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Fukushima cuatro años después: los refugiados son obligados a volver a la zona contaminada

Fukushima cuatro años después: los refugiados son obligados a volver a la zona contaminada

Frederic Ojardias | Mediapart

Los 120.000 desplazados nucleares de Fukushima encaran presiones gubernamentales crecientes para volver a vivir en las zonas fuertemente contaminadas. Aunque la central asolada continúa vertiendo radioactividad, el Gobierno japonés, férreo defensor de la energía nuclear, quiere dar la impresión de una vuelta a la normalidad.

“Mi casa es inhabitable. Es muy radiactiva”. Sentado de piernas cruzadas sobre su tatami, el señor Nakano, de 67 años, abre su periódico local por la página que da cada día, como si fuese el tiempo, los índices de radioactividad de cada aldea situada en los alrededores de la central devastada de Fukushima Daiichi. Con rotulador rojo, Nakano ha dibujado un punto delante del índice de contaminación de su pueblo: 14,11 uSv/h [sieverts por hora, unidad que mide la dosis de radiación absorbida por la materia viva]. “Es muy elevado y muy peligroso. Además, es un índice oficial en el que no confío. Creo que la radioactividad es todavía más fuerte”.

Sin embargo, en las zonas evacuadas las visitas cortas son autorizadas durante el día. Nakano se desplazó con su mujer, el diciembre pasado, a su casa desierta situada en el municipio de Okuma para una ceremonia en memoria de su padre difunto. En las fotos tomadas durante la visita, la pareja aparece cubierta de protecciones de la cabeza a los pies: bata, máscara, bolsas de plástico protegiendo los zapatos. “No nos gusta ir. La casa está en ruinas, entran los animales salvajes, nos robaron. No hay nada que hacer, aparte de rezar, dejar flores y mirar. La última vez, nos quedamos veinte minutos y nos fuimos”.

Nakano y su esposa viven desde hace 4 años en un apartamento pequeño de dos piezas, situado en un bloque de viviendas provisionales y prefabricadas, construidas de urgencia tras la explosión de la central. Al día siguiente de la tragedia del 11 de marzo de 2011, todo el municipio de Okuma, su ayuntamiento, su administración y sus 11.500 habitantes se mudaron a la ciudad de Wakamatsu, a 120 kilómetros del accidente. Alrededor de esta ciudad de acogida se han multiplicado estos edificios temporales y grises, de una sola planta e impecablemente conservados.

En el minúsculo salón de los Nakano solo hay una mesa baja, un tatami y dos televisores. Sobre las paredes color beige, han pegado con celo dos fotografías: imágenes aéreas de su casa abandonada con la central al fondo. Desde su única ventana, la vista da a otros inmuebles prefabricados. “Al principio, todas estas viviendas estaban llenas. Pero ahora están medio vacías”, suspira Nakano, “solo los más viejos, de una media de 70 años, nos hemos quedado. Los jóvenes se van a otro lugar y rehacen su vida”.

Como Yoshida Kuniyoshi, de 34 años. De cabello largo, pequeña perilla, voz pausada y determinada, este diplomado de una universidad de Tokio se expresa en inglés. Originario él también de Okuma, vive en una casa vacía de Aizu-Wakamatsu, cuyo alquiler lo paga el Gobierno. Editor de una pequeña revista local, se gana la vida dando clases de apoyo escolar en una clase improvisada en la primera planta de su domicilio. “Al día siguiente del tsunami, los altavoces del pueblo nos ordenaron evacuar la zona a causa de la radiación”, recuerda. “Mis padres y yo nos fuimos a bordo de los camiones de la Armada. Estoy muy agradecido con los ciudadanos de Aizu-Wakamatsu que nos acogieron”.

Yoshida Kuniyoshi saca de un armario empotrado su contador Geiger, cuidadosamente envuelto en una funda de plástico. “Cuando vuelvo a la que fue mi casa, pita como un loco, es flipante”. Sobre su mesa negra, con tiza, apunta las dosis máximas de radioactividad, muy elevadas según dice, autorizadas por el Gobierno en las zonas donde la orden de evacuación será anulada pronto. “No confío en ellos. Cuando nos dicen que 'es seguro', yo sospecho que están sirviendo a los propósitos de la industria nuclear”.

Casado desde joven, Kuniyoshi no tiene ninguna gana de volver a instalarse en su casa irradiada, a pesar del fin probable, de aquí a dos años, de las indemnizaciones y ayudas financieras. “Los periódicos próximos al Gobierno escriben que los evacuados cuestan muy caro. Hay presiones para poner fin a las compensaciones dadas a los refugiados nucleares. Yo creo que, en mi caso, se acabarán en 2017, como ya se ha previsto para ciertas zonas. El 2017 será un año de lucha”, advierte con una risa amarga.

Esas indemnizaciones son, por otro lado, modestas: 100.000 yenes al mes (725 euros), una cifra que apenas permite sobrevivir en un Japón donde el coste de vida es muy elevado. Su fin programado es una de las medidas más coercitivas puestas en marcha por el Gobierno del primer ministro Shinzo Abe, apoyado sobre su política pronuclear para obligar a los ciudadanos a volver a las zonas contaminadas. Una gran parte de los 120.000 refugiados nucleares (oficialmente registrados como tales) eran propietarios de su casa o de su granja, ahora bien, las regiones contaminadas no son ricas, y muchos de ellos no tendrán los medios financieros para instalarse en otros lugares.

Para tranquilizar a las poblaciones desplazadas sobre la cuestión de su vuelta, el Gobierno ha lanzado trabajos gigantescos de “descontaminación”: durante meses, en las zonas evacuadas menos irradiadas, miles de trabajadores han rascado los suelos, levantando cinco centímetros de tierra alrededor de las viviendas y en los arrozales, reconstruyendo las carreteras, intentando retirar el cesio radioactivo que se engancha a las superficies. Estos trabajos son muy costosos, producen miles de toneladas de desechos radioactivos que habrá que depositar en alguna parte… y su eficacia se pone en duda.

Un contador Geiger en mitad de Fukushima. FLICKR

“Lo que observamos, en la práctica, es que en esas supuestas 'zonas descontaminadas', el 90% del territorio queda contaminado. La región posee muchos bosques imposibles de limpiar. La gente quiere volver a zonas constituidas por manzanas y calles descontaminadas, mientras que el reto está todavía irradiado”, denuncia Jan van de Putte, experto nuclear de Greenpeace entrevistado en el pequeño despacho de la ONG en Tokio. “No es un lugar en el que quieras dejar a tus hijos jugar en la naturaleza. Creemos que los pueblos evacuados deberían, al menos, tener el derecho de elegir si volver o no. Pero el Gobierno les impone su opinión, algo que es totalmente irresponsable”.

La Administración de Abe quiere, a toda costa, relanzar una parte de los 48 reactores parados

En la mayoría de países, la dosis máxima de radioactividad admitida (fuera de la radioactividad natural y de las dosis recibidas por tratamientos médicos como los escáneres) está fijada en un milisievert (mSv) al año. Particularmente es el caso de Francia. Para los trabajadores del sector nuclear, esta dosis máxima pasa a 20 mSv por año. Ahora bien, en Fukushima, el Gobierno pretende levantar pronto la orden de evacuación para las zonas fuertemente irradiadas en las que, incluso después de la descontaminación, la población estará expuesta a dosis cercanas a los 20 mSv por año, “y hasta los 50 mSv al año en los lugares que no están limpios”, advierte Jan van de Putte.

“Es fuerte. Yo recuerdo que es la norma para los empleados franceses del sector nuclear, ¡una norma que será aplicada a los niños, los recién nacidos, a todo el mundo! Es evidente que tendrá unas consecuencias sanitarias enormes”, denuncia Cécile Asanuma-Brice, directora adjunta del Centro Nacional de Investigación Científica de Tokio e investigadora asociada a la Maison Franco-Japonese [instituto francés de investigación sobre Japón] de la capital.

Esta socióloga considera que la política de incitación a la vuelta va más allá del fin de las subvenciones y de los trabajos de descontaminación ilusorios: ella apunta a la manipulación psicológica. “El Gobierno busca cerar un sentimiento de nostalgia en relación al territorio de origen. Es extremadamente vicioso. Por ejemplo, cuando los niños empezaban por fin a establecerse y reintegrarse en sus lugares de refugio, se organizaron talleres con los ancianos de sus aldeas de Fukushima. Se les sume con ellos, cocinan juntos, y los ancianos les explican que las legumbres vienen del jardín del abuelo o de la tía. Se les cuenta leyendas fabulosas y cuando el niño vuelve a casa pregunta: 'Mamá, ¿cuándo volvemos a casa?'. Esto genera una herida abierta. La gente no puede establecerse nunca. Psicológicamente es insoportable”.

Cécile Asanuma-Brice señala la complicidad de las organizaciones internacionales nucleares en esta política de retorno y en los esfuerzos semánticos desplegados para dramatizar la situación. “Por ejemplo, se ha dejado de hablar de víctimas, se les llama 'personas afectadas'. El afecto remite a una actitud no racional, es contrario al intelecto”.

Los grandes esfuerzos realizado por el Gobierno de Shinzo Abe se explican por una estrategia de normalización: las autoridades quieren hacer creer que una vuelta a la normalidad es posible y que ellos son capaces de gestionar el desastre. La Administración de Abe, sostenida por un potente lobby nuclear, quiere relanzar a toda costa una parte de los 48 reactores nipones, todos parados desde hace más de un año. Antes de la explosión de Fukushima, Japón era la tercera potencia nuclear civil mundial. La reticencia al átomo de la mayoría de la población –la única que ha sido víctima de ataques nucleares en Hiroshima y Nagasaki en 1945– no merma la resolución de las autoridades.

Ahora bien, para dar la impresión de una vuelta a la normalidad, hace falta que el mayor número de refugiados nucleares acepte volver a casa. No solamente las personas más ancianas (menos preocupadas que las jóvenes generaciones por los efectos a largo plazo de la radioactividad), sino también los jóvenes, los médicos, los comerciantes… De ahí esas operaciones de descontaminación en las zonas evacuadas, mientras que otras zonas todavía habitadas y contaminadas (como la ciudad de Fukushima) no han sido objeto de ninguna operación de limpieza. La contaminación no es uniforme: se presenta más bien bajo la forma de un patchwork, con “puntos críticos” diseminados por todo el territorio, algunos situados hasta en las afueras de Tokio.

Estos puntos críticos no se limpian. “Estas zonas no son la prioridad del Gobierno”, se lamenta Jan van de Putte. “Estamos asistiendo a una concentración de medios basada en una agenda puramente política y no sobre la protección de la población. Es un enfoque muy cínico y escandaloso”. El mismo sentimiento de cólera expresa Asanuma-Brice: “Hacemos que los ciudadanos asuman el riesgo de una inversión nuclear. Desde un punto de vista de los derechos del hombre, no tiene ningún sentido”.

Frente a estas presiones crecientes, los 120.000 evacuados nucleares están divididos entre los partidarios de la vuelta y los otros. Las tensiones se resienten hasta en el seno de las familias: “Veo a mi alrededor numerosos casos de divorcios o separaciones”, apunta Furukawa, una señora de 51 años, nodriza, que vive en uno de los inmuebles provisionales de Aizu-Wakamatsu. “En mi ciudad evacuada, la radioactividad ha caído a 8,8 mSv al año. Siento que somos forzados a volver, pero yo no quiero. No por mí, sino por mis tres hijos”. ¿Y su marido? La señora se ríe: “¡mi marido me obedece!”.

Al principio, los opositores al retorno eran muy críticos. Como la señora Kowata, de 59 años y de Okuma, a la que me encontré en la sala común de una urbanización de refugiados. Esta dama pequeña y a alerta, con los ojos brillantes y la sonrisa expresiva, hace gala de un bello par de calcetines colorados de dedos… y ha fundado una red de mujeres que se niegan a volver. Ella ha impulsado un largo combate contra su alcalde para que las sumas inmensas perdidas en la descontaminación inútil sean utilizadas para construir, en otro lugar, una nueva ciudad de Okuma. “Fui muy criticada por eso. Pero ahora, cuando los refugiados ven que la radioactividad todavía está presente en sus casas, se niegan a volver”.

“En mi casa, los tatamis y el techo están podridos. Creo que alguien vive allí: encontré baguettes a medio comer y tazones de tallarines instantáneos. Le dejé un mensaje: 'Esta casa es peligrosa, vas a enfermar'”. La señora Kowata entabló un proceso contra el alcalde y le acusa de obligar a sus ciudadanos a volver, mientras que él mismo se ha construido una casa en una zona segura. “El alcalde nos promete empleo, dice que construirá fábricas y una granja de acuicultura”.

Es el contribuyente japonés quien paga la factura de la gestión de la catástrofe

“A finales de mayo, una encuesta dirigida a cerca de 16.000 refugiados nucleares por un profesor de la universidad de Waseda, en Tokio, descubrió que el 40% de ellos sufrían de estrés postraumático de 'angustia de muerte nuclear'”, subraya Cécile Asanuma-Brice. “¿Cómo podemos obligar a esas personas a volver al lugar que provocó su traumatismo, mientras que la central sigue en ruinas y los temblores de tierra son numerosos?”.

Al contrario de lo que se piensa, la crisis en la central de Fukushima-Daiichi está lejos de acabarse. Cada día, la Compañía Eléctrica de Tokio (TEPCO por sus siglas en inglés) vierte 300 toneladas de agua para enfriar las barras de combustible. Esta agua radioactiva es acumulada en inmensas cubas cuyo hermetismo se pone en duda. Los corazones de tres reactores –inaccesibles– se han fundido y han atravesado el primer muro de retención, no se sabe hasta qué punto estas masas a muy alta temperatura han cruzado el segundo muro y alcanzado el hormigón de la central.

Problema: la central tiene numerosas fugas y su radioactividad contamina las capas freáticas y el agua que pasa por debajo para llegar al Océano Pacífico. Estas fugas se agravan al mismo tiempo que las fisuras se alargan. Para impedir esta contaminación subterránea, TEPCO ha iniciado la construcción de un “muro de hielo” de 30 metros de profundidad y 1,5 kilómetros de largo, una tecnología incierta que nunca se había usado a esta escala. Otro aspecto inquietante: la estructura de la central, en particular del cuatro reactor, está muy dañada. "En caso de un nuevo seísmo, no se pueden descartar otros desprendimientos de intensa radioactividad", alarma Jan van de Putte: “Me preocupa especialmente el impacto, imposible de evaluar, de un derrumbamiento eventual de estroncio radioactivo”.

Vista del terreno durante los días posteriores al tsunami de 2011. FLICKR

El Gobierno y TEPCO prevén el desmantelamiento completo de la central para el año 2045. “¡Nadie se lo cree!”, espeta Shaun Burnie, otro experto de Greenpeace de visita en Japón. “Un dirigente de TEPCO reconoció que no se dispone todavía de los medios necesarios para retirar el combustible fundido. Incluso especuló sobre un desmantelamiento que duraría 200 años. Nadie lo sabe”.

Entre 6.000 y 7.000 personas trabajan cada día sobre en esta obra de pesadilla. Entre ellos se encuentran los hijos del señor y la señora Nagano, la pareja refugiada en Aizu-Wakamatsu. “Nuestros hijos necesitan ganarse la vida para alimentar a sus hijos”, explican. ¿Están preocupados? Alzamiento de hombros: “La familia sabe bien que no hay otra elección”. TEPCO se enfrenta, además, a una penuria de obreros: los más experimentados no pueden trabajar porque ya alcanzan la dosis radioactiva acumulada máxima.

“La mayoría de esos trabajadores no son asalariados de TEPCO”, recuerda Shaun Burnie. “Son subcontratados, subcontratados por los sobcontratados. Algunos obreros son personas sin hogar, reclutadas en la calle. Sus condiciones de trabajo son terribles, sus salarios miserables, su jubilación inexistente. Nosotros le guardamos el respeto más absoluto a esos hombres que hacen todo lo que pueden en una situación imposible”. El panorama provoca la alegría de los yakuzas: los gánsteres japoneses están especializados en el negocio del reclutamiento de trabajadores temporales en condiciones lamentables. TEPCO también sale muy bien parado: es el contribuyente japonés quien paga la factura de la gestión de la catástrofe. En 2014, la empresa dio beneficios.

Es todavía muy pronto para aventurar las consecuencias de la catástrofe nuclear en términos de sanidad pública: después de la explosión, de la central ucraniana de Chernóbil, la subida del número de cánceres de tiroide, en particular entre los niños, comenzó a observarse cinco años después de la catástrofe. En Japón, solo cuatro años después de las primeras lluvias atómicas, según la universidad de medicina de Fukushima, de 385.000 japoneses de menores de 18 años, 127 han sido operados o están en fase de serlo por cáncer de tiroides. Lo cual significa un índice de 330 cánceres por cada millón de niños, mientras que, por ejemplo en Francia (entre 1997 y 2001), la proporción observada es de 1,8 cánceres por cada millón.

Este argumento de las enfermedades ligadas a la irradiación se explica, en parte, “por el hecho de que el Gobierno todavía no ha revelado las informaciones más importantes desde que comenzó la crisis”, lamenta el doctor Hasegawa Hiroshi. Este agrónomo especialista en productos bio dimitió de su puesto de funcionario después de la explosión de la central: discutió con su jefe, que rechazaba publicar información sobre la radioactividad.

“La gente no supo qué hacer después del accidente: ¿quedarse o partir? Tenían que tomar una decisión y me dije que yo podía ayudarlos con mis conocimientos científicos”. El doctor dirige ahora un “laboratorio ciudadano” de medida de la radioactividad en la ciudad de Fukushima. Su laboratorio proporciona medidas independientes del suelo, la comida y de las dosis acumuladas en los individuos. “con estas informaciones, damos a los ciudadanos de Fukushima medios para tomar decisiones”. Para los niños, los exámenes de medida de la radioactividad del cuerpo son gratuitos. El laboratorio se financia gracias a las donaciones.

Algunos saben que no volverán jamás a casa. Como el señor y la señora Watanabe, de 65 y 62 años respectivamente, ambos agricultores: su granja, situada a tres kilómetros de la central, se halla en un lugar de servirá en un futuro para el almacenamiento de desechos de la descontaminación. Una situación “temporal” que se prevé que dure 30 años. Lo que no les impide volver a su casa todos los meses para limpiar, desbrozar y cuidar las tumbas. “Es más fuerte que nosotros. No podemos evitar ir para arreglarla”. La señora Watanabe, de rostro vivo y expresivo, retiene las lágrimas al hablar de su casa y su granja, que cuelga retratada en una gran foto de la pared de la habitación donde duermen ahora.

Pero los Watanabe rechazan apiadarse de sí mismos. Ellos prefirieron evitar los inmuebles prefabricados y viven en un pequeño apartamento en Aizu-Wakamatsu. Él es jardinero y ella trabaja en la cocina de un Onsen, una cadena termal local. En la pared del salón, cada uno tiene su calendario cubierto de actividades y de citas. Están orgullosos de mostrar que siguen activos en la lucha, que no son asistidos. Piden al Gobierno indemnizaciones que les permitan comprar una granja y empezar de cero en otro lugar. “Nosotros somos las víctimas. Sin embargo, los burócratas nos dicen: 'vuestras tierras están contaminadas' y lo que nos ofrecen a cambio no nos permitirá instalarnos lejos. ¿Japón es aún un estado de derechas?”.

“Antes de la catástrofe, nos preocupábamos poco por la posibilidad de un accidente nuclear, pero nunca habríamos pensado que pudiera ser tan grave. Cuando fuimos evacuados, pensábamos que volveríamos tres días más tarde. Todos esos expertos de la industria nuclear nos aseguraron que era una energía segura. 'Segura, segura, segura', se escuchaba esa palabra todo el rato”.

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Yoshida Kuniyoshi, el editor de la revista, lanza una advertencia similar mientras nos acompaña fuera de su clase: “vosotros, los franceses, deberíais reflexionar sobre las consecuencias de un accidente nuclear. Las ciudades que amáis, los recuerdos que guardáis… Un accidente nuclear puede destruirlo todo. Aquí, la industria nuclear se ha llevado nuestras vidas y todo lo que nos legaron nuestros antepasados”.

El mismo eco se escucha de los activistas de Greenpeace: “Al contrario de lo que se creía, los campos japoneses no están densamente poblados. En Fukushima, 230.000 personas vivían en un radio de 30 kilómetros. En Europa, la mayoría de centrales nucleares están situadas en regiones más pobladas. Un accidente similar en Europa tendría un impacto muchísimo más grave”, índice Jan van de Putte. Con el 73% de su electricidad producida por el sector nuclear (en Japón era el 28% antes de la crisis y el 0% hoy), la economía francesa es mucho más dependiente del átomo. Por tanto, mucho más vulnerable en caso de accidente.

Traducido por: Marta Semitiel

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