se trata de señalar a los menores, mucho menos de criminalizarlos, sino se exponer los fallos del sistema. "Adoramos a nuestros chicos, tenemos buena relación con ellos y deseamos que sean personas autónomas en el futuro", recalcan, "pero para ello necesitamos que se responda de forma eficaz y que no se nos deje solas". Y es que las secuelas de un sistema fallido recaen también sobre las espaldas de los chicos y chicas. Hace tres años, saltó a los medios un escándalo que se ha diluido con los años, a pesar de haber sido utilizado como arma arrojadiza en el tablero político durante meses: las menores tuteladas prostituidas en distintos puntos del país. En aquel momento, las voces expertas señalaron al mismo problema: un modelo que no funciona.

Hacia la misma dirección apunta ahora Francisco Mielgo, presidente de la asociación Grupo de Sociología de la Infancia y la Adolescencia (GSIA). Mielgo insiste en la necesidad de ser rigurosos a la hora de explicar qué significa que el sistema no funcione. No se trata de que la ley esté fallando, la solución no está en afinar los textos normativos o en introducir herramientas represivas, sino en cambiar las estructuras. "Lo que está mal es cómo aplicamos la ley y ahí falta dotación económica para cumplirla adecuadamente". 

En todo lo que tiene que ver con infancia y adolescencia, asiente el también docente en la Universidad de Granada, "hay precariedad laboral y déficit presupuestario". Una de las patas del problema es por tanto la financiación, pero hay otra parte que tiene que ver con las "prácticas institucionales, en cómo se dirige el trabajo desde las entidades que tienen una concesión pública para gestionar los servicios". En este punto, la responsabilidad es doble: "Se están priorizando criterios económicos en los conciertos, tanto en los concursos públicos para la gestión como en las propias prácticas de las entidades, muchas de ellas macroentidades que tienen la vista puesta en sacar el máximo beneficio", hasta el punto de que algunas "funcionan como fondos de inversión".

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El crimen de Badajoz obliga a desviar la mirada hacia las trabajadoras, pero en realidad las consecuencias que asumen ellas y aquellas que recaen sobre los menores son parte de un mismo todo. "Ante unas condiciones de trabajo y sueldo precarias, se empieza a contratar a personal no formado, sin criterios técnicos. ¿Qué clase de trabajo puede hacer un profesional quemado y maltratado?", se pregunta Mielgo.

Lorena intenta esbozar una respuesta. Su centro, en manos de la empresa Meridiano, ha visto cómo las condiciones laborales se han ido degradando hasta el extremo. "No respetan las vacaciones, no nos pagan las horas extra, nos cambian los turnos sin avisar y falta personal por todos lados. Pero cumples, porque tienes que cumplir", lamenta la educadora, quien sitúa la mirada no sólo en la entidad que gestiona el recurso, sino también en la administración pública que así lo decidió. Ante los problemas, coincide Rocío, "se pasan la pelota de unos a otros".

Preguntadas por lo sucedido este fin de semana en suelo extremeño, las educadoras guardan un silencio amargo. Todas expresan rabia y pena, coinciden en que se trata del peor de los escenarios imaginables. Contienen el aliento y contestan, firmes: "Llevamos tiempo diciendo que algo va a pasar y se van a llevar las manos a la cabeza. Esperamos, por lo menos, que sirva para que abran los ojos".

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