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El FBI se convierte en el 'héroe' impensable de los antiTrump
Robert Mueller ha vuelto a golpear. El pasado viernes 16 de febrero, en vísperas de un fin de semana largo en Estados Unidos, el fiscal especial (special counsel) que investiga la injerencia de Rusia en la campaña de las presidenciales de 2016 –y la eventual obstrucción a la Justicia del 45º presidente de Estados Unidos– hacía públicas nuevas inculpaciones.
Esta vez, y esto supone toda una novedad, los inculpados son ciudadanos extranjeros. En concreto, se trata de 13 rusos, entre los cuales se encuentra Evgueni Prigozhin, un oligarca conocido como el jefe de cocina de Vladimir Putin, convertido en el responsable del Internet Research Agency (IRA), una estructura sospechosa de ser la granja de troles digitales del Kremlin.
En el curso de la investigación, abierta en mayo de 2017, que da continuidad a una causa investigación abierta en el verano de 2016 por el FBI, Mueller y sus 17 avezados investigadores, han tomado declaración a numerosos testigos, entre ellos asesores y miembros de la familia Trump (se desconoce la lista exacta).
El fiscal especial, exresponsable del FBI durante mucho tiempo (12 años, de 2001 a 2013), nombrado por George W. Bush y confirmado en el cargo por Barack Obama, inculpó este verano a algunos personajes del entorno de Donald Trump por diversos delitos federales: el exdirector de campaña Paul Manafort y su socio Rick Gates, el exasesor de campaña George Papadopoulos y el general próximo al Kremlin Michael Flynn.
Algunos, como Flynn, reconocieron su culpabilidad para evitar ser condenados a penas mayores; el exasesor especial Steve Bannon está en el punto de mira. E, incluso, el propio Trump podría tener que comparecer pronto, aunque sus abogados se lo desaconsejan porque temen que termine liándose o que acabe mintiendo a los investigadores.
Mueller sospecha que los rusos del IRA dirigieron, desde 2014, una campaña de influencia sobre todo a través de posts virales, publicidad en las redes sociales y manifestaciones políticas, concebidas todas ellas en suelo americano. Según los investigadores, esta conspiración tenía como objetivo “interferir en el proceso político y electoral de Estados Unidos, incluida la campaña presidencial de 2016”.
El documento de 37 páginas difundido por el fiscal especial (se puede consultar aquí, en inglés) ofrece una descripción detallada de las artimañas del IRA. Recoge el nombre de las empresas que están detrás del IRA y de los montajes que la financian, precisa la fecha de los desplazamientos de algunos empleados en territorio norteamericano, describe de forma metódica sus actividades en las redes sociales y sus comunicaciones en apoyo de Donald Trump y miembros de su campaña –aun cuando si, según precisa el documento, éstos no estaba al corriente de su identidad–.
En él se encuentran algunas perlas, como el e-mail que dirige a un miembro de su familia una empleada del IRA, Irina Kaverzina, donde cuenta, en septiembre de 2017, que “tapó las huellas” de sus actividades para evitar que el FBI las localice.
El activismo del IRA no es nada nuevo. The New York Times investigó las artimañas de la fábrica de troles de Moscú mucho antes de las presidenciales norteamericanas. A finales de octubre de 2017, los dirigentes de Facebook, Twitter, Google o YouTube tuvieron que cuantificar en el Congreso norteamericano el montante y la influencia de los contenidos publicitarios de contenido político que podían ser financiados por el IRA.
Marchas y flash mobs proTrump, llamamientos para meter a Hillary Clinton “en prisión”, falsos posts favorables a la instauración de la sharia… cientos de miles de mensajes o de publicidades a menudo automáticas y destinadas a echar sal en la herida de las grandes fracturas sociales americanas llegaron, sin duda, a millones de internautas.
El efecto de estas campañas se vio amplificado gracias a que se compartieron y también por los algoritmos de las plataformas que tienden a encerrar a los internautas en burbujas, donde apenas hay opiniones contrarias a las suyas. “Emplearon sistemas utilizados por las plataformas para aumentar el compromiso [de los internautas]”, explica Jonathan Albright, director del Tow Center en la Universidad de Columbia, que califica las actividades del IRA de hacking cultural. “Alimentaron la indignación, lo que resulta fácil de hacer; la gente comparte las publicaciones porque está indignada o conmocionada”.
Estos contenidos, que juegan con las frustraciones de muchos americanos, contribuyeron probablemente a la obsesión en que se convirtió la campaña americana. Sin embargo, todavía está por determinar el impacto en el resultado final de las elecciones.
El acto de inculpación de los empleados del IRA sólo establece un vínculo con la campaña de Trump. Eso sí, aun cuando supone un elemento de contexto adicional, no permite a Robert Mueller, al menos en este punto, hablar de colusión de la campaña Trump con el poder ruso con el fin de estabilizar la campaña presidencial y dañar a su rival Hillary Clinton (aspecto éste que Donald Trump se ha apresurado a subrayar). Sin embargo, este documento confirma, con una serie inédita de detalles, la implicación de personas ligadas al Kremlin en el proceso electoral, establecida por las agencias de inteligencia americana en enero de 2017 y aludida en una serie de notas tomadas por Christopher Steele, un exespía británico delegado durante la campaña de Trump (por parte de republicanos antiTrump y después por el Partido Demócrata) para investigar a los numerosos y antiguas relaciones, personales y financieras, de Trump con Rusia.
Además, acaba con uno de los argumentos principales de Donald Trump, que califica la investigación de “caza de brujas”, de “hoax”, de “historia inventada”, de fake news.
También permite a Robert Mueller protegerse. A medida que su investigación avanza, el súperpolicía republicano, conocido por su activismo en materia de vigilancia, se convierte en una especie de ídolo poco probable de la América antiTrump.
Cada nuevo giro en su investigación ahora lo analizan los medios de comunicación y lo comentan los detractores (y son legión) del presidente americano. Como si, para ellos, cada inculpación fuese el presagio del fin próximo de la era Trump, presidente electo, no hay que olvidarlo, hasta 2020.
En paralelo, para una parte de los republicanos, los medios conservadores en la Fox News y el propio Trump, Mueller se ha convertido en el hombre al que hay que combatir. Lo presentan como un activista a sueldo de los demócratas o esbirro del Estado profundo ocupado en socavar el mandato de un presidente elegido democráticamente.
Si bien evita criticar él mismo a Robert Mueller (ha pensando en destituirlo, pero se lo ha impedido su abogado), Donald Trump, que en mayo cesó al responsable del FBI James Comey, tuitea y ataca sin cesar al FBI. Incluso ha defenestrado al número dos de la oficina, Andrew McCabe, sospechoso de no ser bastante leal.
"Sembrar la duda sobre los resultados"
Recientemente, los republicanos del Congreso hacían auténticos malabarismos para conseguir la publicación de un memorándum confidencial que se supone que demuestra los abusos del FBI en la vigilancia de testigos de la investigación. En realidad, ese memorándum, cuya publicación autorizó Trump, no incluía nada especial. Se trataba más bien “de un esfuerzo político por sembrar la duda sobre los resultados de la investigación del fiscal especial”, según explica a Mediapart –socio editorial de infoLibre–, Michael German, exagente del FBI e investigador en el Brennan Center for Justice de New York University.
En esta historia, se han invertido un poco los papeles. Los republicanos, partidarios entusiastas de la vigilancia cuando afecta a “su” presidente, han anhelado que se publique el famoso memorándum.
Muchos antiTrump, empezando por los demócratas, se han alineado con las posiciones del FBI, que rechazaba hacerlo público –hay que decir que muchos cargos electos del Partido Demócrata son partidarios de la vigilancia, como demuestra su apoyo reciente a la ampliación, incluso al endurecimiento de los dispositivos invasivos de vigilancia, consecuencia del 11-S–.
De forma general, en Estados Unidos en estos tiempos, pocos son los que establecen vinculaciones entre el grado de precisión alcanzado por la investigación de Mueller y el muy alto nivel de vigilancia que permiten las leyes votadas estos últimos años en el país.
Los diversos actos de inculpación de la investigación incluyen numerosas escuchas y comunicaciones de todo tipo. “Por supuesto, los investigadores tienen acceso a todos los registros que la NSA [la agencia de inteligencia americana] y el FBI han recabado en la sección 702 de la ley Fisa”, asegura Michael German, en alusión a la ley, recientemente prorrogada que permite la vigilancia masiva de las comunicaciones.
En los debates diarios sobre la injerencia rusa en la campaña, el patriotismo y una retórica que recuerda el imaginario de la guerra fría a menudo hacen acto de presencia, lo que no ayuda a la hora de introducir matices.
En la web de la publicación mensual The Atlantic, se podía leer el pasado fin de semana un artículo titulado: “América, atacada mientras el presidente se burla”, firmado por David Frum, uno de las voces conservadoras más críticas con Donald Trump. Frum, un neoconservador, redactó de los discursos de George W. Bush, el presidente de la guerra de Irak, e hizo campaña en 2016 por el ultraconservador de Texas Ted Cruz, uno de los senadores republicanos más extremistas en prácticamente todos los asuntos.
En la misma línea Ben Wittes, senior fellow de la pretigiosa Brookings Institution y creador del blog Lawfare, un halcón portavoz de la inteligencia, se ha convertido en una de las figuras destacadas del antitrumpismo.
Estas alianzas inesperadas en contra del presidente norteamericano llevan a algunas voces, de izquierda y minoritarias, a desconfiar de la investigación rusa. Es el caso de Glenn Greenwald, el periodista que destapó los programas de vigilancia masiva de la NSA.
Por desvelarlo en 2013, el lanzador de alertas Edward Snowden, ex de la NSA, considerado un traidor por muchos de sus conciudadanos, vive hoy exiliado en Moscú. Gleenwald es muy crítico con los medios de comunicación norteamericanos, que considera compran los relatos del FBI o de la NSA. De momento, pese a los indicios, no cree en la hipótesis de una colusión de la campaña de Trump.
Preguntado por The New York magazine, resume las cosas en estos términos: “Algunos rusos querían ayudar a Trump a ganar las elecciones y algunas personas vinculadas con la campaña de Trump estaban dispuestas a recibir esta ayuda, pero ¿a quién le interesa esto?”.
En un artículo sobre la pervivencia del maccarthysmo en Estados Unidos, publicado hace un año en The Intercept, el medio que cofundó, Greenwald llega a defender al propio Putin: “Como los terroristas de Al-Qaeda y los soviéticos anteriormente, se encuentra en todas partes. Rusia se encuentra detrás de todos los males y, por supuesto, lo más importante, está detrás de la derrota de Hillary Clinton. Y quien quiera que cuestione esto es considerado un traidor, sin duda a sueldo de Putin”.
Sus colegas no comparten esta línea. James Risen, experiodista de The New York Times censurado por la dirección por revelar los entresijos de la “guerra al terror” de George W. Bush, acaba de iniciar en The Intercept una serie de artículos sobre la investigación rusa.
Este conocedor de los métodos del espionaje del KGB estima, por el contrario, que “la prueba de las conexiones entre la campaña de Trump para la Casa Blanca y las ambiciones rusas de manipular las elecciones de 2016 no dejan de acumularse [...] Parece cada vez más probable que los rusos llevaron a cabo la operación secreta más consecuente desde que Alemania subió a Lenin en un tren con destino a Petrogrado en 1917”.
La colusión con Rusia no es lo único que investiga Robert Mueller, quien también evalúa las finanzas personales del clan Trump e investiga una eventual obstrucción a la Justicia, todavez que Donald Trump reconoció que despidió al jefe del FBI James Comey en primavera por una investigación sobre sus vínculos con Rusia iniciada varios meses antes por el FBI. Según The New York Times, esta investigación arrancó después de que uno de los asesores de Trump le revelara a un diplomático australiano que Rusia disponía de informaciones que comprometían a Hillary Clinton...
“En este punto, existen pruebas de que los miembros del equipo de Donald Trump tuvieron contactos cuestionables con Rusia antes y después de las elecciones”, escribe David Graham, periodista The Atlantic. “Dos de ellos incluso reconocieron su culpabilidad por haber mentido al FNI con relación a estos contactos. Hay bastantes elementos para continuar la investigación tirando de varios hilos. Y las alegaciones sólo podrán ser probadas o desmentidas con una investigación exhaustiva de las mismas”. Graham recuerda no obstante “la larga historia de los abusos” de los servicios de inteligencia americanos “en concreto”, dice el FBI, que desde la sombría época en que estaba dirigido por Edgar Hoover, ha tenido la costumbre de “apuntar a los que consideraba políticamente peligrosos”, “izquierdistas” a los gays y lesbianas, pasando por “organizaciones que defienden los derechos cívicos” y los “pacifistas”.
En un país que tiene la costumbre de inmiscuirse en los casos de los demás, también recurriendo a la guerra, y cuyos dirigentes mintieron para justificar la intervención en Irak, esta batalla de interpretaciones es bienvenida. Es una pena que no sea más viva. La adoración a Mueller a veces es algo molesta; parece ser una especie de premio de consolación... Como un peluche colectivo que impediría a los detractores de Donald Trump preguntarse por el deterioro del Partido Demócrata y las causas económicas y sociales profundas que le permitieron imponerse en las elecciones.
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Una victoria bien real, en las urnas. No sólo en Facebook. __________Traducción: Mariola Moreno
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