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¿Cómo salir del conflicto entre Israel y los palestinos? A pesar de su espectacularidad y de su coste humano –casi 200 muertos palestinos, entre ellos 55 niños, y 10 israelíes–, quizá sea, paradójicamente, el enfrentamiento armado en torno a la Franja de Gaza entre el movimiento islamista Hamás y el Ejército israelí que menos problemas plantee.
Los dirigentes de Hamás, aunque sueñen con destruir Israel, saben que no lo conseguirán. Y los dirigentes políticos y militares de Israel, que quisieran deshacerse de Hamás de una vez por todas, tampoco ignoran que este objetivo, a la vista de todo el mundo, no está a su alcance, por muy superiores que sean sus armas. Pero de la nieblina de la guerra surgen algunas evidencias insoslayables.
Hamás ya ha logrado una victoria militar y política indiscutible. Las masivas salvas de cohetes y misiles lanzados por sus combatientes desde la Franja de Gaza han obligado a cientos de miles de israelíes a vivir con miedo y a pasar parte de sus días en refugios. También han paralizado los vuelos comerciales en los dos aeropuertos internacionales de Israel: Tel Aviv y Eilat. Y sumido al Estado mayor en un nuevo cuestionamiento sobre los límites de la eficacia de su principal sistema de defensa antimisiles. Indispensable y tranquilizadora, la Cúpula de Hierro se ha visto a veces en dificultades frente a estrategias de saturación.
Por su parte, Israel puede felicitarse por la calidad de sus informaciones sobre Hamás, su organigrama civil y militar, la ubicación de sus cuarteles generales, las oficinas de proyectos y talleres de producción armamentística, los lugares de lanzamiento y el plano detallado de sus túneles. Esto permite al Estado mayor reivindicar la eliminación de varias decenas de jefes militares y especialistas en armamento enterrados bajo los escombros del edificio o del subterráneo alcanzado por las bombas “inteligentes” de los F-16.
Seguros de poder aprovechar estos éxitos ante sus simpatizantes o sus votantes, unos y otros, para quienes no se trata del primer enfrentamiento, saben que no tienen interés en una guerra duradera. Y que sus objetivos a corto plazo han sido o están a punto de ser alcanzados.
Hamás ha confirmado su capacidad de hacer daño, la productividad de sus arsenales, su legitimidad patriótica y su capacidad de encarnar la resistencia. También ha demostrado su solidaridad activa con los palestinos de Jerusalén Este, Cisjordania e Israel. Y recordado su compromiso con la defensa de los Lugares Santos, subrayando al mismo tiempo la debilidad e impotencia de la Autoridad Palestina y de Al Fatá.
Por su parte, Israel ha demostrado su poderío militar, su dominio del equilibrio de fuerzas, su apoyo diplomático y político, e incluso, a pesar de las apariencias, ha restablecido su potencial de disuasión. Incluso después de dos años de crisis gubernamental y bajo la dirección de un primer ministro cuestionado, debilitado por las investigaciones en su contra y en libertad vigilada.
En otras palabras, lo único que falta es un mediador, al que ambas partes den su visto bueno, para empezar a negociar un alto el fuego. A Egipto, que ya ha desempeñado este papel y que no quiere que un conflicto armado –especialmente uno en el que participe una rama de los Hermanos Musulmanes– continúe en sus fronteras, Israel lo recusó la semana pasada. Pero, según los militares israelíes, ha continuado con sus acercamientos y la implication de sus servicios secretos en los contactos indirectos con ambas partes se dice que es aún más activa que en 2014 durante la operación Margen protector.
Catar, que aporta –con el permiso de Israel– más de 350 millones de dólares de ayuda financiera anual a Hamás, lo que permite al movimiento islamista pagar los sueldos de sus 20.000 funcionarios y proporcionar ayuda a más de 100.000 personas necesitadas, incluidas las familias de los “mártires”, también podría estar contribuyendo a contactos discretos. Contactos que Washington observa con circunspección, impaciente por ver el fin de la confrontación armada, pero advertido de una intervención más activa tras décadas de esfuerzos infructuosos.
Los términos de la negociación serían los mismos que en conflictos anteriores, “vuelta a la calma a cambio de una vuelta a la calma”, sin otra condición ni compromiso, al menos para la primera fase, tras un periodo de desescalada más o menos largo, pero cuya duración podría estar relacionada con el coste humano de los enfrentamientos dentro de Israel.
El problema es que este segundo frente, que no se puede tratar con ataques de F-16 o bombardeos de artillería, a los dirigentes israelíes les plantea dudas para las que no tienen respuesta por el momento. Desde principios de la semana pasada, las “ciudades mixtas”, generalmente pobres y mal equipadas, en las que conviven habitantes judíos y “árabes israelíes”, es decir, ciudadanos palestinos de Israel, han sido víctima de enfrentamientos y disturbios. La mayoría de las veces, estos choques enfrentan a jóvenes residentes árabes con grupos de colonos armados de derechas que han llegado desde sus colinas de Cisjordania para “defender a los judíos”.
Los linchamientos y las represalias comunitarias, la quema de sinagogas y mezquitas, las incursiones violentas, las agresiones se multiplican desde las localidades “mixtas” de los suburbios de Haifa hasta los pueblos beduinos del Neguev.
Movilizados por la solidaridad con los palestinos de Jerusalén Este, por la defensa de los lugares santos musulmanes que amenazan los supremacistas judíos, los jóvenes “árabes israelíes” se enfrentan, armados con cócteles molotov y piedras, a los comandos de extremistas judíos y a las unidades antidisturbios de la policía de fronteras trasladadas desde Cisjordania para intentar restablecer el orden. Pero también se rebelan contra el estancamiento económico y social en el que se debaten.
“La violencia dentro de Israel ha alcanzado niveles inéditos en décadas”, dijo el jueves el portavoz de la Policía Micky Rosenfeld. Lod, Ramle, Jaffa, Tamra, Hura, San Juan de Acre, Tiberíades, Bat Yam, Haifa: ninguna de las ciudades en las que reside el 20% de los ciudadanos israelíes no judíos se ha librado de este brote de violencia. En Lod (véase este reportaje), cerca del aeropuerto internacional de Tel Aviv, donde un tercio de los habitantes son palestinos de Israel, el nivel de violencia ha sido tal que se ha declarado el estado de emergencia, la Policía ha impuesto el toque de queda y el ministro de Defensa ha desplegado urgentemente “refuerzos masivos” de las fuerzas de seguridad.
“Lo que sucede en estas ciudades es que se reabren las heridas de heridas de 1948”, señalaba la semana pasada el columnista militar de Haaretz. Mientras los palestinos conmemoraban el sábado el 73º aniversario de la Nakba, la “catástrofe” que supuso la expulsión de 700.000 de ellos de sus hogares por parte de los combatientes judíos y su conversión en refugiados en 1948, está claro que la violencia impune de los grupos de colonos y de una fuerza policial que ha incrementado sus errores y provocaciones en las últimas semanas sólo puede despertar ecos trágicos, cargados de desesperación y rabia.
Benjamín Netanyahu no es la única encarnación de esta historia, pero desde que entró en política, y especialmente desde que se convirtió en primer ministro en 2009 y está en el poder, se ha apoyado en mayorías cada vez más derechistas para llevar a cabo una política basada en el desarrollo de asentamientos en Cisjordania y Jerusalén Este, y en la creciente dominación y opresión de los palestinos.
Según Ayman Odeh, abogado y líder de la Lista Unida, que representa a los palestinos en Israel, “todos los primeros ministros israelíes desde Ben Gurion en 1948 han sido responsables del 10% de la incitación al odio contra los árabes que existe en Israel. Y Netanyahu es responsable del 90%”.
Guiado por el legado ideológico de su venerado padre, que fue secretario de Zeev Jabotinsky, fundador del “revisionismo sionista” y partidario del “muro de acero” contra el nacionalismo árabe, Benjamín Netanyahu nunca ha renunciado a ese sueño de “separación y dominación” de los árabes de Palestina, ni siquiera cuando pretendía, por razones diplomáticas, aceptar la idea de una solución de dos Estados. Sus elecciones políticas así lo atestiguan.
Después de defender y celebrar el levantamiento del muro que anexiona gran parte del territorio de Cisjordania y separa a los colonos judíos de los habitantes palestinos, fue él quien tomó la iniciativa de otra forma de separación, ya no en el espacio, con hormigón y vallas, sino mediante la ley, las costumbres y las cabezas. En julio de 2018, hizo que la Knesset aprobara la Ley de Israel “Estado-nación del pueblo judío”, que separa a los ciudadanos judíos de Israel de los demás ciudadanos. Y que los convierte en ciudadanos de segunda clase.
“En virtud de esta ley inaceptable”, dijo Avraham Burg, expresidente de la Knesset y de la Agencia Judía, a Mediapart (socio editorial de infoLibre) el pasado mes de enero, “un ciudadano de Israel que no sea judío tiene un estatus inferior. Comparable a la condición que se asignó a los judíos durante generaciones. Lo que era aborrecible para nosotros, lo estamos aplicando ahora a nuestros ciudadanos no judíos”.
Probablemente por eso los palestinos de Israel, que ya se consideraban, a pesar de sus pasaportes israelíes y su derecho simbólico al voto, como subciudadanos confinados en suburbios o ciudades abandonadas, marginados de todas las coaliciones gubernamentales, han medido a lo largo de los años, y especialmente desde que Netanyahu llegó al poder en 2009, que tienen cada vez más intereses comunes con los palestinos de Jerusalén Este y Cisjordania. Tanto es así que siguieron la estela de su revuelta, cuando la irrupción de los extremistas judíos en Al-Aqsa, las provocaciones policiales en la Puerta de Damasco y los intentos de desalojo de los habitantes de Sheik Jarrah los echaron a la calle.
¿Es una coincidencia que la ira de los palestinos, cansados de la humillación, la dominación, la opresión, la discriminación y la persecución que sufren, estalle en un momento en que los juristas ponen nombre al estatus que rechazan: el apartheid? Porque esta traducción de “separación”, en afrikáans, la lengua de la minoría blanca sudafricana, ya no es sólo un atajo retórico o una caricatura polémica en boca o en la pluma de los críticos de la política israelí. Ya no es el riesgo remoto contra el que Itzjak Rabin advirtió a sus conciudadanos en 1976.
Ahora es la descripción clínica y documentada del “crimen contra la humanidad” que comete Israel y del que son víctimas los palestinos. Así lo demostró ya en junio de 2020 el jurista israelí Michael Sfard en un estudio publicado por la ONG Yesh Din (“Hay una justicia”, en hebreo). Lo acaba de confirmar el informe de 224 páginas publicado hace unas semanas por Human Rights Watch.
Tras recordar en qué consisten los crímenes del apartheid y de persecución, según el derecho internacional, y presentar los resultados de sus investigaciones sobre el terreno, los autores del informe concluyen que “el Gobierno israelí ha demostrado su intención de mantener la dominación de los israelíes judíos sobre los palestinos en todo Israel y los Territorios Palestinos Ocupados (TPO). En los Territorios Palestinos Ocupados, incluido Jerusalén Oriental, esta intención ha ido acompañada de una opresión sistemática y de actos inhumanos contra los palestinos. Cuando estos tres elementos están presentes simultáneamente, constituyen el delito de apartheid”.
Como se ve, no bastará para extinguir esta revuelta lograr un alto el fuego y ofrecer el silencio de las armas contra el silencio de las armas. Casi tres cuartos de siglo de violencia e injusticia subyacen a la ira de los jóvenes palestinos en Israel y los territorios ocupados. El primer ministro Benjamin Netanyahu, que no tiene mandato ni legitimidad, parece querer aprovechar el desorden que ha creado para recuperar su poder. ¿Qué tiene que ofrecer, aparte del uso de la fuerza, para salir de esta crisis?
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Traducción: Mariola Moreno
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