Entre el cambio tranquilo o radical

Desde hace medio siglo, la ingobernabilidad de Italia no es noticia, sino más bien una constante histórica. Se llegaron a formar coaliciones de gobierno en distintos periodos que incluían hasta cinco partidos: los llamados pentapartito. A pesar del panorama de caos y de inestabilidad que puede derivarse de estas elecciones de 2013, cabe recordar que la media de permanencia de los Gobiernos italianos apenas rebasa el año de vida desde la Segunda Guerra Mundial. Que se dice pronto. Por si este rasgo italiano fuera poco definitorio, no olvidemos que en los años noventa, fruto de la catarsis del movimiento Tangentópolis contra la corrupción, desaparecieron los dos grandes partidos que gobernaron el país durante décadas: la Democracia Cristiana y el Partido Socialista.

Las explicaciones a esta singularidad italiana, dentro de los grandes países de la UE, hay que buscarlas en un sistema electoral muy proporcional, que concede muchas ventajas a los pequeños partidos y a los regionalistas, y en unas primas de mayor representación parlamentaria para las fuerzas ganadoras. Así las cosas, la fragmentación del voto en Italia lleva, sin remedio posible, a la enorme dificultad de configurar mayorías estables de Gobierno. La única solución a este marasmo pasaría por una reforma a fondo de las leyes electorales, algo a lo que siempre se han opuesto los partidos tradicionales y una de las banderas del Movimiento Cinco Estrellas que lidera el cómico Beppe Grillo.

Más allá del regreso triunfalmente inesperado de la derecha de Silvio Berlusconi, que ha demostrado que sigue contando con el apoyo de casi un tercio de votantes, y del anunciado revolcón de Mario Monti, que ha sufrido un duro castigo por sus ajustes y recortes al dictado de Bruselas, una mayoría de italianos ha votado por el cambio, por pasar página, por liquidar la política tradicional, por rechazar unas recetas de austeridad que solo generan paro y pobreza. No nos engañemos porque el centro-izquierda del Partido Democrático, dirigido por el filósofo Pier Luigi Bersani y que incluye también a los ecologistas, se ha convertido en la primera fuerza del país en número de votos, tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado.

Cuestión distinta es que el complejo sistema que otorga pluses por regiones para el Senado haya decantado al final la llave de la mayoría hacia el lado de Berlusconi, aliado con la separatista Liga Norte. Aupado a su candidatura por unas primarias abiertas en las que participaron unos tres millones de italianos, Bersani ha lanzado un discurso de cambio tranquilo y sereno, al estilo de François Hollande en Francia, y de apuesta por una política de crecimiento frente a la austeridad brutal que exigen los mercados y, en su nombre, la canciller alemana, Angela Merkel.

Un fenómeno nuevo

La alternativa radical ha venido de la mano de un fenómeno nuevo en Europa desde que estalló la terrible crisis económica en 2008 y que no es otro que la transformación de un movimiento social (como el 15-M en España y otros similares) en una fuerza política que concurre a las elecciones y no desdeña ocupar parcelas de poder. “No somos honorables parlamentarios, somos ciudadanos” o “la vieja política se ha acabado” son declaraciones de los líderes del Movimiento Cinco Estrellas que resumen el sentimiento de los millones de italianos que los han votado. Modelo transversal en cuanto a clases sociales o regiones, que bascula entre la derecha y la izquierda sin definirse claramente en muchos temas, surgido de las redes sociales y arraigado más tarde en las calles, el Movimiento Cinco Estrellas tendrá que pasar ahora de la retórica antisistema a las propuestas para gobernar. Una difícil papeleta por aquello de que no es lo mismo predicar que dar trigo, un refrán que se puede aplicar con mucha propiedad a un cómico como Beppe Grillo, atacado por colegas como el cineasta Nanni Moretti, que respaldó al centro-izquierda desde una posición muy crítica e independiente, pero que no rehúye el compromiso de transformar Italia desde el poder.

El próximo 15 de marzo se constituye el Parlamento italiano y al presidente de la República, Giorgio Napolitano, le aguarda la endiablada tarea de consultar con los partidos para conformar una mayoría estable. Con toda Europa, desde los mercados a los desempleados, pendiente de Italia, las alianzas aparecen muy complicadas porque ni la aritmética (que no alcanza para un pacto entre la izquierda de Bersani y el centro de Monti) ni las coaliciones contra natura (con Berlusconi y Grillo en los extremos) tienen posibilidades. Con la negra perspectiva de nuevas elecciones o de la repetición de la fórmula de un Gobierno tecnocrático, Napolitano no debería olvidar que una mayoría de italianos que alcanza casi el 60% apuesta por un cambio. Ni desea los recortes sociales y económicos de Monti ni el regreso a la demagogia populista de Berlusconi. Por ello, Bersani y Grillo están condenados a interpretar esa voluntad de cambio. Cada uno a su manera, o tranquila o radical.

Desde hace medio siglo, la ingobernabilidad de Italia no es noticia, sino más bien una constante histórica. Se llegaron a formar coaliciones de gobierno en distintos periodos que incluían hasta cinco partidos: los llamados pentapartito. A pesar del panorama de caos y de inestabilidad que puede derivarse de estas elecciones de 2013, cabe recordar que la media de permanencia de los Gobiernos italianos apenas rebasa el año de vida desde la Segunda Guerra Mundial. Que se dice pronto. Por si este rasgo italiano fuera poco definitorio, no olvidemos que en los años noventa, fruto de la catarsis del movimiento Tangentópolis contra la corrupción, desaparecieron los dos grandes partidos que gobernaron el país durante décadas: la Democracia Cristiana y el Partido Socialista.

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