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La frontera francoespañola, una trampa mortal para los migrantes que cruzan la Península

Karmele, voluntaria en el banco de ropa solidario de Irún, ofrece un pantalón a un subsahariano.

Nejma Brahim (Mediapart)

Sentados en la terraza de un café el martes 26 de octubre, bajo un cielo gris que amenaza lluvia, Line y Peio aún no se lo creen. “No podemos imaginar el nivel de cansancio, el agotamiento moral, el estado de angustia en el que debieron encontrarse para decidir pararse a descansar allí un momento”, señalan, con las cejas fruncidas, como para remarcar su pena.

El pasado 12 de octubre, tres inmigrantes argelinos fueron arrollados por un tren a primera hora de la mañana, a 500 metros de la estación francesa de San Juan de Luz/Ciboure. Un cuarto hombre, herido pero ya fuera de peligro, confirmó a los investigadores que el grupo eligió las vías del ferrocarril para evitar los controles policiales y, luego, se detuvo a descansar antes de quedarse dormido.

Un quinto hombre, cuyos documentos de identidad fueron hallados en el lugar de los hechos, huyó antes de ser hallado dos días después en Bayona.

“Los que salen por la noche intentan cruzar la frontera sobre las 11 de la noche y llegan aquí a las 3 o 4 de la mañana. El ferrocarril es una vía lógica dado que se sabe que los controles policiales son casi diarios en las rotondas entre Hendaya y San Juan de Luz”, subraya Line, que preside la asociación Elkartasuna Larruna (Solidaridad en torno a Larrún, en euskera) creada en 2018 para acompañar y “proteger” la importante llegada de migrantes subsaharianos a la región.

Peio Etcheverry-Ainchart, que participó en la creación de la asociación, es concejal en la oposición en San Juan de Luz. Para él, el drama refleja la realidad diaria de los inmigrantes en el País Vasco. “No irían por las vías del tren si se sintieran seguros en un medio de transporte o en la carretera”, denuncia, señalando la falta de acción política local.

“Seguirán cruzando por allí porque no les queda más remedio y este tipo de drama volverá a repetirse. La responsabilidad política de los representantes elegidos por mayoría es inmensa, es una vergüenza”. 300 personas se dieron cita al día siguiente de la tragedia para rendir homenaje a las víctimas, sin la presencia del alcalde de San Juan de Luz. “La ciudad rechaza todas nuestras peticiones de subvención”, explica Line con vehemencia. “Para la mayoría, los inmigrantes no pasan por aquí y el centro de acogida de Bayona, Pausa, es suficiente”, añade.

Una falta de apoyo, tanto moral como financiero, que, en su opinión, no anima a la población local a implicarse en la asociación, que cuenta con una treintena de voluntarios. ¿Su preocupación? “Que la gente se acostumbre a que los jóvenes mueran y que no se hable más de ello, como en Calais o en la frontera franco-italiana. Tenemos que oponer resistencia”.

Este martes al mediodía en San Juan de Luz, un inmigrante marroquí avanza con paso firme hacia la parada del autobús y, luego, retrocede, mientras observa la parada. Diez minutos después, el autobús con destino a Bayona se detiene y el treintañero corre para subir antes de que se cierren las puertas.

Guillaume, que trabaja en la zona de la estación, es uno de esos “ayudantes” que se niegan a dejar la puerta cerrada. “El sábado pasado, recogí a dos de ellos a última hora de la noche, que habían llegado a San Juan a última hora de la tarde. Estaban agotados y tenían frío”. Tras acogerlos y ofrecerles comida, los llevó a Pausa a las 2 de la madrugada, donde constata que no es el único que ha hecho el trayecto.

He tenido que tratar con 10 o 40 personas a la vez. Mujeres con bebés, niños, jóvenes que habían caminado durante horas y me contaban su periplo. A veces me escondía para llorar antes de ocuparme de ellos”, confiesa el hombre que no oculta su tristeza ante tanta “inhumanidad”. Todos los días, cuenta, la Policía rastrea la zona, realiza controles raciales en la parada de autobús en dirección a Bayona y se lleva a los migrantes, como se ve en este vídeo publicado en Facebook en agosto de 2019.

“La semana pasada, un conductor de autobús llegó a llamar a la Policía cuando los inmigrantes subieron a bordo. Recuerda a una época que producen náuseas”. Ante este “acoso” y esta “presión loca”, a Guillaume no le sorprende que los argelinos se hayan arriesgado a ir por las vías. “Los habitantes y los comerciantes ven pasar a la gente de forma habitual. La gente está dispuesta a todo”.

También en la frontera francoespañola, en la estación de Hendaya, la Policía está por todas partes. Un vehículo se detiene, dos agentes se unen a otro, situado en la entrada del “topo” (tren regional que une Hendaya con San Sebastián), que les entrega los documentos. Les entrega a un joven que habla árabe, al que se llevan.

“Lo dejarán al otro lado del puente. Lo hacen siempre”, suspira Miren (nombre supuesto), que observa la escena sin poder intervenir. “Los policías saben cuáles son los horarios de llegada del topo y los trenes que vienen de Irún. Así que vienen diez minutos antes y se paran aquí para realizar controles raciales. Desde hace casi tres años, la red ciudadana a la que pertenece, Bidasoa Etorkinekin, acoge y acompaña a los migrantes que consiguen cruzar la frontera, llevándolos a Bayona.

La voluntaria sube a su coche y se dirige a los almacenes de la compañía ferroviaria SNCF. Allí hay un nuevo puente con barricadas. “Se cerró poco después de su inauguración para evitar que los migrantes cruzaran”. Colocaron vallas como quien hace un castillo de naipes y añadieron otras en los laterales. Abajo, los paseantes recorren la bahía.

Miren observa el puente de Santiago y la pequeña carpa blanca que indica el control policial en la frontera entre Hendaya e Irún. “Por definición, un puente debe conectar, no separar...”. Según un activista, en este puente y en el de Behobia hay “cuatro veces más policías” que antes. Se para a todos los autobuses y se controla a los pasajeros. “Esto es lo que empuja a la gente a correr cada vez más riesgos”, afirma, como le pasó a Yaya Karamoko, que se ahogó en el río Bidasoa el pasado mes de mayo.

El 12 de junio, a iniciativa de LAB, sindicato sociopolítico vasco, se celebró una manifestación entre Irún y Hendaya para denunciar la “militarización” de la frontera en lo que “siempre ha sido una tierra de acogida”. “Se trataba de un acto de desobediencia civil y decidimos incluir a seis inmigrantes entre un centenar de manifestantes”, explica Eñaut, responsable del País Vasco Norte. “No podemos al mismo tiempo organizar la acogida de personas en Bayona y dedicar enormes recursos a esta caza de brujas, con las muertes que esto provoca. El accidente de San Juan de Luz es el resultado de una política migratoria racista”. El sindicato espera, mediante el desarrollo de la acción social, sensibilizar a todos los sectores de la sociedad –empresarios, empleados, Estado– sobre la cuestión de la migración.

Movilizaciones para proteger el paso de los migrantes

A las 22 horas del martes, en el lado español, Maite, Arantza y Jaiona se acercan lentamente a la parada de la estación de autobuses de Irún. Los tres son voluntarios de la red ciudadana Gau Txori (“Pájaros nocturnos”). Desde hace más de tres años, cuando los autobuses se vacían por la noche, buscan a posibles exiliados desorientados para llevarlos al centro de acogida de la Cruz Roja, situado a dos kilómetros. Durante el día, las huellas de pasos, dibujadas en el suelo y acompañadas de una cruz roja, pretenden guiar a los migrantes recién llegados a Irún. Pero cuando cae la noche, es difícil verlos en el pavimento y encontrar el camino.

“En invierno, es terrible”, suspira Arantza. “Esta estación es desoladora. No hay nada, ni siquiera el horario de los autobuses. Les ayudamos porque no podemos soportar la injusticia. No podemos quedarnos sin hacer nada, sabiendo lo que está pasando”. Y Maite continúa: “Para mí, todo el mundo debería poder pasar en nombre de la libertad de circulación”. “La semana pasada había muchos inmigrantes en las calles de Irún. La Cruz Roja estaba desbordada. Normalmente, el centro sólo puede acoger a 100 personas durante un máximo de tres días. Cuando les llevamos a gente, algunos se quedan en la puerta y tenemos que ponerlos en tiendas de campaña fuera”, dice un Jaiona hastiado.

Mientras denuncian los efectos mortales de las políticas migratorias europeas, un autobús se detiene y luego otro. “Creo que esta noche no habrá nadie”, sonríe Arantza. El trío se dirige al último autobús, que llega a la estación a las 23.10 horas. Un hombre saca su equipaje, y el de una joven, de las entrañas del autobús. Las voluntarias dan media vuelta, pensando que van juntos. Jaiona, que ha permanecido en un segundo plano, percibe la mirada perdida de la adolescente, desesperada por ver cómo se alejan las mujeres allí presentes. “¿Cruz Roja?”, susurra una de las voluntarias al oído de Mariem, y ella asiente, aliviada al comprender que esas desconocidas están ahí para ella.

De inmediato, Maite le agarra una bolsa y le señala el vehículo aparcado un poco más allá. “No te preocupes, somos voluntarias”, le dice Jaiona en español. “No queremos hacerte daño. Te llevaremos a la Cruz Roja y esperaremos hasta estar seguros de que tienes un lugar antes de irnos”, añade Maite en un francés precario.

Rostro juvenil, ojos almendrados, Mariem sólo tiene 15 años. Acaba de llegar procedente de Madrid, con un gorro con pompón en la cabeza, donde ha pasado un mes tras ser trasladada en avión desde Fuerteventura a la Península, como muchos otros en las últimas semanas que luego han continuado su viaje hacia el norte. Las voluntarias llaman a la puerta de la Cruz Roja, un agente se hace cargo de Mariem. En el exterior, los faros del coche iluminan dos tiendas de campaña utilizadas como refugio para los exiliados no admitidos.

A la mañana siguiente, desde las 9 horas, varios exiliados ocupan los bancos de la plaza del ayuntamiento de Irún. Todos los días, entre las 10.00 y las 12.00 horas, la red ciudadana Irungo Harrera Sarea les recibe para asesorarles. “¿Quién quiere quedarse aquí en España?”, pregunta Ion, uno de los miembros del colectivo. No se levanta ni una sola mano. Ion se lo esperaba. Fátima (nombre supuesto), la única mujer entre los 10 exiliados, ha pasado la noche a la intemperie, sin conocer el centro de acogida. “Conseguí cruzar la frontera, pero la Policía me detuvo en el autobús y me devolvió a España”, dice, vestida con un traje deportivo, con un saco de dormir desplegado en su regazo. El “récord”, según Ion, lo tiene un hombre que intentó pasar ocho veces y fue rechazado otras tantas. “Al final lo consiguió”.

Evitar moverte en grupo, hacerse notar. “Sois negros”, les dice, con pragmatismo, recordándoles una triste realidad: la frontera es un coladero para cualquiera que tenga la piel lo suficientemente clara como para no ser sometido a controles. “La migración no es algo de lo que haya que avergonzarse, no hay razón para ocultarla”, dice, justificando el hecho de que se hayan instalado en el centro de la ciudad.

Ion ve una mayoría de subsaharianos. Pocos marroquíes y argelinos, que tendrían “sus propias redes de apoyo”. “Les decimos que no crucen el río Bidasoa ni vayan por la vía férrea. Hacemos el trabajo sucio ayudándoles a continuar su viaje, lo que conviene al ayuntamiento de Irún y al Gobierno vasco porque les libramos de los migrantes”, lamenta. “Al tratar de impedir que crucen, los Estados sólo garantizan su sufrimiento y alimentan a los traficantes”.

Uno de los exiliados se levanta y sigue a un voluntario, antes de infiltrarse a pocos metros en un edificio del casco antiguo. Karmele, una mujer jubilada de pelo canoso, le invita a entrar en una habitación cuyas paredes están repletas de estanterías con ropa.

En este banco de ropa solidario, todo ha sido diseñado para ser rápido y fácil: Karmele examina la morfología del joven, luego elige una de las filas, donde las prendas, según su naturaleza –plumíferos, jerseys, polares, pantalones– están cuidadosamente dobladas. “Eres largo, esto debería quedarte bien”, dice, entregándole una chaqueta. A su derecha, un cartel bajo unas cajas de cartón etiquetado como “bebé” recuerda a las mujeres africanas que son “mujeres de poder”.

El grupo de exiliados regresa al centro de acogida para descansar antes de intentar cruzar durante el día. Mariem, la adolescente, decidió no ir al ayuntamiento a las 10 de la mañana, influida por los amigos del centro. “Me dijeron que un hombre podía hacernos pasar, que le pagaríamos al llegar a Bayona. Pero estoy en la frontera y no responde al teléfono. Nos dijo antes que había demasiados controles y que no podíamos pasar por el momento”, confía, abatida, al final de la mañana. Permanecerá bloqueada hasta el final de la tarde en Behobia, el segundo puente, antes de decidir regresar a Cruz Roja para pasar la noche.

Al mismo tiempo, en el aparcamiento que hay antes del puente de Santiago, los jóvenes magrebíes matan el tiempo, tumbados en la hierba o sentados en un banco. Todos ellos han visto su vida truncada por “el ghorba” (“el exilio”), que no ha tenido piedad de ellos, habiendo pasado por diferentes países europeos sin conseguir establecerse. “Llevo ocho años en Europa y todavía no tengo mis papeles”, cuenta Younes (nombre supuesto), un joven marroquí que lleva un mes viviendo en un albergue de Irún. Mokhtar (nombre supuesto), un harraga (emigrante que salió clandestinamente de la costa argelina) de Orán, está de acuerdo: “El exilio nos destruye, a veces pienso que habría sido mejor quedarnos con nuestra familia. Pero hoy, es imposible volver sin haber construido algo...”. La noción de “fracaso” y la mirada de los demás serían insoportables.

Todos los días, Mokhtar y sus amigos ven a decenas de inmigrantes que intentan cruzar el puente que marca la frontera. “Los argelinos que murieron habían pasado por aquí. Incluso se quedaron un tiempo en nuestra residencia. Antes de cruzar la frontera, les di cuatro cigarrillos. Salieron de noche, por las vías del tren desde aquí”, señala en la distancia. “Que descansen en paz. Esta frontera es una de las más difíciles de cruzar en Europa. El otro drama humano es el de los familiares de las víctimas, desolados por la falta de información de las autoridades francesas”.

Los familiares de las víctimas, en la incertidumbre

“Las familias no han sido informadas, es una tortura. Sabemos con certeza de dos personas. La madre de uno de los chicos llamó al hospital, a la comisaría... Sin conseguir ninguna información. Pero no ha tenido noticias desde el día de la tragedia y los amigos que le conocían están seguros de sí mismos”, explicaba una activista el viernes 22 de octubre. Según el fiscal de Bayona, contactado esta semana por Mediapart (socio editorial de infoLibre), las víctimas han sido identificadas, tanto gracias a la investigación abierta como a los familiares denunciantes.

La mezquita de Irún también ha desempeñado un papel fundamental en la búsqueda de los harragas muertos. “Varias personas participaron, entre ellas asociaciones. Estuve en contacto con las familias de las víctimas y con el consulado argelino, que lo gestionó casi todo. Los cuerpos fueron repatriados a Argelia el sábado 30 de octubre y el superviviente aguanta psicológicamente”, explica Mohamed, miembro activo del lugar de culto. El 18 de octubre, la página de Facebook Les Algériens en France reveló los nombres de dos de las tres víctimas, Faisal Hamdouche, de 23 años, y Mohamed Kamal, de 21.

A pocos metros de Mokhtar, en un banco, a dos jóvenes sirios se les negó la entrada por no tener documentos de identidad: “Llevamos cuatro veces intentando pasar y nos han rechazado”, dice el mayor, de 20 años, con cuatro billetes para el “topo” en la mano. Su hermano menor, de 14 años, no deja de hacerle preguntas. “¿No vamos a poder pasar?”. Su madre y su hermana, ambas refugiadas, llevan dos años esperándoles en París; se están impacientando.

El jueves a mediodía, los sirios, pero también el grupo de exiliados informado por Irungo Harrera Sarea, están todos en Pausa, en Bayona. Algunos descansan, otros se relajan en el patio del centro de acogida, donde el sol pega fuerte. “Fue un poco difícil, pero nos las arreglamos”, confiesa Fofana, un joven marfileño, ante la puerta del Quai de Lesseps. “Es muy extraño ver que la gente se mueve libremente, mientras que nosotros tenemos que tener cuidado. Prefiero reírme que llorar por ello”.

Aunque se permite que los exiliados salgan, no deben alejarse mucho para evitar ser sometidos a controles por la Policía. “Estamos esperando el autobús para ir a París esta tarde”, añade M., el sirio, mientras su hermano pequeño se esconde detrás del parquímetro para jugar con un teléfono, protegido del sol. Una última etapa, que también conlleva su cuota de riesgo: algunos conductores de autobuses “Macron” piden un documento de identidad al subir, otros no.

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Traducción: Mariola Moreno

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