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El 'caso Bettencourt' y la libertad de prensa
Los abogados de Mediapart, Jean-Pierre Mignard y Emmanuel Tordjaman, han echado cuentas: desde 2010 y contando los dos días de juicios en Burdeos, habremos tenido que comparecer ante no menos de 43 magistrados sólo por el caso Bettencourt. A lo largo de siete años, ya sea por la vía civil o por la vía penal, nos hemos tenido que justificar por el mero hecho de cumplir con nuestro oficio, ofrecer informaciones de interés general, al servicio del derecho a saber de los lectores.
Como ya es conocido, el mayordomo Pascal Bonnefoy actuó en cierto modo de denunciante al decidir grabar las conversaciones de trabajo de su jefa, Liliane Bettencourt, y de su entorno (cortesanos, encargados de negocios, abogados, notarios, etc.) con el objetivo de poner fin –revelando su magnitud y su gravedad– a los abusos de debilidad que sufría la multimillonaria, inmensamente rica. El mayordomo ni buscaba ni obtuvo con ello ningún beneficio personal, limitándose a poner las grabaciones a disposición de la hija única de Liliane Bettencourt, quien a su vez las dejó en manos de la Policía y de la Justicia.
Sin su valiente gesto, no existiría el caso Bettencourt y la riquísima heredera de L’Oréal, el gigante mundial de los cosméticos, seguiría bajo el control de embaucadores varios que pretendían malversar, en beneficio propio, parte de una infinita fortuna. Porque todo estaba dispuesto –como demostraban con crudeza las grabaciones, con cómplices al más alto nivel del Estado, en el Elíseo, durante el Gobierno de Nicolas Sarkozy– para que este abuso de debilidad, por parte de una banda organizada, prosiguiese con total impunidad y opacidad. Para que nunca nadie supiese nada.
Del Poder Ejecutivo al Poder Judicial y con el entonces fiscal de Nanterre, Philippe Courroye, en el centro del dispositivo, todo estaba listo para impedir que prosperase o llegase a buen puerto la denuncia por abuso de debilidad de Françoise Meyers-Bettencourt, hija de Liliane. Presentada como una envidiosa o una ingrata, la denunciante era desacreditada mientras que los que hablaban y actuaban en nombre de Liliane Bettencourt defendían que ésta tenía la cabeza perfectamente, que conservaba sus facultades y la salud, en resumen, que se encontraba en plena forma.
La fábula se vino abajo durante el verano de 2010, poniéndose al descubierto la gran mentira, cuando el gran público descubrió, anonadado, lo que ocultaba tras de sí. Y no se trataba sólo de la magnitud de los abusos de debilidad de los que Liliane Bettencourt era víctima –el móvil era el enriquecimiento indebido–, sino que también ocultaban evasión fiscal a gran escala, financiación política, conflictos de intereses, manipulaciones judiciales, etc. Claro que esta detonación del caso Bettencourt –preludio de una nueva exigencia, a día de hoy banal en la lucha contra el fraude fiscal y a favor de la moralización de la vida pública– nunca se habría producido sin la revelación pública del contenido de las grabaciones.
El papel de Mediapart, socio editorial de infoLibre, y de sus periodistas Fabrice Arfi y Fabrice Lhomme (este último ahora en Le Monde), fue decisivo. El caso Bettencourt, ejemplo del periodismo de interés público que defendemos, presentó, de buenas a primeras, a la prensa digital como un actor nuevo, con la audacia de su independencia y la creatividad de lo digital. El despertar profesional que, desde entonces, han vivido otros medios de comunicación en lo que a labores de investigación se refiere, ha hecho olvidar a día de hoy que lo que ocurrido alteró los conformismos y los conservadurismos, hasta el punto de desencadenar una campaña de una virulencia inaudita en nuestra contra (Mediapart fue acusado de emplear “métodos fascistas”).
Nuestras revelaciones, que se iniciaron el 16 de junio de 2010 y que se prolongaron durante el verano, generaron un gran debate público que permitió que, al final, la Justicia reanudase su curso (casi) normal. El caso Bettencourt, derivado finalmente a Burdeos, se vio liberado de las obstáculos de la Fiscalía de Nanterre. Instruido de forma clásica y juzgado conforme a las reglas, concluyó con la sanción definitiva de los delitos cometidos en torno a Liliane Bettencourt. Claro que, desgraciadamente, ese retorno a la normalidad judicial no ha prevalecido en lo que atañe a la prensa. En especial en lo que respecta a Mediapart. Al contrario. Y sí se ha puesto de manifiesto en el proceso ante el Tribunal de apelación, enésimo episodio de una saga judicial agotadora.
Sala de audiencias en Burdeos y estatua a la entrada.
Inicialmente se fallaron dos sentencias favorables en París, en julio de 2010, en nombre del derecho de la prensa, en las que se nos reconocía claramente, en primera instancia y después en apelación, la legitimidad y la seriedad de nuestro trabajo en lo que se refiere al tratamiento de las grabaciones, nuestro respeto por las reglas de la buena fe de la investigación periodística y nuestro cuidado a la hora de no atentar contra la intimidad de la vida privada de nadie. A continuación todo se desbordó, como si una parte de la institución judicial no soportara haberse visto confrontada a los errores de algunos de los suyos, a raíz de nuestras revelaciones.
Está claro que había que castigar nuestra audacia, que tantas molestias había causa y que había echado por tierra demasiados intereses. El arma utilizada fue profundamente desleal: mientras la prensa rinde cuentas ante la Justicia de la legitimidad de sus publicaciones en el marco de disposiciones precisas, protegiendo el derecho a la información del público –la ley de 1881 y jurisprudencia posterior– se nos ha enfrentado con el origen de estas informaciones, es decir, con el hecho de que las grabaciones eran clandestinas. Como en el caso de recelo que se arguye a menudo, este argumento es una elusión jurídica de la ley que protege la libertad de informar y esto tiene como fin, poco o mucho, querer perseguir a nuestras fuentes violando el secreto que les protege.
Porque no pocas de las informaciones sensibles que tratamos tienen como origen delitos cometidos por terceros –violación del secreto profesional, del secreto de instrucción, del secreto de defensa, etc.–, pero no tenemos que rendir cuentas por ellos. Sólo debemos rendir cuentas por el interés general de lo que publicamos –la legitimidad del objetivo perseguido– y del modo en que hemos trabajado con estas informaciones –rigurosidad de la investigación, respecto del principio de contradicción, moderación en la expresión, ausencia de animadversión personal–. En resumen, en lo que respecta al tratamiento de la prensa en el marco del caso Bettencourt, la Justicia, simultáneamente, se ha salido por la tangente (al desestimar el derecho de la prensa) y también está fuera de sí (una obstinación que roza el ensañamiento).
Derecho a la información
La casación, por parte de la Cámara Civil del Tribunal de Casación, fue de las primeras sentencias favorables que se fallaron en julio de 2010 y que derivó en un nuevo proceso ante el Tribunal de Apelación de Versailles. Tan inédito como asombroso, la sentencia, por desgracia confirmada por el Tribunal de Casación, tuvo como efecto, en el verano de 2013, la censura de más de 70 artículos de Mediapartcensura. Llevamos al Tribunal Europeo de Derechos Humanos esta censura sin precedentes, alegando que la Justicia francesa incumplía los artículos 8 (derecho al respeto a la vida privada) y 10 (libertad de expresión) de la Convención Europea. Registradas en abril de 2017, nuestras demandas están siendo analizadas en Estrasburgo.
A este proceso civil hay que añadirle un proceso penal, el que nos llevó a Burdeos la semana pasada, nuevamente acusados de atentar contra la intimidad de la vida privada de Liliane Bettencout. La acusación es todavía más discutible por tener un origen dudoso. Se trata de una denuncia presentada el 18 de junio de 2010 por uno de los abogados de entonces de Bettencourt que dice actuar en nombre de ésta, pese a que se ha demostrado que ya no estaba en plena posesión de sus facultades. Dicho de otro modo, este otro frente judicial, acogido con celo por el fiscal de Nanterre antes de que fuese apartado y se trasladase a Burdeos, era un contrafuego organizado por los mismos que participaban en el abuso de debilidad del que era víctima la multimillonaria. Triste ironía: las diligencias que se nos han abierto prolongan el delito que se encuentra en el centro del caso.
Desgraciadamente, la Justicia de Burdeos admite estas diligencias viciadas, incluyendo en un mismo paquete judicial al mayordomo y a los periodistas sin los que, sin embargo, no habría podido instruirse ni conocerse el caso Bettencourt. En resumen, transformando en acusados a los que permitieron que la verdad saliese la luz. Así nos vimos, una primera vez, en Burdeos, a finales de 2015, ante un tribunal que, afortunadamente, supo restablecer la verdad y el honor: Pascal Bonnefoy y los periodistas de Mediapart y de Le Point fueron absueltos y recibieron felicitaciones de los magistrados por su acción benefactora en la búsqueda de la verdad y en beneficio de la protección de una vieja dama.
El tribunal no podía hacer otra cosa ya que el propio tutor de Liliane Bettencourt, Olivier Pelat, hacía saber, en la audiencia audiencia, que renunciaba a cualquier demanda, puesto que la multimillonaria no consideraba que se hubiese atentado contra su vida privada, al contrario, gracias a las grabaciones y a la publicidad que les dimos, no podían por menos que felicitarse por haberse podido proteger de los estafadores que abusaban de su salud. De hecho, el tutor de Bettencourt, el único autorizado a recurrir a la Justicia en su nombre, rechazó recurrir esta absolución.
Todo debería haber quedado en ese punto, en los elementos que el tribunal considera probados: el mayordomo había respondido a un estado de necesidad mediante las grabaciones con el objetivo de proteger a su jefa para conseguir la prueba de los delitos cometidos contra ella; los periodistas habían respetado su deber de informar dando a conocer hechos de interés público y que se encontraban en el centro de la investigación judicial. Pero el fiscal general de Burdeos prefirió obstinarse, hasta el absurdo judicial, reclamando que volvamos a ser juzgados de nuevo, después condenados en apelación, nos acusa de haber atentado contra la intimidad de la vida privada –inexistente ya que su víctima no se queja de ellos–. Se trata de un asunto de pura lógica penal: el Ministerio Pública no puede acusarnos de un delito en el que no hay víctimas.
La Corte de Apelación, presidida por Michel Regaldo Saint Blancard, hará público el fallo el 21 de septiembre. Como han argumentado los abogados de la defensa –Mignard y Tordjman, de Mediapart; François Saint-Pierre, de Fabrice Lhomme; Renaud Le Gunehec, de Le Point; Hervé Gattegno y Antoine Gillot, de Pascal Bonnefoy– el desafío de esta decisión supera el caso Bettencourt. Concierne al respeto de las libertades democráticas fundamentales, al deber de denunciar para proteger a las víctimas de abuso y el derecho de saber para conocer lo que es de interés público.
Al llevar a la prensa ante la Justicia, el abogado general Pierre Nalbert se sintió alarmado por un periodista que quiso “abrir las compuertas” arrojándose todos los derechos, incluido el de impartir Justicia, labor que compete a los jueces. En realidad, lejos de abarcar con ello algunos excesos -que el fiscal tuvo no pocos problemas a la hora de identificar-, con esta expresión pretendía atacar directamente nuestra defensa de una prensa libre, que desempeña un papel activo en la vitalidad democrática de un país. Al oír la demanda, llegamos a la conclusión de que más bien se estaba instando a “cerrar las compuertas” del derecho a saber de los ciudadanos, el fiscal se arriesgaba incluso a jugar a los redactores jefe, hasta el punto de explicarnos lo que tendríamos que haber publicado y en que momento habríamos debido callarnos.
Estos argumentos de otros tiempos sonaban extraños a comienzos de siglo cuando la revolución digital reclama una nueva era democrática. Bien es verdad que la decoración de esta sala de audiencia es en sí misma también extraña; donde se mezclan distintos elementos temporales hasta el punto de que se pierde cualquier referencia. Como elemento indiscutible del Antiguo Régimen, la sala de audiencias donde se impartía esa Justicia supuestamente republicana y laica, estaba presidida por la figura de Cristo en la cruz, suspendido sobre los miembros del Tribunal, mirando al público. Afortunadamente, a la entrada, una curiosa figura de Montaigne, con ropa contemporánea, nos recuerda esa sabia recomendación presente en sus Ensayos para no paralizar ni detener el paso del tiempo: “No pinto el ser. Pinto el paso”.
Una derrota para el derecho a la información: Estrasburgo avala que Francia censurase 70 artículos de Mediapart sobre el 'caso Bettancourt'
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Traducción: Mariola Moreno
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