Vigilar y castigar en tiempos de coronavirus: Rusia, el laboratorio del futuro

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Julian Colling (Mediapart)

En la quinta temporada de la serie Le Bureau des légendes (Oficina de infiltrados, en español), hay una escena que no puede ser más actual. En Moscú, dos agentes del FSB analizan las imágenes de vigilancia de uno de los parques de la ciudad. Al lado de las caras de los transeúntes o los corredores aparecen los nombres, apellidos y fechas de nacimiento, además de otras informaciones si fuera necesario. Es una obra de ficción que, en realidad, se ajusta ya a la realidad. Una realidad forzada por la epidemia del covid-19.

“Quien sea el campeón de la inteligencia artificial dominará el mundo”, predecía Vladimir Putin en septiembre de 2017. Tres años después, ese mensaje ha calado en un país tradicionalmente fuerte en ciencias puras, poblado de genios de la informática y que busca diversificar su economía. Rusia ha visto un campo en particular en el que imponerse: el del reconocimiento facial, en el que los algoritmos rusos son probablemente los mejores del mundo.

Este concepto hace que se levanten en Europa algunas barreras éticas, pero Rusia no está muy preocupada por esas cuestiones. Alyona Popova, abogada feminista que lucha también contra las derivas de la técnica -los robots asesinos, entre otros- sabe algo de esto: en abril de 2018 fue multada durante una manifestación ante la Duma rusa. Recuerda que “Los policías vinieron a buscarme entre la multitud llamándome por mi patronímico. Me pregunté cómo habían conseguido esa información y cómo me habían encontrado”. Enseguida se enteró que había sido gracias al reconocimiento facial.

En octubre pasado, después de un verano marcado por unas manifestaciones de la oposición muy vigiladas, Popova se decidió a lanzar una petición contra esta tecnología por temor a un “fichaje creciente” de manifestantes. Parece ser que Rusia quiere de nuevo afianzarse, junto con China, hermana mayor más avanzada, a la vanguardia de la futura “biopolítica”, teorizada por Michel Foucault.

Los primeros ensayos de reconocimiento facial en Moscú coinciden con la predicción del presidente ruso. Primero en el metro, en la actualidad totalmente vigilado, y luego en el Mundial 2018 de fútbol. De este modo, unas doscientas personas que aparecen en una lista negra fueron interceptadas en los alrededores de los estadios. De las 180.000 cámaras que hay en la capital rusa, más de 100.000 están ya conectadas a esta tecnología.

Una start up rusa de inteligencia artificial, Ntechlab, creada en 2015, ha tenido olfato y ha sacado un buen partido ganando rápidamente un montón de concursos internacionales (velocidad, precisión...). “Nosotros garantizamos el reconocimiento de mil millones de rostros en un segundo, con un margen de error de 1 sobre 100 millones y una gran fiabilidad, incluso llevando máscara”, asegura su co-fundador Artyom Koukharenko, que también propone ahora el reconocimiento de siluetas.

Ntechlab ya había sido noticia con su producto estrella FindFace, lanzado como una aplicación pública para encontrar el perfil de alguien en la red social Vkontakte, a partir de una foto. En otras palabras, el final puro y simple del anonimato. Luego, prometiendo una futura oscura herramienta de “reconocimiento étnico”. Debido a las protestas, esos usos fueron abandonados y FindFace se ha reorientado a las empresas y a los poderes públicos. En la actualidad más de treinta países trabajan ya con la firma rusa. A finales de 2019 ganó una licitación pública del ayuntamiento de Moscú para su programa “Safe City”, que empezó en enero y se supone que dará seguridad a la ciudad a través del reconocimiento facial. Su despliegue será, según la compañía, el más vasto sistema de reconocimiento en tiempo real del mundo.

El covid-19, como en los mejores escenarios distópicos, ha llegado en el mejor momento. Una ocasión de oro para el poderoso alcalde de Moscú, Sergei Sobyanin, para probar esta nueva tecnología y aumentar las capacidades. “Coronavirus aparte, esto sirve sobre todo para la seguridad: detectar a personas buscadas, prevenir ataques”, defiende Koukharenko. No es ese, a priori, el perfil para Alyona Popova. “No somos responsables del uso que se haga por los clientes. Pero la ética nos importa. Hace falta transparencia por parte de las autoridades”, añade con cierta hipocresía.

Sin embargo, la aplicación a la vigilancia del confinamiento no se ha hecho esperar, cuando no se ha decretado aún ningún estado de urgencia. A mediados de marzo, las autoridades anunciaron ya que más de doscientas personas habían sido detectadas y multadas por romper la cuarentena.

“No hay ninguna normativa ni transparencia”, dice Leonid Kovachich, investigador especialista en China. “¿De dónde vienen esos datos, quién mira las imágenes, quien las almacena? Eso de las caras, es de cualquier modo algo extremadamente sensible. En realidad, han creado una nueva normalidad bajo el pretexto de luchar contra el virus, metiéndose en la vida privada de la gente 'por su bien', y la gente se va acostumbrando.” “Todo eso es ilegal”, insiste Alyona Popova, que piensa presentar una denuncia ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

En este estado de excepción de facto, los poderes rusos no van a pararse ahí. En la región de Múrmansk (norte) acaban de dar brazaletes electrónicos a los enfermos. Desde el 15 de abril es necesaria en Moscú una autorización por código QR o por SMS para salir del domicilio (en la República de Tatarstan desde finales de marzo), que da muchos fallos técnicos. Sergei Sobyanin había incluso provocado una protesta al anunciar una futura aplicación de “supervisión social” (de rastreo, de hecho) de las personas contagiadas. Enseguida se retractó diciendo que los moscovitas eran suficientemente responsables. Los observadores creen más bien que fue por la precipitación y por la falta de medios materiales.

Pero esa tecnología está ya por todas partes en Rusia. En un país donde se puede pagar el alquiler con un simple texto, comprar el billete sin contacto dentro del autobús o pedir una mascarilla FFP2 con una aplicación de comida a domicilio, esta desenfrenada sucesión de medidas hace temer una deriva irreversible. Como resumía recientemente el periodista experto en servicios de seguridad Andrei Soldatov, “el coronavirus pasará, pero no la vigilancia de masas. Las enormes cantidades invertidas no van a ser para vigilar sólo a unos cuantos indisciplinados”.

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Los operadores de telefonía trabajan a veces en concierto con las autoridades, siguiendo el ejemplo del gigante semi estatal Yandex (el Google ruso), que recientemente ha puesto en marcha una calificación sobre el respeto del confinamiento en algunas regiones en base a la localización de teléfonos. En cuanto a los datos personales, ya nada los protege: no es raro verlos en venta en la dark web (Internet oscura). “El Covid acelera nuestro acercamiento al modelo de gestión de estilo chino”, dice Kovachich, que hablaba hace poco en el Novaya Gazeta del riesgo de un “campo de concentración digital”. “Fíjense también en la noción de Internet soberano. Para mí, los dos países irán lamentablemente cada vez más de la mano”. Por su parte, Alyona Popova va aún más lejos: “Cuánto tiempo falta para la ingeniería y la calificación social al estilo chino, el análisis de las emociones, del estado de ánimo, etc. Hace falta que la gente despierte antes de que sea demasiado tarde”.

Traducción de Miguel López.

Texto original en francés:

En la quinta temporada de la serie Le Bureau des légendes (Oficina de infiltrados, en español), hay una escena que no puede ser más actual. En Moscú, dos agentes del FSB analizan las imágenes de vigilancia de uno de los parques de la ciudad. Al lado de las caras de los transeúntes o los corredores aparecen los nombres, apellidos y fechas de nacimiento, además de otras informaciones si fuera necesario. Es una obra de ficción que, en realidad, se ajusta ya a la realidad. Una realidad forzada por la epidemia del covid-19.

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