La reanudación de la guerra pone otra vez al límite al pueblo saharaui

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Arnaud Marin (Mediapart)

La primera vez que se entrevistó con saharauis, los ojos de Claude Mangin se abrieron de par en par: “¿De verdad, sois un pueblo?”. Fue en 1989, viajaba en nombre del CCFD, el Comité Católico contra el Hambre y por el Desarrollo. “Como todo el mundo”, la mujer no podía imaginar que tribus nómadas rivales lograran la “unidad nacional” y proclamaran una República Árabe Saharaui Democrática (RASD) en el desierto.

Y luego pisó los campamentos de Tinduf, en el extremo suroeste de Argelia, y recorrió la hostil “hamada” en la que se refugiaron un gran número de ellos cuando, en 1975, tuvieron que huir de los bombardeos con napalm del vecino Marruecos, que se había anexionado sus tierras –la antigua colonia española del Sáhara Occidental– en una Marcha Verde que ha pasado a la historia.

Esta cooperante, llegada de la región de París, se llevó “una bofetada”, descubrió “la Palestina de África”, “un drama infinito”, “una resistencia increíble”, uno de los conflictos más antiguos e invisibles del planeta, una de las últimas guerras de descolonización, que opone la monarquía jerifiana al Frente Polisario, el movimiento de liberación del pueblo saharaui, apoyado por Argelia, que le ofrece asilo.

Tres décadas después, no se ha resuelto nada y la situación está totalmente estancada. Claude Mangin se ha convertido en una figura de la causa saharaui en Europa. Y una bestia negra del régimen marroquí, que la persigue incluso en su país, como reveló el escándalo de espionaje de Pegasus. “Pueden intimidarme, no tengo miedo”, dice esta sexagenaria que “agravó (su) caso” al casarse en 2003 con Naâma Asfari, un icono de la “primavera saharaui” de Gdeim Izik, condenado a treinta años de cárcel en Marruecos tras confesiones obtenidas bajo tortura.

Ha vuelto al desierto argelino, con su cobija y su linterna frontal, donde su vida cambió, donde “abrió los ojos a una vergüenza internacional”. Y con un convoy que atraviesa la noche negra y estrellada: 260 europeos repartidos en una treintena de Land Rovers con el logotipo de la Presidencia saharaui, activistas, investigadores, políticos y... medio centenar de periodistas que piden una entrevista exclusiva con Brahim Ghali, el presidente de la RASD, que tensó las relaciones Madrid y Rabat en primavera al ser hospitalizado en secreto en España, con ayuda de Argel.

Hace tres meses que esta mujer, de padres “cristianos de izquierdas”, que va a misa todos los domingos, está preparando “la misión” con Oubi Bachir Bouchraya, embajador del Frente Polisario en Europa y la Unión Europea, también desplazado a la zona. Con la cara y la cabeza envueltas en un turbante negro, explica a los reporteros las “dos opciones” sobre la mesa: ir al frente con el Ejército saharaui a los territorios “liberados” del Sáhara Occidental, en la región de Al Mahbes, más cerca de la ciudad, o a Mehaires, a dos días largos de ruta.

“Tendréis que firmar una declaración de exención de responsabilidad, no podemos hacernos responsables si ocurre algo, estamos en guerra, Marruecos está desplegando un Ejército invisible de drones de vigilancia, pero también de combate”, advierte el diplomático que ha cambiado el traje y la corbata por ropa más informal. Sus hijos se pondrán contentos: “A menudo me ven en la televisión y me dicen: ‘Deja de hablar, vete al frente’”.

Claude Mangin no recuerda tal movilización mediática. “Se trata de una hazaña”, ya que la cuestión del Sáhara Occidental se mantiene en secreto por el intenso lobby marroquílobby. El explosivo contexto regional –la ruptura del alto el fuego de hace 30 años, el reconocimiento de la nacionalidad marroquí del Sáhara Occidental por parte de Estados Unidos a cambio de la normalización de las relaciones de Marruecos con Israel, los enfrentamientos entre Argel y Rabat, pero también las tensiones entre Rabat y varios países europeos (España, Alemania)– no es para menos.

La “misión” llega además en un momento en el que el Consejo de Seguridad de la ONU debía renovar la Minurso, la misión de paz en el Sáhara Occidental, este 27 de octubre, y que acaba de nombrar, tras más de dos años de bloqueo, un nuevo emisario (el italiano Staffan de Mistura, que ha estado en Siria, Irak y Afganistán). También se produce días después de una victoria histórica para el Frente Polisario: los tribunales han anulado dos importantes acuerdos comerciales entre Rabat y la Unión Europea (UE) por considerar que incluían un territorio disputado, el Sáhara Occidental, sin el consentimiento del pueblo saharaui.

A los pocos periodistas franceses, Claude Mangin les distribuye un dosier de prensa, plagado de pegatinas de “Saharaouis lives matter” (La vida de los saharauis importa), las mismas que se alinean en la puerta de su piso en Francia. “Para evitar que escribáis chorradas o repitáis la propaganda marroquí que dice que el pueblo saharaui no existe y que el Polisario es una marioneta de Argelia, cómplice de los yihadistas”.

Hace 46 años que “los hijos de las nubes”, que solían vivir como nómadas siguiendo las lluvias y los pastos, se agotan en la lucha, esperan encontrar la tierra de sus antepasados, soportan un drama humanitario que no parece importar a nadie en el mundo, en el más duro de los desiertos. Es la situación de exilio más larga del mundo, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).

Prisioneros del espacio y del tiempo, son decenas de miles –173.000 según las últimas cifras– que sobreviven en la hamada de Tinduf en condiciones extremas, un campo de refugiados único en el mundo, sede de la RASD, república en el exilio reconocida por una treintena de países, principalmente africanos, con gobierno, Ejército y administraciones propias, y una bandera que toma prestadas voluntariamente sus tres franjas horizontales (negra, blanca, verde) y su triángulo rojo de la bandera palestina.

Desde hace 30 años, la ONU les promete, resolución tras resolución, un referéndum de autodeterminación que nunca llega, el derecho inalienable a la “autodeterminación” como “pueblo”, para decidir su futuro. A pesar de que una misión, la Minurso, se ha dedicado a esta promesa, no ocurre nada. “La Minurso está encerrada en su base y es inútil. A pesar de todo, es importante que esté ahí”, dice la diplomacia saharaui, que critica “la lógica de la ONU de gestionar el conflicto, no de resolverlo y que se esconde tras la figura del enviado especial para lavarse las manos”.

Convencida de su soberanía sobre el Sáhara Occidental –“sus provincias del sur”–, la monarquía marroquí obstaculiza cualquier posibilidad de referéndum apoyándose en sus mayores aliados en el Consejo de Seguridad, Francia y Estados Unidos. Rechaza la independencia, defiende “un plan de autonomía” y perfecciona cada año la “berma”, su “muro defensivo”, terraplenes de arena ultraseguros y plagados de minas antipersona que se extienden a lo largo de más de 2.700 kilómetros y dividen en dos la vasta extensión desértica y costera.

En Marruecos, la ocupación de la mayor parte (80%) de este territorio clasificado como no autónomo por la ONU, al que los colonos españoles llamaban el río de oro, donde se concentran los recursos naturales, los fosfatos de la mina de Bucraa, y un litoral lleno de peces. El Frente Polisario tiene el 20% restante, la “zona liberada”, árida y rocosa, donde vivir es un reto, devuelta a la RASD en 1979 por Mauritania, que durante un tiempo tuvo un trozo (seco) del pastel.

Hace un año, en noviembre de 2020, en medio de una pandemia, tras 30 años de “ni guerra ni paz”, el alto el fuego de 1991 se hizo añicos. El ejército marroquí penetró en la zona tampón de Guerguerat, una tierra de nadie cerca de Mauritania bajo el control de las fuerzas de paz de la ONU, para desalojar a los manifestantes saharauis que denunciaban el expansionismo de Rabat y la pasividad de la ONU al bloquear la ruta comercial entre Marruecos y África Occidental.

Lejos del radar mediático, la guerra se ha reanudado. Una guerra de “baja intensidad”, según la jerga, asimétrica. David contra Goliat. El Frente Polisario compensa sus medios irrisorios y antediluvianos con lo que hizo su fuerza y reputación en los años 70: la guerra de guerrillas y el acoso, inspirados en las revoluciones argelina, libia y cubana.

Estar en todas partes y en ninguna al mismo tiempo; hoy aquí, mañana en otra parte; no ofrecer ningún día de descanso al enemigo”, resume bajo la luna creciente y las constelaciones el comandante de la sexta región militar, Abba Ali Hamoudi, un septuagenario que ha sido herido varias veces en 50 años de combate, que tiene trozos de intestino de plástico y un fino conocimiento de Francia a través de sus hospitales.

Vive en una tienda con sus hombres, jóvenes y mayores, con los que comparte todo, las tareas domésticas y la cocina, el sacrificio de la cabra y la preparación del pan, en el corazón de la zona de las “cuatro fronteras”, una franja de tierra en los límites del Sáhara Occidental, Argelia, Marruecos y Mauritania, a pocos kilómetros del “muro de la vergüenza”, como llaman los saharauis al muro de arena.

Trozos de carne se secan en los arbustos, una tetera que se calienta en un brasero. A lo lejos, detonan los cohetes Grad de los batallones que acechan tras las acacias o las dunas. Inmediatamente después, las réplicas del enemigo nos recuerdan que la guerra es real, a pesar de los desmentidos de Marruecos y de la indiferencia internacional.

Tras una breve cabezada bajo las estrellas y las mantas del ACNUR, una oración dirigida a la Meca y el ritual sagrado del té, las tropas suben a camionetas cubiertas de arena seca. Levantan el campamento y lo cambian por otro, aún más cerca de la muralla marroquí. La gélida noche ha dado paso a un sol abrasador. Con su kalashnikov colgado al hombro, Sidati se reajusta el turbante y se pone las gafas de buceo para protegerse de la arena. Entrega un par al conductor que zigzaguea por las cumbres y los abismos de guijarros, guiado por un colega que hace gala de sus conocimientos de francés ante la prensa extranjera y repite: “¡Tú, buen conductor, buen conductor!”.

Tienen entre 40 y 60 años, de los cuales llevan veinte en las filas del Polisario, sus dientes son de color marrón/rojo por la nicotina y el agua contaminada, no ven a sus familias desde hace meses. “Los echamos de menos, pero están contentos de saber que estamos en la guerra”, dice Sidati, mientras el convoy de jeeps se detiene al pie de una colina de piedra negra. Se invita a los periodistas a subir hasta la cima, que domina la inmensidad sahariana, y a tumbarse boca abajo sobre las piedras, en pleno desierto, justo a tiempo para una nueva salva de cohetes sobre objetivos marroquíes, más allá del muro de separación que no puede verse sin prismáticos.

La verdad es la primera víctima de las guerras. Esto lo demuestra. La propaganda es abrumadora. Por parte de Marruecos, aseguran que no hay guerra ni pérdidas. Por parte del Polisario, la lucha armada se glorifica en Rasd-TV, la televisión saharaui que funciona en bucle, pero se ignora en cuanto se trata de especificar las cifras, las derrotas, los muertos y los heridos.

La única certeza es que en la hamada de Tinduf, donde la gente vive desde hace 46 años con ayuda humanitaria, una espera y un exilio insoportables, bautizando los campamentos con los nombres de las principales ciudades del Sáhara Occidental (Bojador, Esmara, Dajla, etc.), la reanudación de la guerra de guerrillas irrita a un pueblo que está al límite, frustrado, desesperado, sobre todo los jóvenes.

“¿Te das cuenta? Mi generación nunca ha visto su tierra. No podemos más. Nacer y morir en un campo de refugiados no es vida”, se enfurece Lamira Bachir Mohamed, envuelta en una colorida melhfa, el velo tradicional que cubre la cabeza y el cuerpo y protege del frío y el calor. Con 25 años, dejó Málaga (España), donde vivía con su marido y sus dos hijos, cuando se rompió el alto el fuego, para volver e instalarse en el campo de Bojador, “para mantener a la familia, a la gente, a la guerra”.

Muchas personas de la diáspora emprendieron el regreso, estudiantes y trabajadores. Las mujeres volvieron a los campamentos, los hombres, a los acantonamientos de las zonas “liberadas” entre la frontera y la línea de defensa marroquí. “Esta guerra es algo bueno. Es lamentable, pero sólo las armas pueden cambiar la situación. Llevamos demasiado tiempo con la boca cerrada”.

Lamira vive en una cabaña construida con bloques de hormigón para resistir las tormentas y las violentas inundaciones, protegida por fuera con una jaima (tienda tradicional)... de zinc, decorada del suelo al techo con una tela floral de color púrpura. Se gana un poco de dinero haciendo henna para las bodas, que siempre se celebran los domingos o los jueves, “me hace olvidar, hablamos de amor, no de guerra”.

Nunca ha visto a sus tíos o primos maternos que viven en los territorios “ocupados” del Sáhara Occidental, donde Marruecos lleva a cabo una política de colonización al estilo israelí, fomenta el asentamiento de civiles marroquíes, invierte en todo y prohíbe todo acceso a periodistas y ONG de derechos humanos.

Desde hace tres años, Lamira puede ver a su familia por WhatsApp. Le cuentan “el terror”, “la tortura”, la represión que golpea a los activistas saharauis y a sus familias. Un nombre aparece: Sultana Khaya (nominada al premio Sájarov de derechos humanos por la izquierda europea), una activista del calibre de Aminatou Haidar, la Ghandi saharaui que desapareció durante cuatro años en una prisión secreta de Marruecos en los años 90. Permaneció bajo arresto domiciliario durante un año, fue golpeada, torturada y agredida sexualmente por la Policía marroquí; la joven se ha convertido en un símbolo de la resistencia saharaui, una heroína que se blande en fiestas, manifestaciones y como imagen de fondo en los teléfonos móviles.

“La Minurso podría intervenir, presionar, pero es la única misión de la ONU que no incluye un mecanismo de protección de los derechos humanos en el Sáhara Occidental por culpa de Marruecos, que la bloquea con el apoyo de Francia e invoca la injerencia en sus asuntos internos”, se lamenta Claude Mangin en la casa de al lado, frente a una ceremonia beduina de los tres tés o, mejor dicho, “cuatro tés”. “Se dice que el primero es tan amargo como la vida; el segundo tan dulce como el amor; el tercero tan dulce como la muerte y los saharauis han añadido un cuarto para la independencia”.

Una vez a la semana, Mangin habla por teléfono con su marido, Naâma Asfari, desde su celda en la cárcel de Kenitra, donde lleva diez años encerrado. Le quedan otros veinte. Unos minutos que intenta convertir en una eternidad. Esta vez no. “Era demasiado complicado hablar en medio del desierto. Sólo la tendrá a su regreso a Francia. Acaba de enterarse de que las autoridades marroquíes le han prohibido llamar, en represalia por una entrevista que concedió al periódico francés L'Humanité. En ella, explicó que ella es “su ventana al mundo, su prolongación hacia el exterior” y que “nadie podrá arrojar al pueblo saharaui al mar”, ni “quitarle su derecho a la autodeterminación y a la independencia"”.

A Naâma Asfari le marcó una experiencia en particular: la desaparición forzada de su padre, en condiciones “mucho más duras” que las suyas, durante 16 años. “Fue uno de los cientos de desaparecidos saharauis en la década de 1970. Sobrevivió y fue liberado en 1991, en el momento del alto el fuego. Tenía 21 años, no lo había visto desde que tenía cinco”.

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Traducción: Mariola Moreno

Leer el texto en francés:

La primera vez que se entrevistó con saharauis, los ojos de Claude Mangin se abrieron de par en par: “¿De verdad, sois un pueblo?”. Fue en 1989, viajaba en nombre del CCFD, el Comité Católico contra el Hambre y por el Desarrollo. “Como todo el mundo”, la mujer no podía imaginar que tribus nómadas rivales lograran la “unidad nacional” y proclamaran una República Árabe Saharaui Democrática (RASD) en el desierto.

La caja negra

Una misión europea de información, en la que participaban activistas, asociaciones, parlamentarios, investigadores y periodistas, visitó del 10 al 17 de octubre los campamentos de refugiados saharauis en Tinduf (Argelia) y la zona del Sáhara Occidental bajo control del Frente Polisario, una zona a la que es imposible acceder para la prensa, especialmente en el contexto actual. Se desplazó hasta allí el periodista de Mediapart Arnaud Marin. Los participantes se alojaron en familias de refugiados. Cada participante financió el propio viaje y los gastos en destino.

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