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Comercio contra migrantes: México cede ante la presión del chantaje de Trump
Estas últimas semanas han florecido en las redes sociales mexicanas caricaturas del presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, vestido con el uniforme verde oliva de la Border Patrol, la policía de fronteras americana. “Marcelo [Ebrard, el ministro de Exteriores mexicano] se ha ido a ver a los americanos y me ha traído esto”, dice como extrañado el jefe del Estado de pelo blanco, señalando su estrafalaria vestimenta.
A finales de mayo, Donald Trump sembró el pánico entre sus vecinos del sur al anunciar que quería imponer sin miramientos una tasa de entre el 5 y el 25% a las exportaciones mexicanas si el país no paraba a los migrantes antes de que pasen la frontera con los Estados Unidos.
Para México, que destina el 80% de sus exportaciones a su gran vecino del norte, la amenaza es considerable. El jefe de la diplomacia mexicana, Marcelo Ebrard, se presentó inmediatamente en Washington. Después de tres días de intensas negociaciones, consiguió alejar in extremis el espectro de las tarifas aduaneras que habrían atrapado a la economía mexicana, de crecimiento vacilante, en una probable recesión. Pero todo tiene un precio: a cambio, México se ha comprometido a una serie de concesiones en el ámbito migratorio.
El presidente, Andrés Manuel López Obrador, llegado al poder en diciembre del año pasado, había prometido sin embargo poner en marcha una política migratoria basada en “el derecho de los migrantes, no las expulsiones”, al contrario que su predecesor, Enrique Peña Nieto. Su caballo de batalla es un plan de desarrollo regional que aborde las causas del problema de América Central. En enero ofrecía a los migrantes un generoso visado humanitario que les permitía trabajar y desplazarse por todo México durante un año. Un documento ideal para llegar hasta la frontera norte del país sin al menos el riesgo de la clandestinidad.
Sobrepasados por el éxito de esa medida –12.000 peticiones en quince días–, las autoridades han dado marcha atrás inmediatamente al reemplazar esa llave maestra por visados regionales con la idea de confinar a los migrantes en los Estados del sur del país. “López Obrador empezó su mandato con una visión muy ingenua de la migración”, opina Josefina Pérez, del Centro de Investigación sobre la Frontera Norte de México (Colef). “Pero ha habido que transigir rápidamente con la realidad del flujo migratorio”. Señal de que se pasa página, el jefe de los Servicios Migratorios, Tonatiuh Guillén, universitario y conocido defensor de los derechos de los migrantes, ha dimitido el pasado viernes 14 de junio, una semana después del acuerdo entre los Estados Unidos y México. Su sustituto, Francisco Garduño, dirigía hasta ahora el sistema penitenciario del país.
El número de llegadas de migrantes centroamericanos, en alza desde hace varios años, ha explosionado en 2019. Expulsados de sus países por la violencia y la pobreza que allí reina, decididos a alcanzar los Estados Unidos antes de que Trump ejecute sus amenazas recurrentes de cerrar la frontera, han entrado en México más de 520.000 migrantes desde enero, cuatro veces más que en los años precedentes. En mayo fueron interpelados en la frontera sur de los Estados Unidos 132.000 migrantes, lo nunca visto desde hacía trece años.
Una afluencia que ha atizado la cólera del inquilino de la Casa Blanca, que ha hecho de la lucha contra la inmigración su toque político personal. Días antes de confirmar su candidatura a las elecciones presidenciales de 2020, acusa a México, a golpe de tuits rabiosos, de permanecer con los brazos cruzados frente a la situación. “México, en realidad, ha expulsado más centroamericanos que Estados Unidos estos últimos años”, recuerda Andrew Selee, director del Migration Policy Institute, un think tank independiente con base en Washington. “De manera no explícita, los dos países ya comparten la responsabilidad de gestionar el flujo migratorio”, añade.
Para tranquilizar a Donald Trump, México ha aceptado tomar medidas complementarias, como la expansión relámpago del programa Quedarse en México, en virtud del cual, desde enero, los centroamericanos que hayan presentado una petición de asilo serán reenviados a México para esperar allí una respuesta. “Si no, una vez en Estados Unidos, se esfuman”, argumentaba en diciembre pasado el ex secretario de seguridad americano, Kirstjen Nielsen. Como media, la decisión puede tardar dos años en llegar.
Mientras que la legalidad de este protocolo sigue siendo objeto de debate en la justicia americana, las autoridades han reenviado ya más de 11.000 solicitantes de asilo a México. Y esa cadencia va a acelerarse: de aquí al mes de agosto podrían unirse a ellos 60.000 más.
El acuerdo prevé que México se haga cargo de esos demandantes de asilo durante su espera, lo que no ha hecho con los primeros llegados. La promesa deja de piedra a Kennji Kizuka, de la ONG Human Rights Firts, que acaba de llegar de una visita a Ciudad Juárez, en la frontera norte de México. Ha visto a familias que duermen en colchones en el suelo de una iglesia. Cada jueves y domingo tienen que recoger todos sus efectos para que puedan dar misa. “Los niños no están escolarizados, no tienen permiso de trabajo ni alojamiento previsto. No veo cómo México va a gestionar en unas semanas el regreso de 1.000 personas al día. Avanzamos hacia una crisis humanitaria”, advierte el activista.
Otra consecuencia de esta medida es que los solicitantes reenviados a México son, de facto, privados de abogados. Los que recomienda la Administración americana están en Estados Unidos y sus colegas mexicanos están desbordados. Es esencial sin embargo su presencia en el momento de convencer a los tribunales de la legitimidad de la demanda de asilo: “Esto se inscribe en una estrategia global para restringir el derecho de asilo”, opina Kizuka. “En vista de los palos que les ponen en las ruedas, la mayor parte de ellos abandonarán a mitad de camino o verán desestimadas sus demandas”, nos anticipa.
A 3.000 kilómetros más al sur, México ha prometido reforzar el control de su frontera con Guatemala desplegando allí 6.000 miembros de la Guardia Nacional, la flamante policía militarizada creada por el presidente López Obrador para luchar contra el crimen organizado.
Es una militarización de la región que corre el riesgo de provocar un aumento de violaciones de los derechos de los migrantes, advierten las asociaciones del sector. Ya en estos últimos meses, las autoridades migratorias han multiplicado las fuertes redadas en el sur del país arrestando a más de 80.000 personas. “México se está convirtiendo realmente en el muro con el que sueña Estados Unidos”, dice enfadada Claudia León, coordinadora del Servicio Jesuita a los Migrantes.
La llegada de la Guardia Nacional significa el fin de las caravanas. Desde octubre de 2018, los migrantes habían encontrado en estos desplazamientos en masa un medio de progresar relativamente seguro hacia el norte y más barato que un coyote. Pero las últimas llegadas han sido desmanteladas por las emboscadas de las fuerzas del orden, devolviendo a los migrantes a la peligrosa clandestinidad.
“Si hubiera voluntad política, el país podrían aumentar las expulsiones de migrantes a corto plazo” para deshinchar las estadísticas, estima Stéphanie Leutert, responsable del programa Mexico Security Initiative, de la Universidad de Austin (Texas). “Pero no estoy segura de que puedan mantener ese ritmo a largo plazo”, añade. “México busca sobre todo ganar tiempo”, dice el profesor Humberto Garza, del Centro de Estudios Internacionales del Colegio de México. “Habría primero que alejar la amenaza de las tarifas aduaneras, y luego pensárselo bien”, añade.
Pero el diablo se esconde en los detalles: el último párrafo del acuerdo firmado a primeros de junio estipula que México tiene 45 días para obtener resultados concretos, sin lo cual las negociaciones se reiniciarán con más fuerza. Una segunda parte que México, que se jactaba de haber “conservado su dignidad” al final de las negociaciones, había silenciado. Pero no contaba con que Donald Trump ha estado multiplicando sus alusiones a “una cláusula secreta muy poderosa” que México tendría que “desvelar a su debido tiempo”.
El jefe de la diplomacia mexicana, incómodo, ha reconocido que, en caso de un fracaso, el país estaría dispuesto a hablar de una reforma del derecho de asilo: una conversación que va mucho más allá de las medidas actuales. En el punto de mira está la etiqueta de “tercer país seguro” que Estados Unidos trata de imponer a México desde hace mucho tiempo, y que les permitiría rechazar el estudio de la demanda de asilo de los migrantes llegados a través de México con el pretexto de que es un país seguro.
“Es una línea roja que México siempre se ha negado a cruzar”, subraya Andrew Selee, del Migration Policy Institut , advirtiendo que “Estados Unidos está subcontratando su política migratoria con México. Hacen que el peso de su sistema de asilo recaiga sobre su vecino del sur, por la falta de voluntad política que le ha hecho deficiente”.
México, entre la espada y la pared, quiere replicar con la propuesta de un acuerdo regional, similar al reglamento de Dublín en Europa, que delega la responsabilidad del estudio de la demanda de asilo de un migrante en el país de primera entrada. El acuerdo incluiría otros países afectados por los movimientos migratorios como Guatemala, Brasil o Panamá. “No veo a México ni a Guatemala, ambos dotados de sistemas de asilo subdimensionados, capaces de gestionar el flujo sin precedentes de hondureños y salvadoreños”, opina Kennji Kizuka. “Sin contar con que la seguridad está lejos de ser garantizada en estos dos países”, añade.
Mientras tanto, la Guardia Nacional mexicana comienza una nueva carrera contra reloj. Tiene un mes y medio para probar al presidente americano que puede cortar el flujo de migrantes venidos de América Central y evitar así una segunda ronda de negociaciones.
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Traducción: Miguel López.
Aquí puedes leer el texto original en francés: