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Francia abre el debate sobre si se debe imponer un impuesto excepcional a los ahorros acumulados durante la pandemia

Paseantes con mascarillas pasan por delante de la Torre Eiffel.

Romaric Godin (Mediapart)

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Pese al optimismo del Ejecutivo, la economía francesa continúa a medio gas. El último informe económico del Banco de Francia, del pasado 6 de febrero, cuantificaba en un 5% la pérdida del PIB en enero con respecto a los niveles anteriores a la pandemia. Por su parte, según los datos del instituto francés de estadística INSEE, el retroceso es del 4%. Esta pérdida mensual se corresponde a la caída del 5% del PIB en el último trimestre de 2020. Bien es verdad que podemos alegrarnos de encontrarnos muy lejos del abismo que supuso el primer confinamiento. Y eso es lo que hacen el Gobierno y la mayoría de los economistas, pero se trata más bien de autosugestión. Si en un periodo “normal”, se hablase de un retroceso anual del PIB del 5%, se tildaría de catástrofe.

Pero esta vez, las pérdidas se acumulan y, a decir verdad, es imposible ver en estos momentos el final, ya que la multiplicación de variantes parece implicar, como mínimo, que las restricciones continuarán durante meses. Aunque muchos creen que todo se resolverá en verano, hay que recordar que esto ya lo vivimos en 2020.

La acumulación de pérdidas pone en riesgo a las empresas. Una simple vuelta al nivel de actividad previo, previsto en los escenarios sanitarios optimistas para 2022, no resolvería la crisis, sobre todo porque, hay que recordarlo, la actividad anterior a la pandemia ya no era demasiado satisfactoria. Por lo tanto, persiste el riesgo de una recaída puramente económica, con terribles consecuencias sociales.

En este contexto, todas las miradas se dirigen de nuevo a la hucha de los franceses, es decir, a sus ahorros adicionales acumulados durante la pandemiahucha. Los nuevos cálculos del Banco de Francia sitúan el importe total en 200.000 millones de euros; lo que supone en torno al 8% del PIB. Hablamos de un ahorro “inusual”, es decir, de cantidades que no se habrían ahorrado sin la crisis sanitaria. Reinyectados en la economía, estos ahorros podrían permitir contrarrestar los efectos de la crisis sanitaria y garantizar un verdadero repunte de la actividad.

Además, cabe recordar que estos ahorros adicionales se integraron plenamente en la estrategia económica del Ejecutivo. De hecho, el Estado decidió compensar una gran parte de las pérdidas relacionadas con la pandemia, a través de planes de actividad parcial. Sin embargo, al mismo tiempo decidió cerrar algunos sectores. Naturalmente, este desfase debía reflejarse en un ahorro adicional destinado, una vez superada la pandemia, a convertirse en un exceso de consumo. De este modo, la “bolsa de aire” de la pandemia podría compensarse y olvidarse fácilmente.

Esto es, efectivamente, lo que quiso decir el ministro de Economía y Hacienda a principios del curso 2020 cuando explicó que el ahorro era complementario al “plan de recuperación” de 100.000 millones de euros. El superávit de ahorro debía impulsar la demanda, el "plan de estímulo" apoyar la oferta. En este plan, tampoco había medida ninguna para estimular la demanda. Pero esta estrategia, bastante simplista, se ha topado con la realidad sanitaria y económica. De hecho, sólo podría funcionar en el contexto de una breve crisis sanitaria, resuelta tras el primer confinamiento y rápidamente olvidada. Pero nada ocurrió como estaba previsto.

Con la llegada del verano y la vuelta a la normalidad, quedó claro que la recuperación era imperfecta. Así, en el tercer trimestre, el nivel de actividad se mantuvo un 3,9% por debajo del mismo trimestre de 2019. Sin embargo, si el ahorro se hubiera utilizado en su totalidad, debería haber habido una mayor actividad. Pero luego, con el final de la primavera, los despidos se aceleraron. El empleo, en gran parte congelado por la actividad parcial, comenzó a deteriorarse bruscamente. Por tanto, los hogares se preocupan por su futuro, y en las encuestas del INSEE se ve que la posibilidad de ahorrar aumenta constantemente. El ahorro “forzado” del confinamiento se convirtió entonces gradualmente en ahorro por precaución. Más aún cuando la crisis sanitaria reaparecía con más fuerza.

Con las restricciones sanitarias adicionales, las oportunidades de consumo se redujeron una vez más. Y el carácter preventivo del ahorro no se ha desmentido ya que, como se ha visto, las condiciones objetivas de la economía francesa son malas. Por ello, no es de extrañar que el ahorro aumente y se concentre en productos de gran liquidez bancaria; en 2020, el ahorro en este tipo de productos se duplicó hasta alcanzar los 26.000 millones de euros. En la última encuesta de hogares del INSEE, publicada el 27 de enero, el índice que mide la oportunidad de ahorrar subió de 27 a 38, alcanzando un nivel cercano a su máximo histórico. En resumen, la hipótesis de la compensación de pérdidas pasadas mediante el ahorro acumulado pierde credibilidad.

De ahí que vuelva a surgir la pregunta, ¿qué hacer con estos ahorros? En las últimas semanas ha surgido la idea de gravar esta hucha. Se trata de una propuesta que parece poder responder en parte a las exigencias. Un impuesto excepcional sobre el ahorro podría, en efecto, obligar a los hogares a iniciar el patrón de sobreconsumo necesario para compensar las pérdidas acumuladas durante la pandemia.

El sentido de un gravamen de estas características sería, en cierto modo, “corregir” las políticas seguidas hasta ahora. De hecho, la garantía parcial de los ingresos no estaba destinada a permitir un ahorro sostenible. Si los fondos puestos a disposición de la actividad parcial acaban en cuentas de ahorro de forma permanente, las políticas aplicadas habrán sido un fracaso. Con un impuesto sobre el ahorro, los poderes públicos podrían así recuperar una parte de las sumas ingresadas y no utilizadas para redistribuirlas y apoyar la recuperación. Lo harían preservando los ingresos de los más vulnerables, que no han podido ahorrar por haber sufrido los efectos de la crisis.

Sin embargo, un gravamen de este tipo sólo puede introducirse con mucha precaución. En primer lugar, porque la acumulación de ahorro por precaución también es el resultado de otro fracaso político: la falta de perspectivas económicas y sanitarias. La incapacidad de controlar la epidemia tiene obviamente la culpa, pero también y sobre todo la falta de una visión económica creíble para el futuro. Dado que el Estado no puede garantizar la durabilidad de los puestos de trabajo y considera legítimo el ajuste a través del empleo, no puede, a su vez, culpar a los hogares de ahorrar para protegerse de futuras disminuciones de ingresos. En este contexto, la “corrección” descrita más arriba no está justificada. Sobre todo porque no hay ninguna garantía de que el gasto del exceso de ahorro vaya a salvar puestos de trabajo. En resumen, en una economía en la que el empleo es el principal factor de ajuste, el ahorro por precaución es legítimo. Por tanto, gravar dicho ahorro puede considerarse injusto y peligroso.

¿Qué gravámenes aplicar sobre los ahorros covid?

Por lo tanto, gravar este excedente de ahorro puede no solucionar nada. Para hacer frente a los peligros de la situación, los hogares podrían preferir pagar el impuesto en lugar de consumir. Este impuesto podría considerarse el precio que se debe pagar por la seguridad. Por otra parte, ese es ya el caso hoy en día con un tipo del 0,5% en la cuenta de ahorro Livret A. En enero, la inflación fue del 0,6% en un año, lo que sitúa la tasa real de la cuenta Livret A en el -0,1%. En otras palabras, muchos hogares ya prefieren perder capital real para tener recursos cuando los necesitan.

Si bien es cierto que se puede prever un tipo impositivo muy elevado para sortear este problema, esto sólo se puede contemplar proporcionando a los hogares la seguridad de la que carecen actualmente, por ejemplo, introduciendo una garantía de empleo muy generosa o un seguro de desempleo, sin olvidar, por supuesto, auténticas políticas de inversión pública. En cualquier caso, la fiscalidad del ahorro no puede sostenerse por sí sola. Debe incluirse dentro de políticas más amplias que proporcionen la seguridad de la que carecen los hogares franceses.

Desde este punto de vista, esta acumulación de ahorro y su transformación en ahorro de precaución es un amargo fracaso para el Gobierno que, más allá incluso de la gestión de la crisis sanitaria, ha sido incapaz de proporcionar esta seguridad con su política de oferta plasmada en su “plan de estímulo”. Es cierto que cuando el ministro de Economía y Finanzas no deja de machacar, como hace Bruno Le Maire, que la reforma de las pensiones es indispensable, los hogares no son muy proclives a reducir sus ahorros.

La postura del Ejecutivo es, además, muy problemática. Encerrado en sus certezas, el Gobierno francés sigue rechazando cualquier impuesto sobre el ahorro ya que rechaza cualquier nueva fiscalidad, pero no prevé en ningún caso modificar sus políticas de oferta que, al favorecer la pseudo “destrucción creadora”, debilita el empleo y favorece así el ahorro por precaución.

Ante la transformación del ahorro covid en ahorro sostenible, la respuesta de la mayoría es pensar en incentivos para “orientar” el dinero acumulado hacia el tejido productivo. De este modo, el ahorro no se gastaría, sino que contribuiría a las inversiones. Algunos piensan en fondos etiquetados como “de recuperación”, que permitirían promover el efecto palanca del “plan de recuperación”. Pero esta estrategia parece completamente desconectada de las necesidades reales por varias razones.

En primer lugar, porque reconoce que ese ahorro se pierde con la demanda actual. Sin embargo, en el momento en que las inversiones se transformen en puestos de trabajo, si es que esto llega a ocurrir (lo que no es ni mucho menos seguro, como veremos), no se puede descartar el riesgo de que Francia se vea arrastrada por una espiral recesiva. Además, resulta extraño pagar la actividad parcial para que ese dinero lo invierta finalmente el sector privado, cuando ese dinero podría invertirlo directamente el Estado. Sobre todo porque esas inversiones generarían inmediatamente puestos de trabajo y, por tanto, confianza.

En segundo lugar, el error del Gobierno es el mismo desde 2017 y consiste en evitar dos grandes escollos del capitalismo contemporáneo, la financiarización y la falta de oportunidades de inversión. El sector privado sólo invierte cuando las perspectivas de rendimiento son, en comparación con otras, suficientes. Sin embargo, no sólo las oportunidades de inversión son más bien escasas, sino que la competencia de los mercados financieros e inmobiliarios, apoyados por los bancos centrales, lleva a dirigir el ahorro a lugares cada vez más desconectados de la realidad productiva. Por lo tanto, el vínculo entre el ahorro, la inversión y el empleo ya no es tan sencillo como hace 30 años, y esto es lo que el gobierno actual se niega a reconocer.

En consecuencia, la amenaza es que una gran parte de estos ahorros se dirija hacia los mercados financieros e inmobiliarios, contribuyendo así a aumentar las desigualdades, sin resolver las cuestiones coyunturales más acuciantes. Por eso parece necesario un impuesto sobre el ahorro que se dirija precisamente a quienes probablemente utilicen sus ahorros para estas actividades. Al igual que resulta problemático gravar el ahorro de precaución de un trabajador preocupado por la pérdida de su empleo, parece lógico que el Estado recupere parte de lo que ha ingresado y que se ha utilizado para comprar valores bursátiles, Bitcoins o residencias de alquiler. Sin duda, este dinero se utilizará mejor para la inversión pública y el fortalecimiento de la Seguridad Social.

Francia tenía una herramienta para ello, el impuesto sobre el patrimonio mobiliario, suprimido en 2018 por el actual Ejecutivo. La reducción de la fiscalidad sobre las rentas del capital con el impuesto único también ha reducido la capacidad de acción. Sería tanto más necesario reanudar esta imposición por cuanto el ahorro acumulado, por muy elevado que sea, lo acumulan principalmente y en gran medida los más ricos. Así que aquí es donde hay que actuar. Un impuesto global volvería a ocultar este elemento central. Los ricos ya tienen ahorros considerables, con los que no saben qué hacer. El Estado tiene que elegir, o endeudarse para recurrir a estos ahorros o gravarlos. Ambas estrategias son defendibles siempre que los tipos sean muy bajos, pero a condición de que la deuda no se utilice como pretexto para futuras medidas antisociales. Sin embargo, dadas las elevadas transferencias de marzo, un impuesto sobre el patrimonio proporciona una seguridad adicional al Estado y redunda directamente en las desigualdades.

Por lo tanto, parece inevitable que se tomen medidas para aprovechar al máximo esta montaña de ahorros fruto de la pandemia. Pero un impuesto específico que afecte a todo el mundo por igual podría fallar en su objetivo. Parece más adecuado dirigirse a los ahorros de los más ricos y a los que han sido “mal invertidos”, mediante la introducción de un nuevo impuesto sobre el patrimonio y las rentas del capital. En cualquier caso, nada será eficaz sin un cambio importante en la política económica que devuelva la seguridad a los agentes. Hay que invertir la lógica actual que espera que el ahorro se transforme en “buenas” inversiones. Por el contrario, primero hay que realizar las inversiones adecuadas para que los agentes recuperen la confianza y abandonen su ahorro por precaución. La cuestión del ahorro es importante, pero las políticas económicas son lo más importante.

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Traducción: Mariola Moreno

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