Asesinos invisibles de personas invisibles: las lecciones de la ola de calor de Chicago de 1995

Apertura de un cuartel general para la ola de calor con personal de enfermería profesional, movilización de más ambulancias, creación de decenas de centros de frío, acuerdo con las empresas de taxis para transportar a los ancianos a estos lugares frescos, contratación de agentes informativos para ir de puerta en puerta...
¿Es este el plan del gobierno de Elisabeth Borne, primera ministra de Francia, para la ola de calor de julio de 2022? No, es la política del Ayuntamiento de Chicago a finales de julio de 1995 para proteger a sus residentes más vulnerables. Estos pocos días de ola de calor sólo causaron dos muertes en la ciudad estadounidense.
Pero dos semanas antes, una explosión de temperaturas –hasta 41°C durante el día– mató a 700 personas en una semana. La ola de calor fue una de las más mortíferas de la historia de Estados Unidos. Veintisiete años después, ¿cuáles son las instrucciones dadas por el gobierno francés para protegerse del impacto de unas temperaturas que alcanzan niveles sin precedentes (40,5 grados en Nantes y 41,7 en Biscarosse medidos el 18 de julio por Météo France)? Manténgase "absolutamente vigilante", "adopte los reflejos adecuados" como mantener la calma y preocuparse por sus mayores, y llame a un número de teléfono gratuito, al que sólo se puede acceder entre las 9 y las 19 horas. El Ayuntamiento de París también ha abierto cámaras frigoríficas y ha movilizado a los médicos para que llamen a las personas vulnerables.
Pero, ¿qué pasaría con alguien que está demasiado aislado para que alguien lo controle? ¿Demasiado cansado para tener estos "buenos reflejos"? ¿No deberían los poderes públicos encargarse de ayudar a las personas pobres y desocializadas, en lugar de pedirles que se adapten a la situación y tengan las reacciones adecuadas?
En España, un hombre de 60 años murió mientras barría la acera con 39 grados de calor. En cinco días de ola de calor, 360 personas han muerto por el calor, según el Ministerio de Sanidad español. En Portugal han muerto 569 personas.
Los barrios abandonados han sufrido más muertes
Hay lecciones que aprender de la tragedia de Chicago de 1995, como demostró un investigador estadounidense, Eric Klinenberg, que pasó varios años estudiando el desastre. Su libro acaba de ser traducido al francés: Chicago, Canicule été 1995 : Autopsie sociale d'une catastrophe (publicado por Deux cent cinq). ¿Por qué murieron 739 personas por sobrecalentamiento en una gran ciudad del país más rico del mundo entre el 14 y el 20 de julio de 1995?
Era la consecuencia de la segregación, de la desigualdad, pero no sólo, analiza el sociólogo. Ocho de los diez barrios con las mayores tasas de mortalidad estaban poblados casi exclusivamente por afroamericanos. Estas zonas también se caracterizaban por una elevada pobreza y una gran concentración de delincuencia. En estos barrios, muchas personas vivían completamente aisladas.
"Pero eso es sólo una parte de la historia", señala Klinenberg, que compara el destino de los residentes en dos barrios sociológicamente similares del West Side de Chicago: North Lawndale y South Lawndale. En North Lawndale se produjeron 33 muertes por cada 100.000 residentes, mientras que en South Lawndale sólo hubo 3 por cada 100.000. ¿Por qué esa diferencia?
En las zonas urbanas que se salvaron, las calles estaban animadas, los comercios eran diversos y permanentes, había instalaciones públicas (parques, bibliotecas, etc.) y la vida comunitaria era activa. Es lo que el sociólogo llama "infraestructuras sociales", es decir, el tejido que estructura la vida de un barrio.
Por el contrario, los barrios más afectados se caracterizan por su grado de abandono: comercios cerrados, fábricas abandonadas, descampados abandonados utilizados para el narcotráfico y residentes que tratan de huir. En el primer caso, podrías ir andando al restaurante o a la tienda de alimentación. La gente sabía quiénes eran sus vecinos, quiénes vivían solos, quiénes estaban enfermos. La existencia de un entorno urbano acogedor –Klinenberg lo llama "ecología social"– animaba a las personas solitarias a salir a la calle y encontrarse con otras personas con regularidad.
En la segunda, los ancianos fueron confinados en sus casas. Sin ninguna conexión con sus familias, también se les privó de la posibilidad de hacer amigos.
Las víctimas eran principalmente personas mayores: el 73% tenía más de 65 años. Proporcionalmente, la tasa de mortalidad de los afroamericanos fue la más alta de cualquier grupo étnico-racial. Esto es indicativo de una forma de racismo ambiental, en la que las personas que suelen ser discriminadas por su supuesto origen se ven afectadas además por entornos especialmente tóxicos.
Otra lección que resulta escalofriante en retrospectiva es que la ciudad de Chicago y las autoridades sanitarias relativizaron inicialmente el impacto sanitario de la ola de calor. Fue necesaria la persistencia de un médico forense, Edmund Donoghue, para que el catastrófico aumento de muertes se atribuyera a la ola de calor.
Sin embargo, la mortalidad de estos eventos térmicos "no tiene parangón en la historia de las olas de calor en Estados Unidos". Y los medios de comunicación mostraron imágenes de cadáveres y camiones frigoríficos. Pero "los cuerpos eran tan visibles que nadie podía ver lo que realmente les había sucedido".
Para Klinenberg, "las olas de calor son asesinos silenciosos e invisibles de personas silenciosas e invisibles". Sobre todo, las olas de calor son lo que el sociólogo Marcel Mauss llamó "un hecho social total". Es decir, un acontecimiento que pone en juego las instituciones sociales y, por tanto, expone una parte de la realidad que suele ser difícil de percibir.
Tras la ola de calor de julio de 1995 en Chicago, nadie reclamó los restos mortales de 41 personas. Acabaron enterrados en cajas de madera contrachapada en la única trinchera de una fosa común.