Cultura
Guerra Civil en San Sebastián
Cuando Isaac Rosa publicó en 2007 ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!, parecía capturar, ya desde el título, un sentir general: el hartazgo hacia las narrativas que abordan el conflicto entre republicanos y fascistas. Pero el escritor señalaba también un problema: no se trata tanto de si se habla o no sobre la Guerra civil, sino de cómo se habla —su título era, ante todo, una crítica hacia su primera novela, La malamemoria, ambientada en aquel contexto histórico—. Ese hartazgo y esa advertencia trascienden la literatura y son aplicables a toda la ficción. Diez años más tarde, no es que el debate no se haya apagado, es que aparece en el Festival de San Sebastián con tanta fuerza como si se tratara de la primera vez que se plantea. Todo por la coincidencia de otras dos malditas películas sobre la guerra civil: de un lado, Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar; del otro, La trinchera infinita, de Aitor Arregi, Jon Garaño y Jose Mari Goenaga, conocidos como los Moriarti por el nombre de su productora.
La primera era, desde luego, mucho más esperada que la segunda. La cinta de Amenábar entró en la terna de la Academia de Cine para representar a España en los Oscar antes de estrenarse en salas —llega a las pantallas este 27 de septiembre—, un honor que finalmente le fue concedido a Pedro Almodóvar y su Dolor y gloria. Parte de la expectación tenía que ver con que el director al castellano, a los actores y la localización española, 15 años después de Mar adentro. Pero, sobre todo, tenía que ver con que Amenábar había decidido tomar un protagonista célebre y un acontecimiento histórico muy conocido: Miguel de Unamuno; su relación con el fascismo, que fue del apoyo al golpe de Estado a la condena, y, notablemente, su famoso discurso en el paraninfo de la Universidad de Salamanca ante Millán-Astray y otros cargos de Falange. Se añaden al cóctel Karra Elejalde en el papel del filósofo y un presupuesto de más de seis millones de euros.
Del otro lado, La trinchera infinita se aleja de los grandes nombres y de la historia con mayúscula para centrarse en Higinio y Rosa, dos anónimos personajes de ficción que sufren la guerra en algún punto de Andalucía. Temiendo las represalias de los sublevados —"Están diciendo que has dicho cosas horribles", advierte ella— les llevarán a tomar una decisión que marcará sus vidas durante las siguientes tres décadas: él se convertirá en un topo, escondido en un agujero de su propia casa; ella será su sustento, su lazo con el mundo exterior y su protectora. El filme está firmado por los responsables de Loreak y HandiaLoreak Handia, dos películas muy celebradas del último cine español. La producción ha contado con un presupuesto de unos tres millones de euros —la mitad que la de Amenábar pero el doble del coste habitual de un filme español medio— y cuenta con algún as en la manga: las interpretaciones de Antonio de la Torre y Belén Cuesta y un guion de Luiso Berdejo y Jose Mari Goenaga especialmente inspirado. Con este filme, parecen haber ido más lejos del logro que supuso los diez premios Goya de su última producción: la crítica ya apunta a La trinchera infinita como una de las favoritas a la Concha de Oro.
Quizás, de no haber tenido más relación entre sí que la de estrenarse en el mismo año, las dos películas se habrían librado —al menos un poco— de las comparaciones. Pero ambas forman parte de la Sección Oficial: compiten entre sí por los galardones, pero también por el favor de la crítica. Y en esto último gana una vez más La trinchera infinita. "El resultado es una película feliz en cada uno de sus brillantes y arriesgados contrasentidos", dice Luis Martínez en El Mundo. "A pesar de las largas dos horas y media del filme, el público y la crítica aplaudieron a rabiar la cinta", cuenta Gonzalu Núñez en La Razón, que asegura que el trío "ha firmado la mejor película de lo que va de festival". "La claustrofobia, la cercanía de la locura, la desesperanza acompañando al paso de los años, la peligrosidad de los buitres hacia la mujer que creen viuda, el machaqueo moral al que la somete su marido, la certidumbre de algún vecino avieso y vengativo de que el proscrito sigue estando muy cerca, están descritas con un potente y agobiante estilo visual", comenta Carlos Boyero en El País.
No tan generosa ha sido la prensa con Amenábar. "No es lo suficientemente emocionante como una pieza de personajes, pero también le faltan la urgencia y el suspense necesarios para hacer vívidos sucesos más amplios", apuntaban en Variety. "La obligación autoimpuesta de no separarse un milímetro de los hechos o, mejor, de la fiel recreación de lo que tuvo que ser aquello, adormece el pulso narrativo bastante más de lo deseable", afeaba Luis Martínez en El Mundo. "La película gustará a quienes pongan el drama íntimo por encima de los golpetazos de la Historia", concedía Mirito Torreito en Fotogramas. El problema es que las críticas no llegan solo desde lo estrictamente cinematográfico. "Está claro que Amenábar quiere evitar a toda costa que le llamen rojo y sectario, y para ello se ocupa de presentar, y defender, las dos posturas en un delirante ejercicio de blanqueamiento del fascismo que a estas alturas está absolutamente normalizado", lanzaba Javier P. Martín en Ecartelera. "Un elogio de Amenábar a la equidistancia intelectual que ni vence ni convence", titula Francesc Miró en eldiario.es.
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"A mí me interesa todo lo que tiene que ver con la contradicción. Con las aristas y con los grises, con lo que no te lleva al blanco o al negro", se explicaba Amenábar en una entrevista con El Español. "En clase de guion dirían que el arco dramático de Unamuno en esos meses es oro, y eso me interesa muchísimo. Se ha usado tanto por la derecha como por la izquierda porque, precisamente, esa contradicción invita a ello". "He intentado no ofender, ser entendido por la izquierda y la derecha", decía en otra entrevista con ABC. Muchos se preguntan si es eso posible cuando se habla de un golpe de Estado fascista. La trinchera infinita, por su parte, nace de 30 años de oscuridad, un documental sobre cómo Manuel Cortés, antiguo alcalde de Mijas, pasó 30 años encerrado en su propia casa, una historia complementada con Los topos, la investigación periodística de Manu Leguineche y Jesús Torbado. Sus protagonistas, sobre todo De la Torre, no son héroes sin mancha, pero la posición de partida está clara.
Así que, por carambolas del destino —o por un zeitgeist que tiene mucho que ver con la recuperación de la memoria histórica—, no solo se encuentran en San Sebastián dos aproximaciones distintas al mismo suceso histórico, sino dos discursos enfrentados: la historia desde la posición de las víctimas anónimas represaliadas, inequívoca desde el punto de vista político aunque no desde el psicológico; del otro, la historia de nombres propios y hazañas individuales, con un acercamiento voluntariamente equidistante a la contienda. Este otoño se enfrentan ambas al juicio del público. Y, un poco antes, al del jurado de San Sebastián.