"Si subes por el sendero verde, le cogerás el gusto a la vida. Porque éste es nuestro hogar, como una flor en medio de la nada”, cantan las mujeres de Kanita. En el extremo de la península de Chiba, a dos horas al sureste de Tokio, se encuentra una pequeña aldea, única en su género en todo Japón. Para llegar allí hay que seguir un estrecho sendero que asciende por las colinas por encima de la ciudad de Tateyama.
Desde 1965, las mujeres viven en la ladera, ocultas a la vista, recuperándose de graves trastornos de estrés postraumático causados por la violencia sexual. Algunas sufren también discapacidades intelectuales o mentales. En Japón, Kanita es el lugar de la última oportunidad para las mujeres que ya no tienen familia ni un lugar adonde ir. Es la mano amiga con la que ya no contaban. Kanita, único alojamiento de larga duración en el país para estas mujeres, es a veces el destino final de las que han sido estigmatizadas por la sociedad.
Cuando se creó, “Kanita pretendía ayudar a las mujeres que habían sido víctimas de explotación sexual, a las que habían quedado traumatizadas por tener que prostituirse para sobrevivir en el Japón de la posguerra”, explica Itsumi Igarashi, que dirige el centro desde 2013.
En aquella época, el archipiélago estaba en ruinas y la hambruna hacía estragos. Había muchos huérfanos de guerra por las calles de Tokio, y muchas mujeres se veían obligadas a prostituirse para sobrevivir. Cuando se prohibió la prostitución en 1956, Fumio Fukatsu, pastor de la Kyodan (Iglesia Unida de Cristo en Japón), se preocupó por las mujeres que se verían sumidas en la pobreza.
Fundó su primera comunidad y abrió el Izumi ryo, en el norte de Tokio, que acogería a mujeres con grandes dificultades. Muy pronto, las paredes del dormitorio, que sigue existiendo, se quedaron demasiado estrechas: Fumio Fukatsu buscó financiación y encontró una colina en Chiba, un antiguo emplazamiento de artillería naval que nadie quería. Corría el año 1965 y se colocó la primera piedra de Kanita.
Kanita, espejo de la historia japonesa
“Aquí no había nada, sólo campo, así que tuvimos que construirlo todo”, cuenta Itsumi Igarashi. Aquí acuden mujeres de todo el archipiélago. Han sufrido violencia a través de la prostitución forzada y la explotación sexual, y algunas confiesan haber sido “mujeres de consuelo”. Se trata de una expresión tabú en Japón que se refiere a las víctimas de la esclavitud sexual organizada en toda Asia por el ejército imperial, sobre todo durante la Segunda Guerra Mundial.
En Kanita, las mujeres curan lentamente sus heridas conservando su autonomía. El centro no impone nada: todas son libres de quedarse o marcharse cuando lo deseen, pero pueden quedarse todo el tiempo que quieran. La media de estancia es de treinta y cinco años. “En este pueblo, las mujeres se toman el tiempo de reflexionar sobre el sentido de la vida”, explica la hermana Michiko Amaha: a sus 98 años, es una de las figuras más destacadas de Kanita. A los 23 años se dedicó a la protección de las mujeres, y luego tomó el relevo de Fumio Fukatsu al frente de Kanita entre 1989 y 2013.
Una de las mujeres de Kanita ha marcado especialmente a Michiko Amaha. Shirota-san (nombre ficticio) fue vendida por su endeudada familia cuando sólo tenía 16 años y obligada a prostituirse y luego llevada a una “estación de consuelo”, un burdel regentado por el ejército japonés. “Nadie habla de ello en Japón. [...] Las mujeres de consuelo, una vez que habían 'servido' lo suficiente, eran soltadas en la naturaleza, abandonadas a su suerte, muriéndose de hambre en el suelo helado. Vi el infierno de una mujer con mis propios ojos”, explica Shirota-san en un texto.
Acogida en Kanita, Shirota-san confiesa que oye las voces de las “mujeres de consuelo” fallecidas que le hablan en sueños e implora que se erija una estela para todas ellas: el monumento se hizo en 1986. “Las mujeres son despreciadas. Se siente especialmente en el contexto de la prostitución y de las víctimas de la guerra”, lamenta Michiko Amaha.
Actividades elegidas por las mujeres
“Apoyar no significa tirar hacia arriba de los débiles, sino bajar hasta donde están para ayudarles a subir juntos”, explica Itsumi Igarashi. La comunidad, en la que se entretejen la compasión y la solidaridad, se basa en el cuidado mutuo. A lo largo de las décadas, las mujeres han construido la identidad del lugar creando actividades en las que participan según sus capacidades. Tejen, bordan, cultivan arroz, frutas y verduras. Hasta finales de la década de 2000, producían leche y queso de sus vacas y criaban cerdos.
En los años 70, Kanita se convirtió incluso en un modelo nacional de atención a personas con discapacidad mental e intelectual. “Lo que más me gusta de vivir aquí es la relación que tenemos entre nosotras: somos como una familia”, explica una mujer de 46 años que vive aquí desde hace tiempo.
Las mujeres que no hablan se expresan de forma diferente
Mientras escucha la radio, la octogenaria Satchan se dedica a bordar. Ha pasado sesenta y ocho años de su vida en Kanita. Acogida por la comunidad cuando sólo tenía 18 años, fue una de las primeras mujeres en trasladarse aquí. “No sabemos mucho de su vida antes de venir aquí, ni siquiera estamos seguros de su fecha de nacimiento”, explica Saeko Tenra, una de la veintena de empleados que trabajan a diario con las mujeres.
Para Satchan, originaria de Osaka, es como si su vida empezara en Kanita. Todos los días, después de desayunar pan, ensalada y leche caliente, ella y algunas de sus compañeras de dormitorio van a la sala Tampopo, un espacio dedicado a talleres creativos. Allí borda, dibuja y clasifica cientos de sellos recibidos de todo el archipiélago. A veces incluso escribe cartas. “Las mujeres que no hablan se expresan de otra manera”, dice Saeko Tenra con una sonrisa. Sin saberlo en ese momento, estas mujeres introdujeron la terapia artística.
En sus armarios, Kanita tiene kilómetros y kilómetros de artículos de punto y ganchillo de todos los colores. “Yo hice la pieza grande de ahí arriba”, dice una de las residentes. “Tardé dos años y diez meses en terminarla”. En una sala común se expone la gigantesca obra. Hay montones de sombreros, bolsos y mantelitos amontonados por todas partes y a veces se venden en el mercado de Kanita, que se celebra cuatro veces al año.
Otras piezas no se terminan nunca, y son sólo trozos, patchworks. Con cada puntada, dejan atrás un poco de su dolor. “A veces quería renunciar a mi gran pieza”, continúa la residente. “Pero cuando empezaba a desanimarme, tenía a alguien a mi lado que me tranquilizaba y me decía que estaba impaciente por ver el resultado, así que eso me motivaba”.
Japón tiene un doble rasero: prohíbe la prostitución mientras tolera la zona gris del sexo sin coito, que no protege a las mujeres
Aunque Satchan no es capaz de construir frases, de vez en cuando se le escapa alguna palabra. Siempre con una sonrisa. A su compañera Mi-tchan le encanta tejer: sus manos expertas desenredan los ovillos de lana. Comenta las noticias en la radio. Su excelente memoria le permite memorizar las canciones que canta cada poco mientras trabaja con las agujas.
Algunas no salen de sus habitaciones. No pueden comer con las demás. “Nuestro papel es intentar comprender cómo ayudarlas y aliviarlas, a veces sin saber qué les ha pasado realmente”, explica Itsumi Igarashi. Este ex agricultor, que “no es cristiano”, trabajó en Kanita durante unos años, se fue a Hokkaido y regresó en 2006 con su mujer y sus hijos para tomar las riendas del pueblo en 2013.
Igarashi, reconvertido en trabajador social, de 63 años, irradia una profunda dulzura y generosidad, y confiesa que creció con una madre y una hermana que trabajaban en los mizushôbai (bares de alterne). “Éramos pobres y no teníamos derecho a ninguna ayuda”. Al igual que la explotación sexual, la vida nocturna, y el trabajo sexual en particular, siguen siendo tabú: “Japón tiene un doble rasero, ya que ha prohibido la prostitución mientras tolera la zona gris del sexo sin coito, conocido como fuzoku, que no protege a las mujeres”.
Más víctimas de la violencia doméstica
Hasta finales de la década de 2000, en Kanita vivían un centenar de mujeres, frente a unas cuarenta en la actualidad, con edades comprendidas entre los 19 y los 93 años. Este descenso se explica por el aumento del número de centros de acogida de corta y media estancia en el resto del país. Desde 2022, el Estado fomenta que los establecimientos de protección de la mujer se conviertan en centros de reinserción “con el objetivo de acortar las estancias”, señala Itsumi Igarashi, que constata un cambio en el perfil de las mujeres que necesitan ayuda: “Acogemos a más mujeres que sufren estrés postraumático relacionado con la violencia doméstica”.
En 2024, una de cada cuatro esposas es víctima de violencia doméstica en Japón, según la Oficina de Igualdad de Género. Una de cada cinco mujeres cuando la pareja no está casada.
En Kanita, “la vida va a cambiar en 2024”, dice Michiko Amaha sonriendo. Gracias a una subvención del gobierno y a donaciones, han sido reconstruidos los dormitorios y las mujeres los ocuparán a partir del 15 de diciembre. Antes repartidas por diferentes hogares, ahora dormirán en un solo edificio. Se podría crear un verdadero espacio dedicado a la terapia artística, y por qué no una sala de yoga o un nuevo horno para hacer pan.
“Creo que Kanita representa una forma pura de compasión y respeto por los demás”, explica la artista feminista Yoshiko Shimada. “La comunidad no pretende 'reformar' a estas mujeres mediante programas, simplemente les ofrece un lugar seguro donde puedan recuperar su dignidad y sus derechos humanos fundamentales, a su manera. No se trata de dogmas religiosos o morales, sino de ayudar a los demás.”
A medida que se acerca la Navidad, la comunidad se va animando. A diferencia del resto de Japón, en Kanita se celebran los días 24 y 25 de diciembre. Algunas mujeres disfrutan participando en la tradicional obra de teatro sobre el nacimiento de Jesús. En el sótano de la pequeña capilla de Kanita, donde se celebra la misa, hay una cripta donde se alinean en el silencio una galería de retratos de mujeres y algunos hombres en torno a Fumio Fukatsu. Ahí reposan las cenizas de una treintena de personas: para algunos, Kanita es la historia de toda una vida. “Durmamos juntas”, reza la inscripción.
Se las llamaba karayuki-san
En japonés, el término karayuki-san se refiere a mujeres jóvenes, a veces de tan sólo diez años, principalmente del sur del país, vendidas por sus familias pobres a una red de explotación sexual en el extranjero. Las familias pensaban que las niñas iban a trabajar como criadas en el sudeste asiático, China, Siberia o el norte de Borneo, donde Japón, entonces un imperio colonial, se estaba expandiendo.
Cuando sobrevivían al viaje en barco, que hacían sin comida ni agua, las karayuki-san se convertían en esclavas sexuales en los burdeles, donde las privaban de sus papeles. La organización de ese tráfico era entonces legal. Era el mismo sistema que se puso en práctica a gran escala durante la Segunda Guerra Mundial, durante la expansión colonial de Japón, con las llamadas mujeres de consuelo, principalmente de nacionalidad coreana.
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Es difícil cifrar con exactitud el número de karayuki-san porque no existía un censo, pero las investigaciones de la antropóloga Tomoko Yamazaki sitúan la cifra entre 20.000 y 30.000 mujeres, enviadas al extranjero principalmente entre 1910 y 1935, con un pico en 1916, antes de que el tráfico pasara a ser ilegal poco después de la era Meiji. La mayoría de estas mujeres nunca llegaron a cumplir los 30 años. Las pocas que consiguieron regresar a Japón acabaron sus vidas estigmatizadas y en la pobreza extrema.
Traducción de Miguel López
"Si subes por el sendero verde, le cogerás el gusto a la vida. Porque éste es nuestro hogar, como una flor en medio de la nada”, cantan las mujeres de Kanita. En el extremo de la península de Chiba, a dos horas al sureste de Tokio, se encuentra una pequeña aldea, única en su género en todo Japón. Para llegar allí hay que seguir un estrecho sendero que asciende por las colinas por encima de la ciudad de Tateyama.