Cuando Léna (nombre supuesto) se despierta, no ve nada. Una venda le cubre los ojos y tiene las manos atadas detrás de la espalda. La joven, de 22 años, ignora dónde se encuentra aunque percibe, a los lejos, ruidos y gritos. Léna tiene la impresión de que se encuentra “quizás en un sótano”. También tiene sed. El pánico se apodera de ella. Tanto que se pone a gritar. Un vigilante entra con brusquedad y la golpea con un fusil “hasta que pare”, después se va. Al día siguiente, aún privada de agua y de comida, la joven periodista grita de nuevo. Su vigilante la golpea otra vez. De tanto en tanto, la agarra para ponerle una inyección. La mujer está empapada en sudor y “pierde la noción del tiempo”. Cuando no es acosada, Léna reflexiona, piensa en lo sucedido. Se dice que tendría que haber escuchado a sus amigos.
Ellos se lo habían advertido. Donetsk, localidad situada en zona separatista prorrusa, se ha convertido en un lugar peligroso para una periodista, sobre todo si procede de Kiev. “Si nadie va allí, el mundo no sabrá lo que sucede”, les respondió. Corría el mes de mayo de 2014. Desde entonces, no hay un solo día que no lamente haber tomado esa decisión.
La primera vez que hablamos con Léna lo hacemos a través de Skype. La joven, de ojos y cabellos castaños, abandonó Ucrania y ha encontrado refugio en Alemania. Cuando empezamos a hablar y la exprisionera aparece delante de una sencilla pared blanca, lo desconocemos todo sobre la historia que nos va a contar. Su abogada, que defiende a otras exdetenidas, nos ha facilitado su contacto. Léna nunca ha hablado con nadie detenidamente de su detención –ni con los activistas pro derechos humanos, ni con los médicos, que consideraban ya su caso “suficientemente complicado”. Sin embargo, este 24 de octubre de 2016, parapetada al otro lado de la pantalla del ordenador, nerviosa, la mujer se decide a hablar.
Después de unos días atada en el sótano, sufrió su primer “interrogatorio”. Cuando los que la interrogaban descubren, en su cámara de fotos, imágenes de la revolución de Maidán –ese movimiento de protesta nacido en Kiev que condujo a la caída del presidente Yanukóvitch a principios de 2014– la mantienen en aislamiento. Los vigilantes se convirtieron poco a poco en torturadores y la golpean… en la cabeza y en el vientre, no sólo con los puños, también con su cámara. El mensaje es claro: ése es el precio que debe pagar por haber hecho fotos. Y como no basta para que Léna hable –no tiene mucho que confesar–, los hombres llevan a otro detenido: “Si no respondes, ¡el que va a cobrar es él!”. Las palizas duran dos o tres horas cada vez.
“Perdí el conocimiento varias veces”
Más que los golpes recibidos durante los interrogatorios, lo que la angustia es el miedo a ser violada. Las primeras caricias la dejan petrificada. “En la celda, los vigilantes me tocaban el pelo, me manoseaban. A veces me decían: ‘Ven, vamos a jugar’. Durante un interrogatorio, un hombre me abrió la camisa, me puso una mano en la mejilla y otra en el cuerpo. Estaba aterrada”.
Habían transcurrido casi dos semanas cuando una mañana se despertó sin la venda en los ojos. Vinieron a buscarla dos vigilantes, que la condujeron a una habitación nueva para ella. En el centro, había colchón. Uno de los jefes se encontraba allí, tumbado. Los soldados la metieron en la sala. “Toma, una mujer para que te diviertas”. Léna les suplica entonces que no la toquen. Inútil. La desnudaron entre tres o cuatro: “Y, después, empezaron a violarme. Primero los hombres de negro, los jefes; después, los hombres de verde”. Al otro lado de la pantalla, Léna deja de hablar, bebe un trago de agua y, a continuación, respira profundamente. Cuando reanuda el relato, habla a trompicones. “Ese día, lo hicieron ocho por lo menos. Perdí el conocimiento varias veces. Me echaban cubos de agua fría en la cara para despertarme”.
Cree que los hombres de negro eran rusos y chechenos, por el acento; los del uniforme verde, ucranianos. “Entraban, salían, me echaban humo de cannabis en la cara para despertarme. Bromeaban, escuchaban música…”. Sus violadores, cansados, terminan por abandonarla, medio desnuda, con el cuerpo magullado reposando sobre el suelo frío de una habitación vacía. Le traen comida, que no se come, y ropa, que no se pone. Cuando la llevan a su habitación, había anochecido. Léna fue liberada al día siguiente.
¿Por qué aguardaron al último día para violarla? Una frase, pronunciada por uno de sus verdugos, no deja de darle vueltas en la cabeza. “Me dijeron que nadie quería pagar por mi liberación, ni mi familia, ni el Estado. No tenía nada que les interesase, ni información, ni dinero…”. ¿Sus carceleros quisieron cobrarse de otro modo? ¿Los milicianos separatistas quisieron que se rompiese antes de soltarla, asegurarse de que no volvería, cámara de fotos en ristre, a contar lo que pasaba en el lado de los separatistas? Casi tres años después de aquellos hechos, la periodista inconformista no es ni la sombra de lo que fue e ignora si, un día, encontrará respuestas a sus preguntas.
Violaciones a cambio de información
El caso de Léna no es aislado. En Ucrania –donde desde hace casi tres años Kiev se enfrenta, en el este del país, a los rebeldes prorrusos o, según algunos, a enviados de Moscú, que no reconoce la participación de fuerzas regulares– el número de agresiones sexuales parece haber aumentado notablemente. Según el informe Douleur silencieuse [Dolor silencioso], publicado en febrero pasado por la plataforma de ONG Justicia para la paz en el Dombás, una de las pocas organizaciones que se ha preocupado por la cuestión, un tercio de los entrevistados (sobre todo civiles y soldados detenidos) menciona episodios de agresiones sexuales. “La violencia alcanza niveles de gravedad insoportables” pero “parece que se denuncia poco y que las autoridades miran para otro lado”, se lee en el informe. Estas agresiones, cometidas fundamentalmente entre la primavera de 2014 y el verano de 2015, que afectan tanto a hombres como a mujeres, a veces alcanzan un grado de violencia extrema. Los autores han recabado el testimonio de dos mujeres a las que perforaron el pecho con un destornillador y el de un hombre violado con un taladro. Amenazas, desnudez forzada, descargas en los órganos sexuales, mutilaciones o violaciones, en la Ucrania en guerra, la realidad de las violencias sexuales es múltiple. Según nuestras investigaciones y a tenor de los primeros informes publicados, a menudo se producen en centros ilegales de detención (antiguas cárceles, edificios militares o administrativos, casas o fábricas requisadas o incluso en escuelas y sótanos).
¿Cuál es el perfil de las víctimas? Combatientes, opositores confesos o sospechosos de simpatizar con la oposición, incluso minorías étnicas, religiosas y sexuales. Pero algunas víctimas simplemente se encontraban en el momento equivocado, en el lugar equivocado. Son pocas las que –y todavía menos numerosos los que– se atreven a testificar: “Es demasiado pronto para la mayoría, que se niega a abordar el asunto”, sintetiza Anna Mokrousova, psicóloga en El pájaro azul, ONG que presta apoyo a antiguos detenidos, después de haberse entrevistado con más de 300 civiles detenidos. Para Anna, que también fue amenazada con ser violada durante el tiempo que permaneció retenida, la sociedad ucraniana marcada por la guerra “no está lista” para escuchar los relatos de las víctimas: “Es complicado aceptar a los que están todavía más traumatizados que uno mismo”. En ese contexto, prosigue, los únicos casos que atraen la atención “son los que destaca la propaganda, no los auténticos”.
Porque este conflicto ucraniano se libra en los periódicos tanto casi como en el frente. Para ganar la batalla espiritual, los medios de comunicación de los dos bandos, no dudan en esgrimir la violación como arma de guerra utilizada por el enemigo. Las páginas web de información prorrusas y ucranianas recogen con todo lujo de detalles casos de torturas sexuales, violaciones múltiples o violaciones de menores, fotos ilustrativas de pésimo gusto y falsos testimonios pagados como forma de apoyo. Una propaganda que es ampliamente difundida en las redes sociales también, en especial por un ejército de trolls al servicio de Moscútrolls que siembra el odio tanto como el descréditos sobre las palabras de las verdaderas víctimas. Porque, detrás de las fabulaciones, se esconde una realidad que nada tiene que envidiar en ocasiones a los relatos de la propaganda. Y si las violaciones denunciadas parecen más numerosas en los territorios separatistas, al otro lado del frente, en la Ucrania controlada por las fuerzas de Kiev, también se tremendas atrocidades.
Reconcomido por la culpa
Entrevistamos a Vadim (nombre supuesto) el 7 de octubre de 2016 en un rincón oscuro de un bar desierto, muy cerca del centro de la capital ucraniana. Cabeza afeitada y rostro pálido, este veterano de un batallón pro Kiev bebe nerviosamente un café con leche. No ha sido fácil concertar la entrevista; este hombre, flaco, de unos 30 años, tiene mucho miedo a las represalias de sus excompañeros de batallón. Casi tres años después, todavía no ha superado los actos de agresión sexual de que fue testigo.
Vadim, después de que Rusia se anexionase Crimea, decidió, a principios del verano de 2014, irse voluntario al frente. Tras una corta estancia en una unidad “demasiado violenta”, termina por alistarse en Aidar, un batallón de voluntarios pro Kiev de pésima reputación. En aquel momento, los batallones de voluntarios eran más numerosos que el Ejército regular mal equipado, falto de personal y corrupto, el grueso de la defensa ucraniana.
Desembarca cerca de Shchastya, a unos kilómetros de la línea del frente. Esta vez, la guerra sí se libraba allí. A Vadim le encomiendan la vigilancia de los edificios de la base –una antigua escuela de Policía– donde permanecen detenidos los prisioneros. Desde allí observa cuanto sucede: “Cuando los soldados vuelven del frente, en estado de shock y muy a menudo borrachos, a menudo bajan a los sótanos a desahogarse con los detenidos”.
Desde las torres vigía, Vadim asiste, impotente, al estallido de violencia. Al otro lado de la puerta, escucha gritos y ruidos de golpes. Pero hay un grito que nunca olvidará. Un día, al voluntario le encomiendan que vigile, solo, un edificio en el que, según le han dicho, está encerrada una mujer sospechosa de ser una francotiradora separatista porque “llevaba un pasamontañas” (la figura de la francotiradora de élite es un mito habitual en los conflictos posteriores a la caída de la Unión Soviética y que legitima, a menudo, las agresiones sexuales como forma de venganza). Uno de los mandos entra entonces en el edificio. Antes de proseguir con el relato, el exsoldado se aclara la garganta. “Unos minutos después, escuché a la mujer gritar: ‘¡No, no, no hagas eso!”. Los otros sonidos que salen del interior no dejan lugar a dudas: “Creo que estaban violándola”. Vadim la vio al día siguiente y percibió que “caminaba con dificultad”.
Dos años después, reconcomido por la culpabilidad, vuelve a pensar en lo que tendría que haber hecho para impedir lo que escuchó. Para redimirse, algún día piensa dar datos claves de esta historia –nombres, lugares, detalles– a un eventual tribunal internacional. Un tribunal de Justicia que no deberá juzgar sólo los crímenes cometidos durante la detención. En la zona de conflicto, sobre todo en los check-points se materializan también las presiones que se ejerce sobre las mujeres. En las barreras, hay soldados que proponen a las mujeres vía libre a cambio de favores sexuales, según varios testimonios recabados.
En febrero de 2017, un informe del Alto Comisariado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos sobre las agresiones sexuales en Ucrania informaba de la violación que sufrió una ciudadana de Donetsk, ciudad emblemática de la rebelión prorrusa, detenida por los miembros del batallón separatista Vostok en un check-point por incumplir el toque de queda. “La llevaron en coche a lo que la mujer cree que era un puesto de Policía ocupado por el batallón. Durante tres horas, la golpearon y violaron varios hombres del batallón”. La soltaron al día siguiente.
Prostitución de menores
Cerca de Donetsk se encuentra la pequeña localidad de Krasnohorivka, en territorio controlado por las fuerzas de Kiev, a 3 kilómetros de las líneas enemigas. Cristales rotos, techos hundidos, impactos de bala: aquí los restos de la guerra son visibles por doquier. A lo lejos, se escuchan los silbidos de las balas y los disparos. Aquí, los soldados están en su casa.
Una mañana de mediados de octubre de 2016, un equipo de voluntarios traía algo de alegría a los adolescentes. Algo apartada, una de las voluntarias, Elena Kosinova, reconoce casi entre susurros que en la ciudad, hay mujeres que se ven obligadas a prostituirse con los soldados. En especial, “madres abandonadas que ahora tienen una vida dura” o “chicas o mujeres de malas familias que no buscan necesariamente dinero, sino comida”. Elena se apresura a precisar que esta prostitución de miseria se efectúa “sin violencia”.
Cerca de otra escuela de la localidad conocemos a Génia, de 16 años. Muy maquillada, cabello decolorado, que cubre con una capucha rosa, da una calada a un cigarrillo y niega ser “de esas chicas que van a ver a los soldados”. Para referirse a los intercambios sexuales, de pago o no, habla de “falsas historias de amor” entre los militares y chicas de la zona, pero “no quiere verse mezclada con todo eso”. Entre calada y calada, termina por decir que al menos tres de sus amigas “se ven” con soldados. Génia también añade que ha oído hablar de una “veintena” de relaciones de chicas de su edad, que van a los check-points para verse con soldados que están buscando continuamente a “niñas menores”.
Para Ilya Bogdanov, ex del FSB (los servicios secretos rusos) que se pasó al enemigo, a las filas del grupo paramilitar ultranacionalista Pravy Sektor y con quien nos entrevistamos en un parque de Kiev, estas derivas son fruto del alcoholismo existente el frente. Son zonas que el exsoldado califica –habla sin rodeos y choca por su apariencia juvenil– de “basura biológica”, donde niñas de 13 o 14 años beben con los soldados y a menudo acaban por “follar con ellos”. “A pesar de que son todavía unos niños”, añade Ilya. Hasta donde él sabe, “los mandos no decían nada”.
Tabú social
En el lado ucraniano, en las zonas situadas cerca del frente, en 2016, sólo el 30% de las fuerzas policiales estaban aún operativas, según el informe In Search of Justice, publicado por el Centro de Libertades Cívicas de Kiev en 2016. Pero para estas jóvenes de Krasnohorivka, como para la mayor parte de las víctimas de agresiones sexuales en Ucrania, el miedo a las represalias y la vergüenza son más fuertes, por lo que ni se plantean denunciar. Antes incluso del estallido del conflicto, los supervivientes de una violación ya estaban atadas de pies y manos: “Aquí, hay una fuerte cultura de culpabilizar a las víctimas; te dicen que es culpa tuya, que no tenías que vestirte así, ni beber demasiado”, lamenta Nastya Melnychenko. Esta joven, en la treintena, víctima también ella de una agresión sexual hace varios años, lanzó en 2016 en las redes sociales, en Ucrania y en Rusia, la campaña #NoTengoMiedoDeDecirlo con el fin de promover la denuncia. Sin embargo, la activista hace una constatación desoladora: “Aquí, el único modo de evitar los riesgos de violación y de agresión sexual es no naciendo mujer”.
Aquéllas que logran armarse de valor para acudir a la Policía ven cómo a menudo la denuncia termina por convertirse en una pesadilla. A veces no sólo la Policía también es culpable de agresiones sexuales, sino que puede suceder que los oficiales y los soldados acusados presionen a las víctimas para que éstas retiren la denuncia.
En la comisaría del lado separatista no se movió un dedo para apoyar a Léna, la periodista ucraniana. La mujer, que logró “armarse de coraje para contar lo que [le] había pasado, excepto la violación”, vio como un lugarteniente la castigaba co una sonrisa de desprecio: “No podemos hacer nada por ti”. Cuando la mujer pidió un teléfono para contactar con personas de su confianza, se lo negaron señalándole la puerta de salida. Sucedió en Donetsk, en la primavera de 2014. Desde entonces, ha habido pocos cambios en estas zonas controladas oficialmente por los rebeldes y oficiosamente por Moscú. Las víctimas de las agresiones sexuales tienen pocas esperanzas de lograr la reparación de los perjuicios ocasionados.
En las Repúblicas Populares de Donetsk (RPD) y de Lugansk, las estructuras ucranianas ya no funcionan y progresivamente han ido dando lugar a una justicia paralela, en la que falta personal, financiación y que es opaca. Un caos que explica, en opinión de algunos activistas, que las agresiones hayan ido en aumento –supuestamente– en las filas de los separatistas, aunque se cometen en ambos bandos: “El territorio sólo está bajo control de las armas y de los criminales, mientras que en Kiev siempre ha habido un Estado y fiscales. La tortura, incluidas las agresiones sexuales, allí han formado parte de las políticas con las que se amenaza a la población”, analiza Volodymyr Shcherbachenko, coordinador del informe Dolor silencioso. Puestos en contacto con ambas repúblicas en el marco de esta investigación, tanto en Donetsk como en Lugansk se nos ha impedido el acceso a sus territorios sin mayores explicaciones.
Soldado, circunstancia atenuante
Y ¿ las regiones controladas por Kiev? La impunidad es menor, pero el Gobierno no está en condiciones de ofrecer a los supervivientes perspectivas reales de justicia. Sobre todo cuando sus verdugos son sus propios hombres, como sucede con el violador de Anna (nombre supuesto), de 17 años.
La joven, de tez clara y largos cabellos rubios, se siente traicionada. Se guarece de la lluvia en un coche estacionado junto a una residencia de estudiantes, en la zona industrial de Kiev. Anna sigue sin comprender la sentencia que dictó un juez de Ivankiv, ciudad de la región de Kiev. Dos años de libertad condicional y una multa de 100 euros para el acusado de sodomizarla. En el derecho ucraniano, la sodomización no se considera un delito de violación por lo que la pena prevista en el Código Penal es de 3 a 7 años de cárcel, frente a los 7 a 12 años con que se castiga la violación de un menor. El hombre en cuestión, un militar de una unidad de protección fronteriza, se encontraba en el momento de los hechos en el cuartel de Mlachivka –la localidad de origen de Anna, a un centenar de kilómetros al norte de Kiev– pero participó en los combates al Este del país. En la sentencia dictada en 10 de junio de 2016, figuran como circunstancias atenuantes: “La participación en las operaciones antiterroristas en el este” (el nombre con que Kiev designa el conflicto del Este). Una decisión similar al derecho de pernada para aquéllos a los que Kiev considera héroes.
“El espíritu nacionalista es muy fuerte [en Ucrania]”, dice Simon Papuashvili, coordinador de proyectos de la ONG Asociación Internacional para los Derechos HUmanos. “En situaciones como éstas, donde el país se ve atacado por un país vecino, los que defienden la patria son vistas como héroes”.
La Fiscalía ha recurrido pero la sentencia final confirma la libertad condicional durante dos años; en cuanto a la multa, ahora asciende a 3.500 euros de indemnización. La familia de Anna quisiera encontrar las fuerzas necesarias para contestar de nuevo la decisión judicial: “Estamos agotados, mi hija no puede más con todo este proceso”, nos confiaba la madre de Anna a principios de marzo. El 13 de octubre de 2016, el juez que dictó la controvertida decisión declinaba hacer cualquier tipo de declaración.
Y las autoridades de Kiev –que no obstante adoptaron en febrero de 2016 un plan de acción nacional para mejorar la protección y la toma en consideración de las mujeres en el marco del conflicto– no parecen más duras cuando los crímenes se producen en la zona de conflicto. Las estadísticas proporcionadas en noviembre de 2016 por la oficina del fiscal general hablan por sí mismas: sólo se abrieron siete investigaciones por delitos de agresión sexual relacionado con el conflicto y tres de los casos se cerraron por falta de pruebas. Por su parte, la ONG Justicia por la paz en el Dombás calcula que hay más de 200 víctimas.
Desde la Oficina del fiscal general confirman que desde el 7 de febrero de 2017 se está llevando a cabo una nueva investigación preliminar, por violación, supuestamente cometida por “un soldado de la unidad C”.
¿Acaso las autoridades ucranianas no tienen interés en investigar más? Podría parecer incluso que sus propios servicios secretos están implicados. Al menos es lo que parece desprenderse del testimonio de un antiguo detenido que pasó por las cárceles del SBU (servicios ucranianos de inteligencia) al que hemos tenido acceso. El reciente informe de la ONU señala también se han cometido agresiones sexuales “sobre todo contra individuos, hombres sobre todo, detenidos por los servicios secretos ucranianos (SBU) y los batallones de voluntarios”. Al otro lado de la línea del frente, los servicios secretos –fundamentalmente rusos– no se quedan atrás, tal y como nos confirmaba un exdetenido por los separatistas que hacía mención a la presencia, entre los mandos de “miembros del FSB” en este lugar donde “se cometían agresiones sexuales” y donde “explotaban a prostitutas”.
La falsa esperanza de una Justicia internacional
En este casi desierto judicial, sólo hay un motivo para el optimismo: la Justicia internacional. Ésa es la esperanza que alberga Alisa, joven realizadora de documentales, violada en Kramatorsk, hace tres años, por un hombre supuestamente un exoficial ruso, y con quien nos entrevistamos el pasado 9 de octubre en su apartamento de Kiev.
Alisa da muestras de un valor poco frecuente en la Ucrania actual: quiere que todo el mundo lo sepa. La joven está dispuesta a llevar su caso hasta el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos. “Si lo hago, no es por venganza personal, sino más bien por el resto de mujeres que han pasado por lo mismo que yo”, asegura. De los 3.000 casos actualmente abiertos por atentar contra los derechos humanos en Ucrania, no hay ninguno relacionado con las agresiones sexuales. Por lo que Alisa puede convertirse en la primera en denunciar. El TEDH no tiene capacidad para dictar orden de detención contra los culpables, pero las víctimas pueden ser reparadas por los perjuicios causados.
La Corte Penal Internacional es la única que puede condenar a los criminales de guerra cuando éstos no pueden ser juzgados en sus países. Para Alisa un juicio internacional magnitud “es la única salida”, asegura. El único, sin lugar a dudas, dado el estado de la Justicia en Ucrania y el acceso imposible de las autoridades a las zonas separatistas. Lo bueno, está por ver. Aunque Ucrania todavía no se encuentra entre los firmantes del Estatuto de Roma (que dio origen a la Corte Penal Internacional), la CPI tiene competencias para investigar los crímenes sucedidos el país, también en los territorios separatistas, con independencia de la nacionalidad de los supuestos criminales: ucranianos, rusos etc. Ante la perspectiva, varios activistas llevan meses recabando testimonios de víctimas de agresiones sexuales y han empezado a remitirlos a la CPI, que asegura en un e-mail del 9 de marzo no encontrarse, a día de hoy, en condiciones de poder “determinar factualmente” la veracidad de los casos de los que ha sido informada”.
Las posibilidades de que se celebre un juicio son muy pocas, sobre todo por que los plazos son muy largos: una década como mínimo hasta el eventual judicial. “Va a llevar mucho tiempo, quizás 10 o 20 años. Si todo va bien, podríamos obtener una orden de detención contra Vladimir Putin, por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad”, se entusiasma Simon Papuashvili, que ya ha llevado a la Corte unos 300 casos de torturas en el marco del conflicto (ninguno de ellos por agresión sexual) y que prepara otros 400. “Pero el problema es que Rusia, al ser Estado integrante [de la CPI], no está obligada a cooperar con la Corte, por lo que si se emite una orden de arresto contra ciudadanos rusos, Rusia muy probablemente se niegue a entregar a sus ciudadanos a la Corte y ahí la Corte no tendrá derecho alguno a intervenir”.
Para Olexandr Pavlichenko, uno de los coautores del informe Dolor Silencioso, Rusia supuestamente se encuentra depurando responsabilidades: cada vez son más los jefes de guerra que desaparecen en “misteriosos asesinatos”, que en su opinión no son sino “maniobras a penas disfrazadas por Rusia para limpiar la memoria”. Teme que de aquí a uno o dos años, estos criminales hayan desaparecido “y con ellos cualquier posibilidad de aclarar lo sucedido”.
Alisa no se desanima y ha decidido actuar. Para romper el silencio en torno a estas agresiones, ha montado una performance teatral, que se ha representado dos veces en Ucrania y una vez en Berlín. Interpreta su propia detención, incluida la violación, llegando a desnudarse en el escenario. La experiencia es intensa... No sólo para ella : “Algunos espectadores lloran durante la representación. A la larga, la violencia de nuestra guerra termina convirtiéndose en meros datos estadísticos. En el escenario, la sienten en directo”. ________________
Ilioné Schultz con información de Marie-Alix Détrie y de Maria Varenikova
infoLibre forma parte del proyecto internacional Zero Impunity (Impunidad Cero). Este consorcio, integrado por varios medios de comunicación internacionales, documenta y denuncia la impunidad que ampara a los autores de agresiones sexuales en conflictos armados.
El pasado 29 de enero, Zero Impunity fue galardonado con el primer premio Smart FIPA, que otorga el Festival Internacional de Programas Audiovisuales (FIPA) y que promueve la creación digital con el fin de anticipar "el futuro del audiovisual apostando por la escritura, las nuevas tecnologías y el talento futuro".
Este consorcio publicará seis investigaciones que desentrañan los mecanismos de impunidad existentes en el seno de nuestras instituciones públicas, de nuestras organizaciones internacionales e incluso de nuestros Ejércitos. Además, Zero Impunity es un trabajo de investigación que incluye una verdadera acción ciudadana.
infoLibre publica en exclusiva en España dichas investigaciones, que se pueden consultar en estos enlaces:
2. Estados Unidos y la violencia sexual como método de tortura
Ver másUcrania, otra vez al borde del caos: manifestantes liberan al líder opositor tras ser detenido por la Policía en Kiev
3. La violación de menores o los otros crímenes de guerra del régimen sirio
4. La ONU, incapaz de reprimir los escándalos sexuales en misiones internacionales
Traducción: Mariola Moreno
Cuando Léna (nombre supuesto) se despierta, no ve nada. Una venda le cubre los ojos y tiene las manos atadas detrás de la espalda. La joven, de 22 años, ignora dónde se encuentra aunque percibe, a los lejos, ruidos y gritos. Léna tiene la impresión de que se encuentra “quizás en un sótano”. También tiene sed. El pánico se apodera de ella. Tanto que se pone a gritar. Un vigilante entra con brusquedad y la golpea con un fusil “hasta que pare”, después se va. Al día siguiente, aún privada de agua y de comida, la joven periodista grita de nuevo. Su vigilante la golpea otra vez. De tanto en tanto, la agarra para ponerle una inyección. La mujer está empapada en sudor y “pierde la noción del tiempo”. Cuando no es acosada, Léna reflexiona, piensa en lo sucedido. Se dice que tendría que haber escuchado a sus amigos.