La inevitable colisión entre Donald Trump y la Reserva Federal

El presidente de EEUU, Donald J. Trump, asiste junto a su esposa Melania a la misa funeral del papa Francisco.

Martine Orange (Mediapart)

De repente parece soplar un viento de pánico en la Casa Blanca. En cuestión de horas, Donald Trump y el secretario del Tesoro de Estados Unidos, Scott Bessent, han bajado bruscamente el tono. Mientras que el día anterior ambos todavía rechazaban todas las críticas y advertencias, amenazando a todos aquellos que no compartían su opinión, el martes 22 de abril se dedicaron a enviar mensajes tranquilizadores a un mundo financiero desorientado por el caos creado en los primeros casi cien días de la presidencia trumpista.

El secretario del Tesoro fue el primero en dar marcha atrás. Ante una audiencia de inversores financieros cuidadosamente seleccionados, Scott Bessent admitió que la guerra comercial contra China “no es sostenible” y que habría que iniciar un proceso de distensión con Pekín. Donald Trump inmediatamente comenzó a hablar de que estaba dispuesto “a ser muy amable” con China y a entablar conversaciones para reducir los aranceles —elevados al 145 %— aunque no para dejarlos “a cero”.

El presidente americano aseguró a continuación que no iba a destituir al presidente de la Fed, Jerome Powell, como había amenazado hasta el día anterior. “Solo me gustaría que se mostrara un poco más activo en su idea de bajar los tipos... Pero no tengo intención de despedirle”, aseguró en su ya habitual rueda de prensa diaria.

Una nueva marcha atrás bajo la presión de los mercados

No es la primera vez que la Casa Blanca se ve obligada a dar marcha atrás desde el inicio de su segundo mandato. En febrero, justo después de anunciar un aumento del 25% de aranceles a las importaciones procedentes de México y Canadá, Trump decretó una moratoria de un mes ese mismo día por la tarde. El 2 de abril hizo su gran presentación sobre los aranceles recíprocos y al día siguiente declaró una tregua de 90 días, excepto para China, con el fin de entablar negociaciones bilaterales con los demás países.

Como siempre, no son las advertencias de la Fed ni las sombrías previsiones del Fondo Monetario Internacional las que llevan al ejecutivo estadounidense a reconsiderar su posición, sino los mercados. Aunque Trump, a diferencia de su primer mandato, finge ser indiferente a la evolución de los índices bursátiles, él y sus asesores siempre están ojo avizor. Y la imagen que transmiten es catastrófica para Trump: “Abril podría ser el peor mes para los mercados financieros desde 1932”, advertía el martes el Wall Street Journal.

Esta afirmación se produjo tras una nueva caída de la bolsa. Tras las amenazas de Trump de destituir al presidente del banco central, el mundo financiero estaba al borde de una crisis nerviosa. El dólar, los bonos del Tesoro, las acciones, las obligaciones, todo estaba a la baja. No en las mismas proporciones que tras el anuncio de los aranceles recíprocos del 2 de abril, pero la suma de estas sucesivas caídas empieza a pesar en el mundo financiero. En particular para los hedge funds, los fondos de inversión privados que se han visto sorprendidos por las apuestas que habían hecho desde principios de año. Muchos multimillonarios, gestores de estos fondos y que forman parte del círculo más cercano a Donald Trump, ya han perdido verdaderas fortunas. Y lo han hecho saber.

Desconfianza continua

Las declaraciones del presidente americano y de su secretario del Tesoro han permitido limitar los daños: los índices bursátiles han repuntado ligeramente, pero el dólar sigue su lenta erosión frente al euro, el yen, el franco suizo y la libra esterlina. Y el oro ha alcanzado el máximo histórico de 3.425 dólares la onza.

Este nuevo episodio, en opinión de muchos analistas, contribuye al clima de caos instaurado por Trump desde el inicio de su segundo mandato y alimenta la desconfianza creciente de los inversores internacionales hacia la Casa Blanca, el dólar y los activos estadounidenses en general. El capital extranjero comienza a marcharse sigilosamente, considerando que Estados Unidos ya no es el refugio seguro de antaño. El lunes, fondos de pensiones japoneses, conocidos por su gran paciencia, vendieron más de 20.000 millones de dólares en deuda estadounidense en un solo día. Una señal más de la crisis de confianza que se está afianzando entre Estados Unidos y el resto del mundo.

Pero ocurre que el Ejecutivo americano nunca ha necesitado tanto la financiación exterior. A pesar de las promesas electorales de Trump, el déficit presupuestario sigue aumentando a un ritmo de 100.000 millones mensuales en comparación con el mandato de Biden. Entre la renovación de la deuda vencida y las nuevas necesidades de financiación, el Tesoro americano debe recaudar 8 billones de dólares este año. Para ello necesita imperativamente capital extranjero.

El papel del presidente de la Fed es crucial en este momento: es el garante, en última instancia, del dólar, uno de los pilares institucionales de Estados Unidos y, en general, del sistema financiero internacional, o de lo que queda de él tras los golpes de Donald Trump. “Tocar la independencia de la Fed supondría un nuevo golpe a la credibilidad que tanto ha costado ganar a las instituciones financieras estadounidenses”, advirtió el lunes un directivo de Royal London Asset Management, citado por el Financial Times.

Un deseo de poder absoluto

La advertencia, lanzada en tono severo y a través de múltiples canales, parece que ha sido escuchada por la Casa Blanca. Sin embargo, muchos dudan de que el compromiso adquirido el martes por Trump de respetar la independencia de la Fed corresponda a una verdadera conversión, a una repentina creencia en los beneficios de la separación de poderes. El presidente americano es conocido por sus giros inesperados y sus bandazos brutales. Según predicen los analistas, cuando se publiquen las primeras cifras económicas, se apresurará a señalar al banco central como chivo expiatorio y a hacerle responsable del fracaso de su política económica.

Pero, sobre todo, lo que parece inevitable es el enfrentamiento, o incluso la colisión, entre la Casa Blanca y la Fed: está escrito en las estrellas, tanto por razones políticas como económicas.

Si en su primer mandato tomó algunas precauciones, Trump no toma ninguna en los inicios del segundo: no soporta que un poder, ya sea institucional, financiero, judicial o académico, escape a su control o se le resista.

Durante su campaña, atacó regularmente a la Fed y manifestó su intención de ejercer un derecho de control, incluso de veto, sobre las decisiones monetarias de la Reserva Federal. Scott Bessent, que participó en la elaboración de varios escenarios sobre la Fed, lanzó la idea de nombrar un presidente fantasma (shadow president) del banco central. Este no formaría parte oficialmente del comité de orientación de la política monetaria, pero daría indicaciones sobre las futuras decisiones en materia de política monetaria, vaciando así de poder a la Fed.

Más allá de su deseo de poder absoluto, Trump también tiene una convicción económica firmemente arraigada: la bajada de los tipos de interés constituye, junto con los aranceles, el pilar de su política económica. Lo espera todo de ellos, convencido de que una variación de unos pocos puntos básicos puede cambiar el mundo.

Ya en 2017, arremetió contra Jerome Powell, a quien había elegido apenas un año antes, porque se negaba a bajar los tipos de interés del banco central, tal y como exigía la Casa Blanca. La disputa entre ambos duró hasta que apareció la crisis del covid, durante la cual Jerome Powell, como todos los banqueros centrales del mundo, relajó todas las restricciones de la política monetaria.

Pero Trump está convencido de que, si el presidente de la Fed hubiera modificado antes su política monetaria, habría podido ganar las elecciones de 2020. Sospechando que Powell apoyaba en secreto a los demócratas, le ha reprochado en los últimos días haber bajado los tipos de interés a partir de septiembre, no por la caída de la inflación, sino para apoyar la candidatura de Kamala Harris. Y si el presidente de la Fed se niega hoy a continuar con esta relajación de los tipos, sería simplemente para perjudicarle. Calificándolo de Mr. Too Late (Sr. Demasiado Tarde) y de loser (perdedor), Trump le instó de nuevo el lunes en su red social Truth Social a bajar los tipos de interés RIGHT NOW (AHORA MISMO).

Pero incluso si Trump acabara convenciendo a Powell de que bajara los tipos de interés o imponiendo un nuevo presidente para el banco central que compartiera su opinión, ¿cambiaría realmente el panorama económico? Año tras año, desde la crisis financiera de 2008, el arma de los tipos de interés no ha dejado de atenuarse, perdiendo cada vez más eficacia sobre la economía real y contribuyendo, sobre todo, a alimentar las especulaciones del ámbito financiero.

La política monetaria de la Fed, y de cualquier banco central, solo interviene en los tipos de interés a corto plazo. Los tipos a largo plazo —diez años o más—, que sirven de referencia para los créditos y los préstamos hipotecarios, están sujetos a las leyes de la oferta y la demanda.

Más allá de una simple bajada de tipos, lo que parece esperar el presidente americano es una política de apoyo monetario permanente, una “expansión cuantitativa” perpetua

El caos deliberadamente provocado por Donald Trump desde su regreso ha surtido efecto: en apenas dos meses, la bajada de los tipos a largo plazo, que seguía la línea de la bajada de los tipos a corto plazo iniciada en septiembre por la Reserva Federal, se ha visto totalmente anulada. Los tipos de los bonos del Tesoro a diez años se sitúan en el 4,42%, los de los bonos del Tesoro a treinta años rozan el 5%, lo que refleja los temores inflacionistas generados por los aranceles masivos decretados por Estados Unidos.

Mientras siguen deteriorándose las perspectivas económicas en Estados Unidos y en el mundo, cuanto más continúe la Casa Blanca con su línea caótica, más pondrá en tela de juicio la independencia de la Fed y más elevada será la prima de riesgo exigida por los inversores. Incluso a costa de obligar al banco central americano a intervenir.

¿Es eso lo que quiere Trump? Si le escuchamos bien, la pregunta acaba por plantearse. Más allá de una simple bajada de los tipos, lo que parece esperar el presidente es una política de apoyo monetario permanente, una expansión cuantitativa (quantitative easing) perpetua: la Fed, bajo sus órdenes, pondría a su disposición su capacidad ilimitada de creación monetaria y podría comprar toda la deuda que el mercado no quisiera, garantizando así el éxito de su política y el enriquecimiento continuo de los más ricos.

“El mercado americano se parece cada vez más al de un país emergente que al de un país desarrollado”, señalaba a principios de abril Stéphane Boujnah, director de Euronext. En cierto modo, no le falta razón. La política seguida por Trump parece inspirarse en la del presidente turco Erdoğan. Al igual que él, considera que la política monetaria es de su exclusiva competencia; al igual que él, quiere destituir al presidente del banco central; al igual que él, considera que la inflación no es un problema; al igual que él, quiere tipos bajos; al igual que él, quiere servir a sus amigos.

En Turquía, esa línea se traduce en un colapso sin precedentes de la moneda. Un riesgo similar amenazaría al dólar, pero las consecuencias serían entonces mucho más graves: todo el sistema financiero mundial se vería afectado. Jerome Powell es tan consciente de ello que sabe que, en algún momento, la lucha contra la Casa Blanca no podrá sino convertirse en un duro enfrentamiento.

El precedente de 1971

No es la primera vez que un presidente americano presiona al presidente de la Reserva Federal. Antes de Trump, Richard Nixon también se enfrentó a Arthur Burns a principios de la década de 1970.

En plena guerra de Vietnam, Estados Unidos se enfrentaba a graves dificultades financieras: los déficits presupuestarios y comerciales no dejaban de aumentar, la inflación galopaba por encima del 10 % y el dólar se debilitaba a medida que el modelo fordista de producción perdía fuelle.

Con el fin de reducir los déficits comerciales, especialmente con Alemania y Japón, Nixon decidió aumentar los aranceles en un 10 % e instaurar un control de precios.

Para contrarrestar el impacto inflacionista de los aranceles, Nixon y su gabinete ejercieron una presión máxima sobre Arthur Burns para que aplicara una política monetaria expansionista. Burns acabó cediendo, lo que se le reprocharía posteriormente: la economía americana entró en una espiral inflacionista que no se detendría hasta principios de la década de 1980.

Cuatro meses después de su introducción, se suprimieron los aranceles, mientras el mercado de la deuda estadounidense se tambaleaba. Pero el daño ya estaba hecho. Se instaló una crisis de confianza entre Estados Unidos y el resto del mundo: los capitales extranjeros huyeron del país para refugiarse en el oro y en valores considerados seguros, como el franco suizo.

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En agosto de 1971, Nixon decidió unilateralmente poner fin a la convertibilidad del dólar en oro, dando el último golpe al sistema financiero de Bretton Woods, instaurado en 1946.

Comenzó entonces una nueva era, marcada por la independencia de los bancos centrales, la libre circulación de capitales y el capitalismo financiero. Quizás esté llegando a su fin de la misma manera que comenzó.

Traducción de Miguel López

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