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Hay viviendas destrozadas, escombros por doquier, carreteras desvencijadas a las que se ha echado arena aquí y allí para que los coches puedan circular. En el enclave costero, sometido a bloqueo desde 2007, dos meses después del alto el fuego que puso fin a 11 días de enfrentamientos mortales, el tiempo parece haberse detenido y la reconstrucción está lejos de haber comenzado.
No hay dinero, no hay materiales, no hay una estrategia clara y sus habitantes se esfuerzan, como pueden, por volver a la vida normal, a pesar del dolor y del trauma.
En Sheikh Zayed, en el norte de la Franja de Gaza, Yazeed Abu Safieh recibe en una pequeña tienda de campaña frente a lo que era un edificio de siete plantas reducido a escombros. El calor es sofocante, es difícil moverse y apenas se puede adivinar cómo era el lugar antes del bombardeo. El gazatí de 26 años muestra en su teléfono fotos del “antes y el después”.
“Todo fue destruido en la noche del Eid, el día en que celebramos el final del Ramadán”, suspira. “Estábamos en casa de mi padre cuando la aviación israelí apuntó al edificio... y afortunadamente. Porque si llegamos a estar en el piso, a estas horas seríamos todos mártires. No nos avisaron, nada”. Nos muestra el profundo cráter que hay detrás de él, que atestigua la potencia de la explosión.
Aquí y allá, entre escombros, entre en los pequeños montones de escombros, pueden verse carteles blancos con bordes rojos, con nombres... “Significa que la gente vivía aquí, en uno de los pisos, o que había una casa”, explica Yazeed. Alrededor de su edificio, una docena de ellos está hecho trizas. Una familia entera –los Tanani, el padre, la madre embarazada y cuatro hijos– murió bajo los escombros. “Escapaban de su casa durante el bombardeo. Nuestro edificio fue alcanzado... y se derrumbó sobre ellos”, dice, con los ojos empañados, tragando saliva y señalando que los servicios de atención no llegaron hasta 12 horas después, tras recibir la llamada de los vecinos.
“Ni siquiera puedo describirlo con palabras”, intenta continuar Yazeed. “Mi padre empezó a trabajar para construir este edificio cuando tenía 15 años, puso en él todo su dinero, toda su vida. En un segundo, todo desapareció. Sin motivo ninguno...”. Hoy, él y su familia tienen que vivir de alquiler.
Lograron algo de dinero (“cash first aid”), a través de organizaciones internacionales. “En realidad, se trata simplemente de tener un techo... Es temporal, y no es suficiente para toda nuestra familia”. ¿A qué espera? La reconstrucción. Pero sin muchas esperanzas: “Vimos a la ONU, vimos a la oficina de estadísticas... Tardaremos años. Y con la próxima guerra volveremos a las andadas y nos hará retroceder años otra vez”.
“Nuestros sueños se esfuman”, dice por su parte Jawad Mahdi, propietario de la torre Jala, en la ciudad de Gaza, blanco de la aviación israelí y que quedó completamente destruida el 15 de mayo. De los 13 pisos que tenía, tampoco queda nada. Allí vivían 40 familias y el edificio albergaba la agencia de noticias estadounidense AP, el canal de televisión qatarí Al-Jazeera, varios despachos de abogados y una clínica.
Camisa negra, zapatos de cuero pulido, una elegancia que contrasta con la situación, este hombre de 68 años –un icono en Gaza– observa, cansado, a tres excavadoras egipcias trabajando. Pasa entre los trabajadores, evita el polvo y nos lleva a su tienda de trajes. “Nunca imaginamos que la torre sería un objetivo, especialmente con los medios de comunicación internacionales”.
Según el Ejército israelí, la torre albergaba “entidades pertenecientes a la inteligencia militar de Hamás”, lo que Jawad refuta categóricamente. “No tenemos nada que ver con Hamás, ni con la política en general”, afirma. “Lo que ocurrió es un crimen de guerra. Y estoy tratando de demostrarlo: he encargado a los abogados que presenten una denuncia ante la Corte Penal Internacional”. Señala que los israelíes sólo les dieron 15 minutos tras avisar de que iban a bombardear. Normalmente, el aviso se da una hora antes.
Los residentes pudieron salir corriendo, pero no pudieron sacar nada. “Para nosotros, es como una segunda Nakba [el desplazamiento forzado de más de 750.000 palestinos cuando se creó el Estado de Israel en 1948]. El mismo día y el mismo resultado: perdimos todo lo que nos pertenecía, donde habíamos pasado la mayor parte de nuestras vidas”.
El miedo de los niños
Pero estos 11 días de guerra no sólo han causado daños visibles. En el puerto de la ciudad de Gaza se reúnen decenas y decenas de niños que han venido a escribir en hojas de papel con rotuladores multicolores los mensajes que quieren enviar a la comunidad internacional, antes de enviarlos en botellas al mar o colgarlos en globos de helio.
Hay música, globos, banderas, el calor del verano y el chapoteo del agua, pero las pocas sonrisas durante las fotos de grupo parecen forzadas, el ambiente es lúgubre y es difícil seguir adelante.
Ante las cámaras de una docena de periodistas, Nadine Abdel Latif pronuncia un discurso en el podio y lo admite: la niña está intentando –como puede– reconstruirse. A sus 10 años, vivía su cuarta guerra. “Fue aterrador, espantoso, ni siquiera sabía qué hacer”, rememora Nadine. “Lo único que hice fue llorar en mi cama... Abracé a mi madre, a mi hermano también. Pero sobre todo sabía que no estábamos a salvo en ningún sitio, ni en mi habitación, ni en mi casa... ¿Pero dónde podía ir? Mi madre siempre dice que es mejor morir juntos a que una persona siga viva”.
Desde el pasado mes de mayo, tiene miedo cuando alguien cierra la puerta, tiene miedo siempre que hay un ruido en mitad de la noche, porque imagina que es una explosión. Dice que puede oír las bombas, los ataques aéreos israelíes, en su cabeza todo el tiempo. “Intentar hacer algo ahora es realmente complicado. Es imposible no pensar en las personas cercanas que perdimos, en los compañeros que murieron en los bombardeos. Somos niños, merecemos vivir, merecemos ver la luz al final del túnel. Se supone que sabemos cuáles son nuestros derechos, pero en Gaza nunca los hemos visto”. Y continúa: “En otros lugares, los niños pueden ver películas de terror, ¿verdad? Nosotros los hemos visto, los hemos experimentado de verdad. Y aquí, desde el alto el fuego, mis amigos y yo tenemos miedo a jugar fuera. Pero también tenemos miedo de quedarnos encerrados, todavía dos meses después”.
“Durante la ofensiva, mis hijos hacían cabañas con el sofá, para protegerse. Me quitaban los cascos antirruido para no oír las bombas”, cuenta Ayman Mghames, un residente. Aquí, casi nueve de cada diez niños sufren estrés postraumático tras la última guerra. Toda una generación se ha visto asolada por repetidos conflictos.
En el puerto, algunos niños dibujan aviones del Ejército israelí; otros, tumbas. Algunos ya no hablan, otros son tímidos, otros son agresivos, incluso violentos o hiperactivos. “Pero el principal problema de todos estos niños es que no tienen una vida normal”, explica Nabila Kilani, fundadora del centro Amani de Gaza, también afectado por los bombardeos. “Su memoria ya está cargada, su nivel de estrés es alto. E incluso si no sufrimos un ataque, siempre hay estos drones zumbando sobre nosotros y estas amenazas... Esto es lo que llamamos guerra psicológica”.
El centro Amani equipa a los niños con mecanismos, tratando primero los síntomas de la posguerra. Decirles la verdad, darles consejos sobre cómo protegerse y cómo afrontar el estrés de futuros ataques. “Porque habrá más”, dice.
La agricultura destrozada
En Beit Lahia, en el extremo norte de la franja costera, el paisaje cambia radicalmente. Campos de maíz, plantaciones de fresas, huertos, algunos invernaderos y una multitud de granjas, transmitidas de generación en generación. Es aquí, cerca del muro de separación israelí, donde se concentra la mayor parte de la tierra fértil de la Franja de Gaza. Sin embargo, dos meses después de la guerra, los agricultores no se han librado de sus consecuencias y todavía siguen valorando el alcance de los daños.
Algunos lo han perdido todo, como Hamada Hamdi Khdeir, de 35 años. Se había hecho cargo de la granja familiar, que ha pasado de padres a hijos desde su bisabuelo. Se agacha, coge una patata del suelo y nos la tiende: “Mirad, está quemada. Es así en todo el campo. Es por la falta de agua, por el calor y sobre todo por la explosión”.
Detrás de él, hay un enorme agujero –causado por una bomba–, invernaderos completamente dañados y paneles solares, inutilizables por estar acribillados por los impactos de los misiles israelíes, los que utilizaba para regar sus plantaciones y tener electricidad cuando no hay electricidad en Gaza, que es casi siempre.
“No hay guerra que estalle sin que los agricultores seamos los primeros afectados”, lamenta Hamada Hamdi Khdeir. “Cada guerra, en cada ocasión, 2000, 2008, 2009, 2012, 2014 y 2021, es lo mismo. Aunque sólo sea un altercado en la frontera, sufrimos las consecuencias... Sobre todo cuando oímos hablar de atentados en solares vacíos, en realidad son nuestras tierras agrícolas. Y no le importa a nadie”.
La temporada agrícola se ha perdido. Dice que tiene deudas, que no sabe cómo las va a pagar y añade que tiene una familia que alimentar.
En Gaza, incluso los agricultores cuyos terrenos no fueron objeto de ataques directos se vieron afectados. Algunos agricultores que se quedaron en casa durante los 11 días de bombardeo perdieron sus hortalizas por falta de riego; otros simplemente no pudieron cosecharlas, se pudrieron en la tierra.
Incluso aquellos cuyas cosechas no se vieron afectados han sufrido restricciones a la exportación debido al bloqueo israelí desde 2007. “En los últimos 14 años, hemos retrocedido”, suspira Ahmed Hachem Khdeir, un gazatí de unos cincuenta años que cultiva pepinos y fresas a unos cientos de metros de la granja de Hamada. “Desde hace dos o tres años, sólo exportamos fresas o tomates, en cantidades ínfimas, y sólo a la Cisjordania ocupada”. Habla “del material agrícola, destruido, de la prohibición de acceso a ciertas tierras en las zonas tampón, la reducción del mercado local, la bajada de los precios... todo esto ya ha destruido una gran parte del sector agrícola”.
En su opinión, “si no se hace nada, dentro de cinco o seis años, tendremos que decir adiós a la agricultura de Gaza”.
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Traducción: Mariola Moreno
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