Biden da marcha atrás y la tasa impositiva mínima para las multinacionales será del 15%

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Romaric Godin (Mediapart)

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La administración Biden da otro paso atrás, esta vez en un terreno importante. Washington acaba de indicar que aceptará un tipo impositivo mínimo del 15% para las multinacionales. Hasta ahora, la postura de EEUU pasaba por establecer dicho tipo en el 21%, porcentaje coherente con los planes fiscales de la administración, que preveía gravar los beneficios extranjeros con ese tipo.

Aunque el Departamento del Tesoro sigue defendiendo un tipo “más ambicioso y más alto”, la suerte parece estar echada. El tipo del 15%, ya mencionado hace unas semanas por el Ministerio francés de Economía, es el considerado aceptable por los europeos y, sin duda, por una gran parte de las multinacionales estadounidenses. Además, se estima que el tipo medio que pagaron los gigantes digitales en los últimos 10 años es del 16%tipo medio...

Este tipo del 15% es ligeramente superior al proyecto de tipo único propuesto por la OCDE, que era del 12,5% y muy criticado, sobre todo porque no cambiaba el panorama general en cuanto a competencia fiscal e ingresos mínimos para los países en desarrollo.

Desde el punto de vista político, dicho tipo puede tener ventajas para quienes no quieren realmente endurecer el juego fiscal internacional, como Francia (que, junto con Alemania, apoyó oficialmente el tipo del 21%, pero que no se mostró muy activa en el tema). Permite proclamar que se ha endurecido, dejando al mismo tiempo espacio para la competencia fiscal. Así, Francia, con un tipo del 25% en 2022, podrá seguir bajándolo hasta diez puntos, en aras de la competitividad. En cuanto a Irlanda, seguramente tendrá que subir su tipo del 12,5% al 15%, pero la diferencia es tan grande con los grandes países que su ventaja fiscal se mantiene, en general.

Muy diferentes habrían sido las cosas si se hubiese fijado en el 21%, ya que este tipo habría aplastado las brechas y reducido el incentivo de la competencia fiscal. Los economistas Gabriel Zucman y Emmanuel Saez decían en su libro Le Triomphe de l'injustice [El triunfo de la injusticia] que un tipo mínimo del 25% podía poner fin a la “carrera al menor coste fiscal” que la secretaria del Tesoro estadounidense, Janet Yellen, denunció el pasado mes de abril. Seis semanas habrán sido suficientes para enterrar estas ambiciones.

Oficialmente, Estados Unidos se escuda en la necesidad de un consenso mundial para avanzar, pero esta versión oficial es más que discutible. Estados Unidos sigue siendo una gran potencia que sólo cede a la voluntad de Irlanda o Francia porque cree que le interesa. Washington ha preferido no mantener un pulso en esta cuestión y parece evidente que se debe, sobre todo, a que la administración Biden consideró que es mejor para las empresas estadounidenses. Y el hecho de que tipo mínimo se acerque a lo que los Gafam pagan de media puede no ser un detalle menor.

Así que este paso atrás no es anecdótico. Va al corazón del proyecto de la nueva administración. En la construcción de una nueva alternativa socialdemócrata al neoliberalismo, Joe Biden pretende dar la vuelta a la tortilla fiscal para financiar una ambiciosa política de redistribución e inversión pública. El componente vinculado al impuesto de sociedades es esencial: no sólo permite financiar una parte del plan, desactivando así la clásica acusación de “irresponsabilidad” del plan por parte de la derecha, sino también considerar que las empresas hacen un mal uso de sus beneficios y que, en consecuencia, está justificado que los poderes públicos los detraigan para el interés general.

Pero para que este sistema funcione, es evidente que hay que hacer pagar al capital. Una cosa es pensar en elevar el tipo del impuesto de sociedades del 21% al 28% y establecer un tipo del 21% para los beneficios obtenidos en el extranjero, y otra muy distinta es dotarse de los medios para hacerlo. Durante mucho tiempo, los controles de los flujos de capital han aplicado estos tipos. La administración Biden ya no piensa en ello hoy en día, dado el nivel de financiarización de la economía estadounidense. Lo que quedaba era este suelo internacional, que hacía obsoletas las estrategias de evasión fiscal. Con un 21%, ya era un negocio difícil, pero factible. Pero está claro que un tipo del 15% ya no puede salvaguardar esta estrategia. Es una decisión de statu quo internacional.

Por supuesto, esta decisión también puede verse como una garantía a Europa en la competencia que Estados Unidos mantiene ahora con China. Washington preferiría evitar cualquier conflicto con la Unión Europea en materia impositiva internacional para garantizar un frente unido contra Pekín. La aceptación del gasoducto Nord Stream 2 entre Rusia y Alemania el 20 de mayo también iría en esta dirección. Pero esta versión implicaría ver a Estados Unidos como una potencia debilitada, obligada a retroceder para tener aliados. Y, sobre todo, entraría en contradicción con la idea de que el New Deal de Biden sería la mejor defensa contra el modelo chinoNew Deal, la prueba de que la democracia aún puede conducir al bienestar. Pues este retroceso en la fiscalidad internacional debilita todo el edificio Biden.

Los ‘Bidenomics’, frente a sus contradicciones

Porque ¿qué podría pasar? Si se adopta este tipo del 15%, necesariamente habrá presión sobre los proyectos fiscales de Joe Biden que se están examinando en el Congreso. En el Senado, los demócratas sólo tienen una mayoría ligada al voto de la presidenta de esa Cámara, que ostenta la vicepresidenta Kamala Harris. Pero los senadores demócratas más conservadores ya están tratando de presionar para que se reduzcan los aumentos previstos. Sin un acuerdo internacional ambicioso, estos senadores podrán esgrimir su temor a que las empresas se marchen y destruyan el empleo local. Entonces podrán pedir una reducción de los niveles de los tipos impositivos de las empresas. De hecho, ya se han salido con la suya, pues Joe Biden dijo a principios de mayo que estaba abierto a un tipo de “entre el 25% y el 28%”.

Esta vez, el tipo impositivo mínimo sobre las rentas extranjeras también podría ser el objetivo. Todo esto tendrá un efecto dominó en la otra parte del debate del Senado: la financiación. Los tres planes de Biden (anticovid, de inversión y social, por importe de seis billones de dólares) fueron diseñados para su financiación a través de dos canales, los empleos y el crecimiento creados y por los ingresos de los aumentos de impuestos. Por lo tanto, las subidas de impuestos no financiaron la totalidad del gasto.

Sin embargo, a pesar de la ambición de estos planes y del cambio de tono en la Casa Blanca y el Tesoro, los demócratas seguían convencidos de que el aumento del déficit sólo podía ser temporal. De hecho, Janet Yellen, expresidenta de la Reserva Federal, siempre ha sido una firme defensora del rigor presupuestario y una escéptica del multiplicador fiscal. Como recuerda el economista Matthew Klein, “ella siempre subestimó la capacidad de crecimiento de la economía estadounidense”. Ya advertía en 2016 y 2017 de la falta de “margen de maniobra presupuestario”. Y recientemente advirtió, en una entrevista que conmovió enormemente a los mercados financieros, que “a largo plazo, los déficits públicos deben contenerse para mantener [las] finanzas federales en una senda sostenible”.

Esto significa que el Tesoro exigirá necesariamente redistribuir los planes de gasto en función de las subidas de impuestos que la Presidencia haya logrado imponer. En efecto, políticamente hay margen de mejora, ya que los republicanos están dispuestos a aceptar un plan de inversión de 800.000 millones de dólares, es decir, un tercio del plan de Biden. Pero sin llamarse a equívoco: el gasto social será el más fácil de recortar para llegar a un acuerdo.

Las discusiones en el Senado están lejos de haber terminado, pero ya se están poniendo de manifiesto las contradicciones de las ambiciones y de los planes de Joe Biden. Para forjar una nueva democracia social, el presidente estadounidense debe construir un equilibrio entre el capital y el trabajo. Se trata de hacer que las empresas paguen más y de redistribuir más. Pero Joe Biden, a diferencia de Roosevelt, se niega a enfrentarse a las grandes empresas, aunque haya aceptado el levantamiento temporal de las patentes de las vacunas.

Su visión es que, como pretende salvar el capitalismo y hacerlo sostenible, las grandes multinacionales deben ser necesariamente sus aliadas. Se beneficiarán plenamente de las ganancias de productividad obtenidas y de la mejor distribución de la riqueza. Pero esta visión choca con la de las empresas que se mantienen dentro de la lógica del capitalismo accionarial y dentro de una compleja ecuación práctica: ¿cómo aumentar la rentabilidad a corto plazo? Por lo tanto, el capital estadounidense no está dispuesto a renunciar a una cantidad significativa de impuestos o a la compensación de los empleados. Acepta de buen grado los beneficios futuros de las enormes inversiones previstas en el plan Biden, pero se resiste a pagar. No quiere reducir su rentabilidad actual por una posible e incierta recuperación de la productividad en el futuro. No quiere, en otras palabras, renunciar a la presa por la sombra. Esto es lo que demuestra este retroceso en la tasa internacional.

Desde el momento en que Joe Biden no quiere entrar en una lógica de confrontación con las multinacionales y las finanzas, lo que también demuestra esta retirada, su margen de maniobra se reduce. Está políticamente obligado a hacer constantes concesiones a la derecha. Así se entienden también las posiciones tan disciplinadas contra los parados que ha adoptado Joe Biden en las últimas semanas. El 9 de mayo anunció que restablecería los controles de los desempleados para asegurarse de que buscan trabajo y aceptan los que se les ofrecen. También se negó a entrar en conflicto con los gobernadores republicanos de algunos estados que han anunciado la suspensión de la ayuda de 300 dólares mensuales a los parados. Aunque Donald Trump había sido más firme.

La lógica de Biden es clara, su plan consiste en crear puestos de trabajo y los trabajadores deben aceptarlos. Así que hay una visión disciplinaria del trabajo que explica por qué, de momento, las condiciones laborales son el pariente pobre de los planes Biden. El plan para aumentar el salario mínimo federal a 15 dólares la hora se ha aplazado hasta 2025. Habrá entonces un nuevo equilibrio de poder político. Esta decisión muestra claramente que la posición de Joe Biden evita conscientemente el conflicto con el capital, lo que, dada la relación de fuerzas al otro lado del Atlántico, le impide construir la relación de fuerzas de la que venimos hablando entre el capital y el trabajo.

Ciertamente, los planes de Biden, en su filosofía, siguen siendo una ruptura con la política del último medio siglo. Lleva a cabo una política innovadora frente a una Europa que se hunde en el conservadurismo. Por supuesto, la historia no está escrita y Estados Unidos puede seguir manteniendo sus líneas fiscales en solitario. Pero este repliegue por la presión del capital nacional es preocupante. Y el riesgo es que, aunque enfrentada a los límites del capitalismo norteamericano moderno y a la competencia con China, la Presidencia demócrata acabe conformándose con un neoliberalismo modificado que no resolverá nada y preparará nuevas crisis económicas y sociales.

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Traducción: Mariola Moreno

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