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Cultura

En las opacas profundidades de la SGAE

Palacio Longoria, sede de la SGAE.

Cuando Antón Reixa, músico y líder del mítico grupo gallego Os Resentidos, llegó a la presidencia de la SGAE, pidió que le explicaran cómo funcionaba el reparto de dinero generado por las televisiones. Le pusieron un Power Point. Reixa debía de mirar aquello con pasmo. Porque se lo pusieron 18 veces. "Y yo lo entendía con dificultades", contaba a la también música Ainara LeGardon. La anécdota está en el libro SGAE: el monopolio en decadencia (Consonni), un ensayo periodístico monumental que firma junto a David G. Aristegui y que trata de explicar el funcionamiento de la entidad de gestión de derechos de autor. Porque no resulta sencillo. Y eso, opinan los autores, no tendría que ser así. Lo decía también Reixa: "La propiedad intelectual es compleja. Pero lo complejo se tiene que entender. Hay una opacidad respecto a la gestión de la propiedad intelectual que es muy interesada".

La salida del libro coincide con la operación policial que afecta a la llamada “rueda de las televisiones”, que llevó el martes a la detención de al menos 18 personas. El asunto se convierte para LeGardon y Aristegui en uno de los pilares que demuestran la falta de transparencia de la SGAE, pero hasta ahora no podían presentarlo como una irregularidad. De hecho, el mecanismo era conocido por todos al menos desde 2013, cuando el propio Reixa advirtió a los socios de que algo olía a podrido en la música que sonaba durante los programas nocturnos. La denuncia del entonces presidente se saldó con un expediente a 11 autores y socios... y en última instancia con la destitución de Reixa por la Junta Directiva. Ni la justicia ni el Ministerio de Cultura actuaron entonces.

La "rueda de las televisiones" es explicada al detalle en el largo reportaje que es Sgae: el monopolio en decadencia. Esta astucia, cuya legalidad está ahora en cuestión, implica a las televisiones –están siendo investigadas TVE, Mediaset y Atresmedia, entre otras– y a un puñado de autores que componía y tocaba para las emisiones de madrugada. Son los que tocan el organillo detrás de algún vidente, los que han fabricado la canción que suena de fondo en estos programas que alcanzan menos del 1% del share. Lo que hacían era registrar variaciones a canciones de dominio público como propias, y en ocasiones a nombre de familiares o amigos para no levantar sospechas, y así pasar luego factura a la entidad. Según la denuncia de Reixa, los once miembros de la supuesta trama habían registrado entonces 25.000 títulos, por los que se embolsaron 25 millones de euros.

Pero no eran los únicos involucrados. Según la investigación, y la información hecha pública hace ya cuatro años, las televisiones forman parte del engranaje. La mitad de los ingresos que recibe la SGAE anualmente, una cantidad que suele suponer la mitad de lo recaudado por la entidad, proviene de lo que pagan las cadenas para emitir el repertorio musical de la entidad de gestión. "La rueda" es una forma de recuperar parte de esto, según lo investigado por LeGardon y Aristegui a partir de la denuncia de Reixa. Para ello, las televisiones crean editoriales musicales que poseen el 50% de los derechos de las composiciones realizadas por la supuesta red. Así, las cadenas se aseguran una cantidad en el reparto anual de la entidad, y recuperan parte de lo invertido. Lo que tendrá que dictaminar la Audiencia Nacional, a cargo de la operación, es si los músicos son realmente los autores de esas composiciones que apenas alteran las originales o si se trata de una estafa.

Tanto LeGardon como Aristegui son socios de la SGAE, la primera como autora y el segundo como heredero de los derechos de su abuelo, el pionero del jazz Fernando García Morcillo. Ambos conocen el mundo de la música. Ambos están particularmente interesados en los derechos de autor —LeGardon asesora profesionalmente a otros músicos sobre el tema, David G. Aristegui es autor de libros como ¿Por qué Marx no habló de copyright?—. Y sin embargo, algunos de los aspectos tratados en su investigación seguían siendo a sus ojos un verdadero galimatías. Para guiarse por las opacas profundidades de la SGAE se han entrevistado con los últimos tres presidentes de la SGAE, han solicitado una gran cantidad de información a la entidad, han hablado con autores, editores, abogados, expertos en general. Para comprender el funcionamiento de la SGAE hacen falta 263 páginas. 

"La opacidad de la SGAE no es algo de lo que se pueda responsabilizar a personas concretas. Es cosa del sistema", explica Aristegui por teléfono, en plena gira de presentación. El sistema. El gran problema, cuenta, es que "la SGAE se pone la gorra de una entidad pública o semipública a la hora de recaudar, y la gorra de una entidad privada cuando se quiere saber cuánto y cómo han recaudado". La SGAE es, en teoría, una sociedad de gestión de derechos de autor sin ánimo de lucro. Su tarea es hacer que el beneficio generado por los autores se les reconozca; hacer el trabajo de recaudación por ellos y luego repartirlo. Pero eso, ¿cómo se calcula? ¿Cómo se sabe cuántas veces ha sonado una canción y cuánto dinero ha generado? ¿Quién y cómo debería pagar por ello? ¿Cómo y entre quiénes se reparte el dinero? LeGardon y Aristegui no solo lo explican con detalle, sino que desarrollan una extensa crítica sobre el funcionamiento elegido. Y hay algunos puntos de conflicto particularmente reveladores. 

Primero: en la SGAE no funciona el "un hombre, un voto". "Según la Secretaría General de SGAE, el porcentaje de socios con derecho a voto en 2016 es del 18,01%", cuentan. ¿Y esto por qué? Porque el voto es ponderado, y es necesario alcanzar unos ingresos mínimos por derechos de autor para tener derecho a él —y cuanto más se recauda, más poder se tiene, otro de los aspectos clave de "la rueda"—. Pero es que, además, "en la última Asamblea de la SGAE, de los 117.509 asociados, tan solo participaron con su voto 441 (que acumulan 8.433 votos en total)". Al final decidió por todos el 0,38% de los socios. Esa falta de participación no parece incomodar a la entidad, señalan. Pero también se debe, en parte, a la desinformación entre los propios autores. "Esa desinformación ocurre, también lo señalamos, por el carácter individualista de los artistas", señala Ainara. El sindicalismo musical está dando sus primeros pasos, por ejemplo. Y ciertos comportamientos ponzoñosos de la industria —cuando fichan por una editorial o discográfica, muchos autores firman su entrada en la SGAE sin saberlo— no ayudan a aclarar las ideas. 

Hay hechos particularmente sangrantes. Un músico socio de la SGAE, no puede dejar ciertas obras fuera de la gestión de la entidad. Porque quiera, por ejemplo, ceder una canción con un motivo benéfico. La SGAE gestiona toda su producción, y si el artista no registra parte de ella está infringiendo su contrato. No puede elegir. Ni compatibilizar su participación en la SGAE con otro tipo de derechos, como los creative commons —un asunto que los autores no logran aclarar del todo con la institución, que no logra determinar en qué casos podría hacerse y en qué casos no—. ¿Y si el artista quisiera hacerse cargo de la gestión de derechos de sus conciertos? Tampoco puede. Y la SGAE es un monopolio, así que tampoco pueden decidir realmente si asociarse o no. Aunque la entidad de gestión vasca EKKI, todavía en fase embrionaria, pretende cambiar ese panorama. 

Y luego está la recaudación. Los clientes de la SGAE —un bar que quiere poner música, o una televisión— paga una tarifa plana. No por lo que usa de manera efectiva, sino por lo que puede usar. Entonces, ¿cómo se sabe qué autor tiene que cobrar qué? ¿Analizan los agentes de la SGAE todas las veces que una discoteca ha puesto "Despacito" para darle a Luis Fonsi y compañía un tanto? No. Parte del reparto se calcula porque las propias cadenas o promotores de los conciertos dicen que se ha programado tal o cual obra —aunque LeGardon y Aristegui denuncian que en esto se producen numerosas irregularidades—. Y parte se hace por sondeos. Una empresa externa, aunque habitualmente relacionada con la SGAE, coloca un dispositivo en ciertos locales, y sus resultados se consideran representativos. Seguramente estos puedan reflejar con fidelidad las escuchas de "Despacito". Pero, ¿medirá igual de bien las veces que se oye a Nacho Vegas, mucho más minoritario? La estadística nos dice que no. 

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SGAE: el monopolio en decadencia señala también comportamientos claramente turbios. No solo la operación Saga, que investiga posibles fraudes en la gestión de Teddy Bautista al Frente de la entidad. Está el conocido pendiente, una cantidad que como su nombre indica está pendiente de reparto y que en 2015 alcanzó los 17,5 millones de euros. Esto se produce porque la SGAE primero cobra y luego identifica las obras por las que lo hace. Y puede ocurrir que no pueda identificarlas: porque el autor es socio y no las ha declarado, porque hay algún error al hacerlo... Pero también es posible que se recaude por las obras de alguien que no es socio, o incluso por obras libres de derechos. Cuando el plazo para reclamar el pendiente expira, este pasa a la entidad. Y se reparte, como un bonus. De hecho, cuentan los autores, es conocido como "el aguinaldo". 

Ante todo esto, que no es sino una mínima parte de las deficiencias que señalan LeGardon y Aristegui, este último tiene un lema: "La SGAE tiene que recaudar menos y mejor". Y la primera tiene una esperanza: que la creación de EKKI y la nueva directiva europea para la gestión de derechos de autor dé lugar a un florecimiento de entidades independientes que combatan el monopolio de la sociedad de autores. Ambos pretenden, sobre todo, que se entienda esa maraña legal tras la que se oculta la entidad. Porque, como decía Reixa tras salir escaldado de la SGAE, "lo que es justo tiene que ser explicable".

 

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