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Un año del presidente Obrador: una política social popular, pero problemas para frenar la violencia endémica

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Andrés Manuel López Obrador (AMLO) es un hombre ocupado. “Trabajo 16 horas al día en lugar de ocho”, le gusta decir, “para cumplir con dos sexenios en uno”. Dada la magnitud de los cambios que prometió cuando llegó al poder, hace apenas un año, el riesgo de creer que es necesario es grande.

Elegido en julio de 2018, López Obrador asumió la Presidencia el 1 de diciembre de 2018. Logró canalizar la voluntad de los mexicanos de alternar el partido en el Gobierno, hastiados por décadas de ejecutivos del PRI (Partido Revolucionario Institucional, que gobernó México durante 71 años) y del PAN (Partido Acción Nacional, derecha), instalados en el clientelismo y la corrupción desenfrenada que han marcado sus administraciones.

Mientras la izquierda lucha por encontrar una nueva vida en América Latina, "AMLO", como se le conoce en México, ha llegado a ponerse a la cabeza del país con libertad para dar un giro de 180 grados, poniendo fin a una política neoliberal cuyos beneficios la mayoría de los mexicanos nunca han visto. El presidente goza de la confianza inquebrantable de la población -su tasa de popularidad sigue siendo alta-, una oposición diezmada y una mayoría absoluta en ambas Cámaras del Parlamento, gracias a una coalición heteroclita que combina a la izquierda y a los evangelistas, que ha permanecido unida hasta ahora. Una oportunidad histórica.

A sus 66 años, este hombre, nacido en el estado de Tabasco (sur de México), con su peculiar dicción y que viste trajes de grandes, encarna el cambio, si no la modernidad. En su agenda, nada menos que una "cuarta transformación" que se supone que unirá los tres primeros hitos de la historia mexicana según la izquierda nacionalista: independencia, reforma y revolución. AMLO prometió poner fin a la corrupción y su corolario, la impunidad, que azota a México. Aseguró que controlará la violencia desenfrenada del país –en 2018 se cometieron 33.000 homicidios, el año más violento– y que dará prioridad a los más pobres en un país con una desigualdad sin precedentes.

Pero la propensión del jefe de Estado a celebrar el cambio antes de que los mexicanos puedan percibirlo hace temer, a algunos, que simplemente restaure la imagen del país sin abordar los problemas de fondo. “El único obstáculo de López Obrador es la realidad”, señala Juan Pablo Galicia, politólogo de la Universidad Modelo de Mérida.

En un esfuerzo por marcar, ante todo, el final de una época y el comienzo de otra, el presidente puso a dieta al aparato burocrático del Estado tan pronto como llegó al poder. Ha cerrado los grifos de las organizaciones de la sociedad civil, a las que ve como máquinas de malversar dinero, reorientando el presupuesto hacia generosos programas sociales para los más vulnerables, olvidados en las últimas décadas en un país donde el 42% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza. Las pensiones se han duplicado, el salario mínimo está aumentando por tramos, las microempresas están recibiendo préstamos sin intereses y los pequeños agricultores pronto dispondrán de precios garantizados.

Esta política social tiene la ventaja de convertir las promesas impalpables del presidente en moneda contante y sonante, aunque siga siendo "poco innovadora", señala Carlos Illades, historiador especializado en la izquierda mexicana. A juzgar por la falta de movilización social en México, a medida que las manifestaciones se han ido extendiendo por todo el continente en los últimos meses, el argumento ha sido convincente.

Sin embargo, desde un punto de vista económico, el barómetro está lejos de ser positivo. El presidente ha anunciado que tiene como objetivo un crecimiento del 4%, pero actualmente está próximo al punto muerto. Los círculos empresariales, que desconfían de este presidente de izquierdas que ha declarado de directamente "el fin del neoliberalismo" y desprecia la inversión pública, se muestran cautelosos.

Nada volverá a ser igual, prometió el presidente. Hay que verlo, y rápido, aunque signifique forzar un poco el populismo. Para hacer frente a la corrupción, AMLO ha estado enviando muchas señales desde que llegó al poder. Además de la cura de austeridad de su Gobierno, desempolvó las habituales subastas de propiedades confiscadas por el Estado cambiando el nombre del organismo que las engloba "Instituto para devolver al pueblo lo robado". De vez en cuando, bajo una gran carpa blanca instalada en los jardines de Los Pinos –la antigua residencia presidencial que AMLO también "devolvió al pueblo" transformándola en un centro cultural–, se subastan coches, mansiones y joyas, y no hay que olvidar mencionar, si es necesario, que han sido confiscados a funcionarios corruptos o a narcotraficantes. Antes de cada venta, el presidente indica a qué pueblo pobre se destinará el dinero.

“Más que grandes ideas para fortalecer el país y sus instituciones, AMLO tiene una visión muy moral del cambio que quiere traer”, observa Carlos Illades. “Una visión arcaica, pero que ha encontrado su público.... ¡ser capaz de transmitir con éxito mensajes simplistas es el sueño de todo político! “.

Y funciona. Según el barómetro de Transparencia Internacional, el 61% de los mexicanos cree en 2019 que el Gobierno está haciendo un buen trabajo en la lucha contra la corrupción, en comparación con sólo el 24% en 2017, cuando su predecesor Enrique Peña Nieto estaba en el poder. Sin embargo, AMLO no ha pisoteado el hormiguero, con la excepción de un exministro acusado de malversación de fondos y encarcelado, por ejemplo. "El peligro", advierte Ricardo Alvarado, de la ONG anticorrupción mexicana, "es que el discurso binario del presidente sobre los buenos y los malos lo lleva a creer que su llegada al poder es suficiente para garantizar el fin de la corrupción y la exención de medidas estructurales". 

Este presidente, a quien le quedaría como un guante máxima “El Estado soy yo”, da muestras de un “suave autoritarismo”, según Illades. “AMLO ve ahora los contrapoderes, que consideraba necesarios para los demás presidentes, como obstáculos para su trabajo”, dice el politólogo Juan Pablo Galicia. En varias ocasiones, el presidente ha colocado a su escolta en posiciones en las que se habría requerido independencia. Más recientemente, Rosario Piedras Ibarra, leal defensora del Presidente, aterrizó en la dirección de la Comisión Nacional de Derechos Humanos.

Quien no está con él está contra él. El presidente no tiene palabras lo suficientemente duras para “los conservadores”, una noción global que incluye a cualquiera que cuestione su proyecto. Los periodistas sufren regularmente las consecuencias, un discurso peligroso en un país donde 13 de ellos han sido asesinados sólo este año.

"La gente lo apoya porque no se parece a otras políticas"

El presidente prefiere mantener una línea directa con los mexicanos. Es a ellos a quienes dirige sus conferencias matutinas, que convoca todos los días a las siete de la mañana ante un público integrado por periodistas somnolientos. Durante dos horas, dibuja un México de ensueño, donde la gente es "feliz, feliz, feliz, feliz, feliz", excepto los viernes, cuando visita las comunas más remotas del país. "AMLO se comporta como si todavía estuviera en campaña", observa Galicia. "La gente lo apoya porque no se parece a otras políticas. Gracias a ello, goza de un alto grado de aceptación por parte de la población", dice Illades. 

Sin embargo, sus reservas van a ir a menos, predice el historiador. "Con su abanico de programas sociales, AMLO derribó todas las cartas a la vez. Pero la falta de resultados está empezando a pesar. Le llevará otros cinco años, durante los cuales le queda poco que ofrecer para apaciguar a la población", diagnostica.

La armadura del presidente ya se está agrietando. Su popularidad no resistió el desafío de la violencia, que amenaza con engullir al país. A mediados de octubre, el cártel de Sinaloa incendió la ciudad de Culiacán (parte occidental del país) para conseguir la liberación de uno de los hijos de Chapo Guzmán, Ovidio, capturado por las autoridades en un operativo mal preparado. 14 personas murieron, entre ellas cuatro civiles, en enfrentamientos entre la delincuencia organizada y las fuerzas armadas. El hecho de que las autoridades federales no dieran una explicación clara de los hechos le costó al presidente diez puntos en las encuestas de opinión.

Sin embargo, el presidente mexicano había hecho el diagnóstico correcto, coinciden los expertos: poner fin a la guerra frontal y militarizada contra los cárteles de la droga. Puesta en marcha hace 12 años por el presidente de derechas Felipe Calderón, el único resultado de la estrategia fue sumir a México en una espiral de violencia de la que el país es incapaz de salir hoy. Al negarse a combatir "el fuego con fuego", AMLO ha confiado en sus programas sociales para erradicar las raíces de la violencia, según él: la pobreza y la desigualdad.

En su afán por desmarcarse se de sus predecesores en esta materia, el presidente ha descuidado su política de seguridad a corto y medio plazo, señala Francisco Rivas, al frente de la ONG Observatorio Nacional Ciudadano. "AMLO considera que cualquier uso de la fuerza es equivalente a la represión", suspira. El recrudecimiento de la violencia en los últimos meses, en forma de ofensivas hechas a medida para los titulares de los periódicos, sugiere que los grupos delictivos han recibido el mensaje. “Han encontrado más margen de maniobra, lo que ha permitido que todo un mosaico de conflictos regionales se deteriore aún más”, dice Falko Ernst, analista de seguridad de la ONG International Crisis Group. Los civiles pagan  el pato: mientras el país aún estaba digiriendo el asalto diurno en Culiacán, tres mujeres y seis niños de una comunidad mormona fundamentalista binacional (mexicana y estadounidense) eran masacrados a principios de noviembre por un grupo criminal en el norte de México.

Estos hechos despiertan en México el fantasma de los métodos de guerra, especialmente cuando la fuerza policial creada por López Obrador, la Guardia Nacional, presenta características militares que contradicen su discurso pacifista. Un reciente informe de Amnistía Internacional, titulado "Cuando las palabras no bastan", también da la voz de alarma por la falta de progreso en materia de derechos humanos bajo el mandato de López Obrador. Este temor se ha visto reforzado por las últimas declaraciones de Donald Trump, que exigió una "guerra" contra los cárteles que califica de "terroristas".

Porque si bien AMLO siempre ha mostrado una total indiferencia hacia la política exterior -se saltó el G20 el pasado mes de junio y se jactó durante mucho tiempo de no tener un pasaporte actualizado-, el jefe de Estado no podía escapar a la advertencia de su poderoso vecino del norte. En junio, después de un agresivo chantaje sobre los derechos aduaneros, Estados Unidos obligó a México a cambiar la política migratoria humanista que AMLO había soñado por una militarización de sus fronteras, donde las detenciones y deportaciones de migrantes son ahora obligatorias.

Después de tragar sapos sin rechistar, el presidente se consoló recibiendo en México a un Evo Morales acorralado en Bolivia, confirmando su reputación de paraíso de izquierdas en el exilio. Recién elegido al frente de Argentina, el peronista Alberto Fernández se desplazó para tomarle la temperatura a México antes de asumir el cargo. Para el politólogo Juan Pablo Galicia, el jefe de Estado pronto podría dedicar más tiempo a la política exterior: "Cuando las cosas no van bien en tu casa, nada mejor que viajar por el mundo para dar buena imagen. Es una cortina de humo perfecta. Y AMLO es un experto en la materia". _________Traducción: Mariola Moreno

El presidente de México califica de "inmundicia" las actividades delictivas del rey Juan Carlos

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Andrés Manuel López Obrador (AMLO) es un hombre ocupado. “Trabajo 16 horas al día en lugar de ocho”, le gusta decir, “para cumplir con dos sexenios en uno”. Dada la magnitud de los cambios que prometió cuando llegó al poder, hace apenas un año, el riesgo de creer que es necesario es grande.

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