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La extrema derecha italiana ya se ve en el poder dispuesta a aplicar sus viejas recetas económicas

Matteo Salvini, Silvio Berlusconi y Giorgia Meloni en el mitin de cierre de campaña, en Roma.

Romaric Godin (Mediapart)

La primera preocupación de los italianos es clara de cara a las elecciones generales de este domingo 25 de septiembre. En todas partes, en los debates, en los periódicos, en la televisión, en las redes sociales e incluso en los anuncios, domina un término: "carobollette", que podría traducirse literalmente (y de forma poco elegante) como "facturas caras". Este temor no sólo afecta a los hogares, sino también a las empresas; y no sólo al pasado, sino también al futuro.

En agosto, el índice de precios al consumo interanual aumentó un 8,4%, según las cifras del instituto nacional de estadística, Istat. En un mes, el aumento fue del 0,8%. En términos europeos armonizados, la inflación italiana se situó en agosto en el 9,1% interanual, lo que la sitúa en línea con la media de la eurozona (9%). Sin embargo, tanto en Italia como en el resto del mundo, el golpe es duro para un tejido económico que ya no estaba acostumbrado a estas aceleraciones de precios que eran la norma en la península hasta los años 80.

El alza es tan violenta que, en Italia como en otras partes, los salarios no la siguen. El país no tiene un salario mínimo interprofesional y la indexación general de los salarios, la famosa "scala mobile", aplicada a partir de 1977, se suprimió en 1992, durante la crisis de la lira. Por tanto, allí, como en otros países europeos, los trabajadores italianos se ven solos ante el aumento de los precios. Y el impacto es aterrador.

Según Istat, en junio, los salarios sujetos a convenio, que representan el 49% de la masa salarial, sólo aumentaron un 1%, y sólo un 0,4% en el sector del comercio. Por tanto, la pérdida de salarios reales es, en conjunto, de un 7% (¡la inflación en los cálculos nacionales fue del 8% en junio!)

En general, en el segundo trimestre, las rentas del trabajo crecieron en toda la economía italiana un 3,1% en términos nominales, es decir, casi tres veces menos que la inflación y dos veces menos que los precios de consumo de los hogares. En estas condiciones, es más que comprensible el pánico a la "carobollete".

Para los trabajadores italianos más pobres, cuyos salarios no están protegidos contra la inflación a falta de un salario mínimo, el problema es el de cubrir las necesidades esenciales, como la alimentación. En agosto, los precios de los alimentos subieron un 10,5% interanual. El candidato del Partido Democrático al Senado por Lombardía, Emanuele Fiano, no dudó la semana pasada en subrayar que el problema de muchas familias es "poder permitirse dos comidas completas al día".

Por eso, el miedo a que la factura de la luz se dispare en pleno invierno es una fuente de ansiedad para muchos italianos. En agosto, los precios de la energía se dispararon un 44,9% a contar desde hace un año (frente al 22,7% en Francia). También en este caso, los más vulnerables, más dependientes de los gastos forzosos, están sometidos a una presión extrema, a pesar de que los precios de los servicios públicos son tradicionalmente más elevados al otro lado de los Alpes.

En el plano macroeconómico, la presión de los precios de la energía empieza a provocar inquietud en los círculos empresariales. En las calles de Lombardía, tanto los ciudadanos como los políticos cuentan anécdotas, que también abundan en los periódicos regionales, sobre tal panadería o tal pizzería que ha visto duplicada o triplicada su factura de electricidad o gas y corre el riesgo de tener que cerrar.

A finales de agosto, por ejemplo, Plinio Agostoni, presidente de Confindustria (la organización patronal de la industria) en Lecco y Sondrio, en el norte de Lombardía, advirtió de los "precios insostenibles" para las empresas e indicó que algunas estaban considerando el cierre temporal. El 26 de agosto, Confcommercio, la patronal del sector minorista, habló de 120.000 comercios amenazados en toda Italia. Este es uno de los escenarios más temidos para este invierno. Provocaría una profunda conmoción en el tejido económico, en un momento en que el poder adquisitivo está en caída libre.

Antes de que comenzara la guerra en Ucrania, Italia dependía del petróleo y del gas en cerca del 70% de su producción de electricidad, y Rusia representaba el 40% de las importaciones de gas natural. Por ello, el choque ha sido especialmente grave para el país y existe una gran preocupación sobre los próximos meses.

Incluso más allá de los efectos directos de la inflación, Italia se verá muy afectada por el debilitamiento de la demanda mundial. El país se ha mantenido relativamente más industrializado que muchos de sus vecinos, sobre todo en el norte del país. La industria sigue representando casi el 22% del valor añadido producido; esta potencia industrial está orientada a la exportación y el 30% del total tiene tres destinos: China, Estados Unidos y Alemania. Tres países donde la demanda interna se está desacelerando significativamente.

En estas condiciones, Italia está atrapada en un cerco terrible: los costes se disparan, los salarios reales se hunden y la demanda externa no podrá sostener el crecimiento. Si a eso le añadimos la subida de tipos del BCE, tenemos los ingredientes para una inevitable recesión. Esa parece ser casi la conclusión inevitable en los círculos económicos. El Deutsche Bank prevé un descenso del 1,8% del PIB italiano en 2023, y  el banco británico Barclays pronostica un 1,5%.

En estas condiciones, los buenos resultados del segundo trimestre, en el que el PIB italiano creció un 1% en tres meses (4,6% en un año), parecen el canto del cisne. Es posible que los hogares italianos hayan recurrido a sus ahorros para realizar compras que habían pospuesto hasta ahora, antes de que se produjeran nuevas subidas de precios. El consumo de los hogares aumentó un 1,5%, pero a partir de junio la confianza de los hogares cayó por debajo de su media a largo plazo, mientras que el indicador de transacciones descendió en el mismo periodo de 109 a 104. Por otra parte, el índice Markit de gestores de compras, un indicador avanzado, cayó por debajo del nivel 50 en julio, lo que indica una contracción de la actividad, y siguió cayendo en agosto.

Una débil respuesta política

Ante la preocupación por los "carobollette", el Gobierno de Mario Draghi ha reaccionado con mucha lentitud, lo que explica en gran medida que, a pesar de la popularidad del ex director del BCE, los votantes no apoyen mayoritariamente a los partidos que le siguen, como el Partido Democrático (PD) o el Terzo Polo (TP) de Matteo Renzi. Draghi rechazó cualquier control o congelación de los precios de la energía, esperando sobre todo que la UE establezca un tope al gas. Su política ha sido distribuir las ayudas manteniendo el déficit público al nivel previsto en el presupuesto de 2022, es decir, el 5,6% del PIB.

Sin embargo, ante la preocupación de la opinión pública, el 15 de septiembre se puso en marcha un tercer paquete de ayudas que incluye un cheque de 150 euros para los 22 millones de italianos que ganan menos de 20.000 euros al año, una rebaja de impuestos sobre los carburantes y un sistema de créditos para ayudar a las empresas a pagar sus facturas. Pero nada de esto es estructural y Mario Draghi continua con la gestión de los asuntos corrientes, su tarea actual.

Durante esta campaña, las propuestas no han estado claramente a la altura de las preocupaciones de los italianos, lo que explica la falta de interés en ella. La cuestión central de los salarios no es abordada realmente por la derecha, ni el centro ni el centro-izquierda. Sólo la alianza Izquierda-Verdes, miembro de la coalición con el PD, defiende desde el centro-izquierda la vuelta a la escala salarial móvil, defendida también por la más izquierdista Unione Popolare (UP), pero que tiene poca audiencia.

Sobre el salario mínimo, que sería un apoyo seguro para millones de italianos, pero contrario a la política de competitividad llevada a cabo durante décadas, los principales partidos guardan un gran silencio, salvo el Movimiento Cinco Estrellas (M5S) y la Unione Popolare. El Terzo Polo y el PD defienden los regímenes negociados que ya existen, mientras que la derecha está en contra.

Por lo demás, la cosa sigue sin estar muy clara. Aunque Enrico Letta, el candidato del PD, propone congelar las facturas de la energía durante un año, su apoyo inquebrantable al gobierno de Draghi plantea un problema de credibilidad, especialmente porque esta medida es costosa y el PD es tradicionalmente contrario a los déficits.

Los candidatos de la derecha, como Mario Draghi, prefieren en cambio esperar a un precio máximo del gas a nivel europeo. Matteo Salvini, el líder de la Lega, ha propuesto un nuevo paquete de ayudas de 30.000 millones de euros, pero esta opción es, por el momento, rechazada por sus aliados de derechas debido a la elevada deuda pública. También cuestionó las sanciones impuestas a Rusia, afirmando que están afectando más a las familias italianas que al gobierno ruso. Pero las sospechas de cercanía al Kremlin de la Lega y la posición muy atlantista de los Fratelli d’Italia (FdI) y de Forza Italia hacen poco creíble esta propuesta de levantar las sanciones europeas.

Por último, en cuanto a las alternativas, existe una oposición clásica entre los defensores de la solución nuclear en la derecha y los que prefieren las energías renovables en la izquierda. Pero todo esto en general carece de sustancia y credibilidad ante un electorado atenazado por un pánico legítimo al peso de la inflación.

Los problemas estructurales de Italia

El nuevo Gobierno italiano deberá, pues, hacer frente a esta nueva recesión, la cuarta desde 2008. Pero esta crisis cíclica esconde importantes dificultades estructurales para la economía italiana. Italia es un país complejo y diverso, con un Sur muy atrasado y un Norte plenamente integrado en la antaño muy próspera zona de influencia alemana. Sin embargo, es uno de los países con una de las economías más débiles y frágiles de Europa Occidental desde hace varias décadas.

El "milagro económico italiano" se detuvo en la década de 1970 y la economía italiana trató de salvaguardar su posición competitiva en las décadas de los 80 y los 90, primero mediante una serie de devaluaciones de la lira y luego con una forma de austeridad fiscal y salarial. Con la entrada en el euro en 1999, esta última quedó como la única opción disponible para Italia.

Pero esta estrategia apenas ha dado frutos. Aunque, como hemos visto, la industria se ha salvado mejor que en otros lugares y el país ha podido mantener superávits comerciales, ha sido a costa de la reducción de la inversión pública y de los salarios. Entre 1990 y 2020, los salarios medios italianos cayeron un 2,9%, frente a un aumento del 31% en Francia y de un 33,7% en Alemania. La tendencia se aceleró en la década de 2000, cuando Alemania aceleró su estrategia de moderación salarial.

Al mismo tiempo, Italia entró en la eurozona con un nivel de deuda pública relativamente alto, que ha intentado reducir. Históricamente, esta deuda no suponía un gran problema, ya que estaba respaldada por el ahorro nacional, al igual que en Japón. Pero el descenso de las rentas del trabajo ha debilitado esta pauta y ha hecho a Italia más dependiente de la financiación de los mercados internacionales. Este hecho y la entrada en el euro han llevado a los gobiernos a apretarse las clavijas. Italia lleva años registrando superávits públicos primarios, es decir, superávits al margen de la deuda. El problema es que el débil crecimiento ha impedido que estos superávits se traduzcan en una disminución de la deuda pública.

El país quedó entonces encerrado en un círculo vicioso. La protección de la competitividad de los costes mediante la moderación salarial debilitó la demanda agregada desanimando, en última instancia, a las empresas a invertir. Entonces la productividad del país se desplomó, siendo una de las menos dinámicas de la zona euro, en un contexto de descenso global de la productividad. A continuación, el crecimiento italiano se ralentizó y las políticas de austeridad del gobierno añadieron otro elemento negativo a la ecuación. Y como el crecimiento no repuntaba, la deuda no bajaba, lo que aumentó la presión de los mercados internacionales y la tentación de la austeridad en el país. Todo ello socavaba aún más el crecimiento e hizo necesario mantener la competitividad de los costes. El círculo se completaba.

El problema es que ni la Unión Europea ni los distintos gobiernos italianos cuestionaron realmente esta lógica. Por tanto, las consecuencias para Italia fueron terribles. Tras la violenta política de austeridad del Gobierno de Monti (2011-2013), los Gobiernos de Letta y Renzi (2013-2016) continuaron la carrera de las "reformas estructurales" para impulsar la productividad. Un ejemplo es la famosa "Job Act" de Matteo Renzi, aprobada en 2014, que suprimió el conocido artículo 18 del Código de Trabajo italiano, que permitía la reincorporación de los trabajadores despedidos, pero que también fomentaba el trabajo precario. Sin embargo, estas reformas no han impulsado la productividad y sólo han aumentado la presión sobre el mundo laboral.

A esta lógica se suman otras dificultades, como la división Norte-Sur, que nunca se ha resuelto, y el envejecimiento de la población. Con una tasa de fecundidad de 1,25 hijos por mujer y una de las esperanzas de vida más altas del mundo (82,4 años al nacer), la edad media en Italia es de 46,2 años, frente a los 41,2 años de Francia, es decir, un 12% más. La población italiana lleva disminuyendo desde 2014 debido a un déficit natural muy grande. El país ha perdido 1,36 millones de habitantes en ocho años para llegar a 58,98 millones de habitantes en 2022. Esta realidad demográfica pesa sobre la productividad y la dinámica de la demanda interna.

Italia es, por tanto, un país que, dentro de la crisis global del capitalismo, se encuentra en una crisis más profunda. Las cifras del PIB de los últimos veinte años lo demuestran. Antes de la crisis de Covid-19, el PIB de Italia era uno de los menos dinámicos de la Eurozona. Entre el primer trimestre de 1999 y el último de 2019, creció, en términos reales y desestacionalizados, sólo un 9,7%. Y desde el primer trimestre de 2008, que representa su máximo, no ha hecho más que caer. En el último trimestre de 2019, el descenso fue del 4%. La crisis sanitaria, que ha golpeado duramente al país, ha provocado un nuevo desplome, ya que el PIB del segundo trimestre de 2022 apenas supera al del último trimestre de 2019 (un 0,3% más).

Las viejas recetas de la derecha italiana

La crisis actual actúa, pues, sobre una economía italiana que sigue siendo frágil. Mario Draghi, ex presidente del BCE, está al frente de un Gobierno "técnico" desde febrero de 2021, apoyado hasta el pasado mes de julio por los partidos que han estado en el poder en los últimos años, desde el Partido Democrático (Letta) hasta la Lega (Salvini), pasando por Forza Italia (Berlusconi) y formaciones centristas como las de Matteo Renzi. Por tanto, su estrategia está en consonancia con las anteriores.

Su estrategia se ha basado principalmente en el apoyo europeo a través del Plan Nacional de Recuperación y Resiliencia (PNRR) que asciende a 222.000 millones de euros, de los cuales 191.000 millones son financiados por la Unión Europea. Este plan debería permitir inversiones estratégicas en "áreas de futuro" como lo digital, la ecología y el transporte, destinando el 40% de los fondos al Mezzogiorno. El plan también incluye el compromiso de reformas estructurales, principalmente basadas en la liberalización económica (reducción de normas, desarrollo de la competencia, reducción de la administración y reforma judicial de la ley de quiebras).

Las inversiones de este plan son ciertamente necesarias, pero también es una continuación de la lógica expuesta anteriormente. La idea central es que los problemas de Italia se basan en una excesiva rigidez de la oferta. Pero no se dice nada sobre el debilitamiento del mercado laboral y la situación de los hogares. Este plan, que ahora tiene un valor casi sagrado para una parte de la clase política italiana, puede no ser la fórmula mágica para una economía que lucha por definir un modelo viable.

Esto es aún más cierto si se tiene en cuenta que el aumento de los precios de la energía plantea un problema adicional para el modelo de exportación italiano. Y que, paralelamente al plan pagado por la UE, el Gobierno puede verse tentado a recortar el gasto para reducir el nivel de deuda pública (actualmente en el 134,8% del PIB). Además, en el segundo trimestre de 2022, el gasto de las administraciones públicas cayó un 1,1% en tres meses y un 0,6% en un año.

El PNRR parece así una forma clásica de dar una oportunidad a la opción de un hipotético crecimiento basado en una "revolución" verde o tecnológica (no se decide entre las dos), sin cuestionar realmente el fondo de la crisis económica italiana. Incluso puede decirse que es una forma de perseguir la misma política, por otros medios.

En el contexto de la campaña, sólo Fratelli d'Italia (FdI), el partido de extrema derecha, que intenta aprovechar su ausencia, a diferencia de sus dos aliados, Forza Italia y la Lega, de la coalición de Draghi, es moderadamente crítico con el PNRR. Giorgia Meloni, su líder y favorita para convertirse en la próxima presidenta del Consejo, defiende la idea de renegociar el PNRR. Esta renegociación ya ha sido rechazada por Bruselas y no cuenta con el apoyo de los aliados de Meloni. Dada la importancia de esos fondos, parece principalmente una estrategia de diferenciación política dentro de la coalición, especialmente porque aún no está claro qué "modificaciones" quiere imponer el FdI y los candidatos de la coalición están haciendo campaña sobre el uso de los fondos del PNRR a nivel local.

Por lo demás, la receta de la derecha es de las más clásicas, lo que parece extraño ya que la alianza se presenta ante los votantes como una fuerza de "cambio". El programa retoma las viejas locuras de la derecha italiana (y europea): recortes fiscales masivos financiados por una amnistía fiscal para los evasores de impuestos. Eso ya era el programa de Berlusconi en 2008 y de Salvini en 2018.

Por ello, la coalición promete un impuesto único (“flat tax”) del 15% sobre la renta y la supresión del IRAP, un impuesto sobre la producción y, por último, la reducción de las cotizaciones sociales. Una política centrada en los más ricos y en las empresas, y que debilitará los ingresos fiscales y de la seguridad social. Incluso el think tank Oxford Economics (no relacionado con la universidad del mismo nombre), muy favorable a este tipo de políticas, considera que los efectos positivos de esta política no compensarán sus costes.

La crisis italiana es también la crisis de Europa

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En otras palabras, se trata de peligrosas políticas anti-redistributivas. Oxford Economics calcula que el coste de esas tres medidas en todo el año será de 84.000 millones de euros. La cuestión es si esta política puede llevarse a cabo o si debe ir acompañada de un endurecimiento fiscal en otros ámbitos. Con la subida de los tipos de interés por parte del BCE, el margen de maniobra del nuevo gobierno italiano podría ser muy limitado, ya que la península sigue siendo considerada el "eslabón más débil" de la eurozona y sigue estando amenazada por los mercados financieros. Y con la recesión que se avecina, el país será vigilado de cerca.

En estas condiciones, sólo se puede ser pesimista sobre el futuro económico de Italia. Aunque la coalición de derechas resista y pretenda aplicar su programa, probablemente sólo podrá hacerlo a costa de una deconstrucción masiva del ya debilitado sistema de seguridad social. Como estos recortes fiscales nunca han provocado un aumento de la productividad y el crecimiento, Italia se vería debilitada. Si volvemos a una política al estilo Draghi, como hemos visto, no se resolverá realmente ninguno de los problemas. En resumen, este 25 de septiembre puede que no se detenga la decadencia de la economía italiana.

Traducción de Miguel López.

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