el reinado de carlos iii
Carlos III: un rey anticuado para un país en decadencia
Nada sustancial ha cambiado en el Reino Unido desde el jueves pasado. Empobrecidos por los efectos del Brexit, los británicos se preparan para un invierno difícil. Muchos tendrán que elegir entre calentarse y comer. Han subido los impuestos y el precio de la energía se ha duplicado en seis meses. Se anuncian huelgas de transporte y correos. En bares y restaurantes no encuentran camareros autóctonos. Heathrow suspende vuelos y Eurostar acumula retrasos por los nuevos controles de fronteras. La libra está en su cotización mínima anual.
Nada sustancial ha cambiado y sin embargo el país se ha asomado a un cierto abismo simbólico por la muerte de Isabel II, una jefa de Estado que ha permanecido siete décadas en un cargo meramente ceremonial. Estos días aquí se destaca su sentido del deber, apreciado por igual por monárquicos y republicanos. Dos días antes de morir, recibió en Balmoral a los conservadores Boris Johnson y Liz Truss para efectuar el traspaso de poderes. Unas horas después, llegó a firmar los primeros nombramientos del nuevo Gobierno.
Se podría decir que la Reina tuvo un empleo sencillo y monótono. Muchos dirán que ni siquiera un empleo: presidir eventos, inaugurar estaciones, recaudar fondos para causas benéficas, dirigirse a la nación un par de veces al año. Y sin embargo se las arregló para despertar la admiración casi unánime y una fascinación que sobrevivirá a su muerte. ¿Cómo explicar ese éxito?
En un mundo saturado de puntos de vista, Isabel II apenas expresó ninguno, y ese silencio ayudó a cada uno de los británicos a ver en ella lo que quería ver. Soberana de un país venido a menos, comprendió muy pronto el sentido (y el valor) de su irrelevancia. Fue una monarca pragmática y nunca un obstáculo a los cambios que sus primeros ministros quisieron impulsar.
El reinado que ahora termina pasará a la Historia por una transformación profunda que sin embargo la Reina no diseñó ni lideró. El Reino Unido liquidó los restos del imperio y se convirtió en un país más urbano, diverso e igualitario. Creó una formidable Sanidad pública (hoy desdentada por una década de recortes conservadores) y se sirvió del idioma y de la cultura para apuntalar su influencia global.
El viento cambió a finales de los años 70. La crisis del petróleo desnudó a un país cada vez más vulnerable e hizo aflorar los primeros síntomas del ensimismado aislamiento que vendría después. Llegó Thatcher y con ella la revolución neoliberal y un renovado poderío del distrito financiero de Londres. El fin del carbón empobreció al Norte de Inglaterra y la capital se convirtió en un potente imán que fue atrayendo población, inversiones y riqueza. Ni Blair ni Brown ni Cameron encontraron la forma de frenar este desequilibrio, que potenció el resentimiento contra las elites y que propició el triunfo del Brexit en 2016.
Es inútil preguntarse qué pensaba Isabel II de esta transformación sin precedentes. Nunca expresó ninguna opinión. La ficción se ha adentrado en su vida y ha revoloteado en torno a los momentos clave de su reinado. Pero el retrato de guionistas, novelistas y dramaturgos es (a la fuerza) una narración imaginaria, construida a partir de diálogos que nunca ocurrieron y sin una base sólida en la realidad.
Ese desconocimiento de la Reina engendró primero curiosidad y poco a poco se transformó en esa aura que se acrecentó década tras década y que desembocó en la admiración unánime de la vejez. Pero este proceso, potenciado por la profesionalidad indiscutible de la soberana y favorecido por las excentricidades y meteduras de pata de actores secundarios (hijos, nueras, esposo), se antoja casi imposible de repetir.
Es el momento de subrayar lo obvio: Carlos III no es Isabel II. A menudo se menciona aquello que él no tiene y que sí tenía su madre: el carisma, la fotogenia, la empatía con el pueblo llano. Pero quizás aún más importantes son las cualidades de Carlos que en cambio nunca mostró Isabel: el ego omnipresente, las excentricidades, las obsesiones innumerables, las opiniones exaltadas (y no muy bien informadas) sobre asuntos de la actualidad.
Carlos se ha distinguido por exponer sus puntos de vista y a menudo ha intentado entrometerse en decisiones políticas rompiendo su neutralidad como miembro de la familia real. En noviembre de 2001, por ejemplo, quedó para comer con el embajador de Estados Unidos y le pidió sin éxito que su ejército suspendiera los bombardeos sobre Afganistán durante el mes del Ramadán. Al inicio de este siglo hizo un amago de desafiar los planes laboristas para prohibir la caza del zorro, pasatiempo por excelencia de la aristocracia británica. Unos meses después, le escribió al Gobierno un largo memorándum solicitando que incluyera varias terapias alternativas en la oferta de la Sanidad pública británica y criticando la legislación europea que lo impedía: “[En la UE] usan una motosierra para partir una nuez”.
Este episodio subraya algunas de las obsesiones de Carlos, un tipo que adora la homeopatía y odia los pesticidas y los transgénicos, y que a menudo fantasea con viajar en el tiempo y devolver al Reino Unido a una especie de Arcadia pre-industrial. No son detalles aislados sino más bien distintos aspectos de una causa general contra la modernidad. Así lo expresó él mismo en enero de 2000 cuando se pronunció contra “la noción de que la ciencia tiene todas las respuestas”, criticó el declive de la religiosidad y proclamó: “Las probabilidades de que la vida empezara por casualidad son más o menos las mismas que las probabilidades de que un huracán sople sobre un desguace y logre ensamblar un Rolls Royce”.
Carlos lleva años adquiriendo propiedades en lugares remotos del Reino Unido y restaurándolas como parte de su cruzada para promover la arquitectura tradicional. Hace unos años llegó a comprar un caserón en Rumanía porque le pareció que los pueblos de Transilvania se asemejaban a los de la Inglaterra previa a la Revolución Industrial. Sus villanos preferidos son arquitectos de prestigio mundial como Norman Foster o Renzo Piano, autores de rascacielos que según el nuevo monarca están destruyendo el espíritu de la capital británica.
En ocasiones este celo ha empujado a Carlos a situaciones sonrojantes. Como cuando elogió en Mumbai las cualidades arquitectónicas de Dharavi, uno de los poblados de chabolas más grandes y miserables del mundo. “Sus habitantes son como hormigas que se unen de forma instintiva para crear un nido común”, dijo el nuevo monarca sobre esta favela del tamaño de la finca de su casa en la que viven un millón de personas en condiciones de pobreza extrema.
El entusiasmo por las formas de vida tradicionales se ha traducido en episodios memorables. Al heredar el caserón de la Reina Madre en Escocia, le pidió a su mayordomo que remendara las cortinas comidas por las polillas en lugar de comprar otras nuevas. Al reformar una de sus casas, se empeñó en usar lana de oveja como aislamiento y no productos químicos. Pero su entorno se vio obligado después a añadir productos químicos aún más tóxicos a sus espaldas porque la lana atraía insectos que ponían en peligro la estructura del edificio.
Entre las obsesiones de Carlos se menciona a menudo la lucha contra el cambio climático. En sus años como heredero, ha pronunciado decenas de discursos criticando la inacción de los políticos y en 2021 desveló un detalle curioso: que el combustible de su Aston Martin se fabricaba a partir de vino y queso. Esto no le ha impedido aceptar donaciones de las monarquías petroleras del Golfo (un maletín con un millón de euros, un collar de oro y rubíes para su esposa) ni fletar un avión de British Airways para recoger un premio de Al Gore en un viaje relámpago a Nueva York. A la vuelta, y sin responder a las protestas de los ecologistas, se quejó en una carta a un amigo de lo “increíblemente incómodos” que eran los asientos de primera clase y le confesó que echó mucho de menos los del jet privado en el que suele volar.
“Mi papel es preocuparme por este país y sus habitantes”, dijo en 2005 sobre sus actividades durante una entrevista con el programa estadounidense 60 minutes. “No es fácil para mí ser relevante. Es muy fácil despreciar cualquier cosa que digo. Sólo espero que cuando muera la gente lo aprecie un poquito más”.
Alguno podría pensar que la inseguridad que dejan entrever esas palabras es el fruto de la larga espera para reinar. Quienes conocen mejor a Carlos, sin embargo, subrayan que es un rasgo innato. “Tiene una enorme capacidad para sentirse ofendido”, dijo de él su profesor Eric Anderson. “No cree demasiado en sí mismo ni tiene una enorme fuerza interior. Pero tiene puntos de vista extraordinariamente arrogantes sobre cualquier asunto”, dijo sobre él Mark Bolland, el experto en relaciones públicas que le ayudó a suavizar la imagen pública de Camilla antes de casarse con ella.
La magnífica biografía de la periodista Sally Bedell Smith retrata a Carlos como un emprendedor que se ha servido de sus conexiones (y de herramientas financieras y paraísos fiscales) para multiplicar su fortuna con la agricultura ecológica, pero también como un gestor descuidado en cuyo entorno han florecido el caos, las disputas y la corrupción. Malcolm Ross, a quien fichó por consejo de su madre, recuerda por ejemplo cómo al empezar a trabajar para él se dio cuenta de que sus empleados estaban acostumbrados a quedarse hasta muy tarde en la oficina por miedo a que el Príncipe viera sus mesas vacías. “La Reina me llamó tres veces en 18 años fuera de mis horas de trabajo. Carlos me llamó entre seis y ocho veces sólo en mi primer fin de semana”, recuerda Ross.
Estos detalles ayudan a comprender quién es el hombre que se sienta ahora en el trono británico, pero no ofrecen pistas fiables sobre los aspectos más inciertos de su reinado y quizá tampoco sobre qué tipo de rey será. El propio Carlos ha sugerido que a partir de ahora se callará sus opiniones y que seguirá el ejemplo de su madre. Su objetivo principal es apuntalar el respaldo menguante de la monarquía y conectar con las nuevas generaciones: unos días antes del jubileo de junio, YouGov publicó un sondeo según el cual sólo un tercio de los menores de 25 años se pronunciaban a favor de la institución.
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Carlos III sólo tendrá éxito si establece una conexión emocional con los británicos, que hoy por hoy lo perciben como un personaje trágico, ridículo, bienintencionado, anticuado, gruñón o poco de fiar. En ese empeño puede ayudarle el glamour de su primogénito y le pueden perjudicar los escándalos de la familia y una esfera pública cada vez más incontrolable, en la que los tabloides son actores menguantes, en la que la retórica colonial crea incendios cada vez menos irrelevantes y en la que un vídeo viral puede desdentar cualquier reputación.
En todo caso esa cruzada no tendrá ninguna influencia en los enormes desafíos que debe resolver el Reino Unido: la estridente xenofobia de la esfera pública, una inflación por encima de la del resto de Europa, la triste decadencia de los servicios públicos, la amenazas secesionistas de Escocia e Irlanda del Norte y el empobrecimiento a cámara lenta propiciado por el Brexit, que lastrará durante décadas el futuro del país.
Eduardo Suárez es periodista y coautor del libro 'Little Britain', y fue corresponsal en Londres de 2007 a 2011.