Héroes

Estrella, la benjamina de Fuentenebro que protege del virus a todo un pueblo en plena España vaciada

Como cada miércoles, Estrella se acerca a casa de Berta para entregarle la compra semanal.

Eva Baroja

Estrella Pérez nunca supo esperar. Solo dejó que el presidente del Gobierno terminase de declarar el estado de alarma para asegurarse de que no se perdía nada. Fue despedirse Sánchez y ella ya estaba al teléfono. Era consciente de que, siendo un viernes por la tarde, serían muchas las familias que vendrían a Fuentenebro, una pequeña localidad en la Ribera del Duero, a pasar el fin de semana. Y con ellas, quién sabe, quizás también el coronavirus. “Pensé que si dejaba que llegase la enfermedad, me iba a quedar sin vecinos. Son muchos los descendientes del pueblo que vienen de Madrid y Burgos. Tenía que asegurarme de que no vendrían bajo ningún concepto. Era peligroso”.

Con 119 habitantes censados, Fuentenebro es uno de esos reflejos de la España vacía. En invierno, apenas son ochenta. Un restaurante, un modesto consultorio médico y las ruinas de lo que fue un castillo completan el paisaje. Son vestigios dorados de otro tiempo, cuando todavía en el patio de la escuela, cerrada hace doce años, jugaban niños. Hoy, la media de edad es tan elevada que convierte a Estrella, con treinta y siete años, en la más joven del pueblo.

Como el supermercado más cercano está a veinte kilómetros, ella se ocupa de todo. “No quería que se pusieran en riesgo sin motivo, ¿para qué iban a salir a comprar si podía ir yo?”. Desde que empezó el confinamiento, hace la compra semanal a un total de cuarenta y tres casas. Cada martes, recoge los pedidos por teléfono o acercándose a los hogares de los más mayores. Berta tiene sesenta y nueve años y es una de las vecinas a las que ayuda Estrella. Fue auxiliar de enfermería en el Hospital Gómez Ulla de Madrid. “Nadie se esperaba todo esto. Es tremendo”, comenta preocupada. Es diabética y tiene un problema cardiaco, así que forma parte del grupo de mayor riesgo: “Si no estuviese Estrella, no sé qué hubiera pasado ­­–suspira–. No deja de repetirnos que estemos tranquilos y que la avisemos si necesitamos algo”.

Los miércoles, Estrella conduce hasta un gran almacén de Aranda, la ciudad más cercana. No importa que hasta hace poco estuviese de baja por una reciente operación de hernia discal. Tampoco que la primera semana tuviese que quedarse tres días sin moverse por los dolores que le provocó cargar todos los productos en el maletero. “Mucha gente me dice que soy muy generosa. Yo no lo veo así. Lo hago porque me da la gana, porque quiero cuidarles, aunque me vaya a complicar la vida”. Leche, carne, huevos, arroz, verdura, pasta… Reconoce, entre risas, que en las listas de la compra no le piden ningún capricho: “Ni siquiera una botellita de vino para amenizar la cuarentena”. Las compras suelen ser de unos 600 euros. En muchas ocasiones, es ella la que adelanta el dinero.

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Cuando falleció su padre, se hizo cargo del negocio familiar de ganado y vides y, desde entonces, construye su futuro en el campo. “Justo me pillas repartiéndoles unas mascarillas a unos chicos que trabajan en la viña”. Además de hacer la compra a todo un pueblo, reparte mascarillas caseras a los vecinos y a todo aquel que se pone en contacto con ella a través de Facebook o gracias al boca a boca. Su tía regentaba una mercería, así que, en casa tenía varios juegos de sábanas de algodón que con maña y tesón convierte en unas veinte mascarillas diarias. “Al principio, tenía miedo de que la tela no fuese eficaz y no protegiese del virus. Lo consulté con un laboratorio en Burgos y me dijeron que no había problema”. En el pueblo, nos cuenta, casi nadie tenía guantes de látex o mascarillas. “No sabían cómo gestionar esto. Al menos, se quedan más tranquilos teniendo una”.

La pandemia, además de cebarse con esa generación a la que todavía le debemos tanto, solo deja a su paso soledad. A los abuelos de Fuentenebro ya nadie les visita los fines de semana. Tampoco hay brisca, ni bar, ni conversaciones en el banco de la plaza. Cuando Estrella va a entregarles la compra, percibe de lejos esa necesidad de compañía: “Algunos días, se tiran mucho rato hablando conmigo desde sus puertas. Parece como que te estuvieran diciendo: 'Por favor, quédate un poco más'”.

En tres semanas, se ha convertido en hija, hermana, sobrina, amiga, compañera. Es el brazo en el que apoyarse y el número al que llamar para muchos de sus vecinos. Nadie se lo pidió, pero lo hizo. Sin dudarlo y sin esperar nada a cambio. “El otro día me llamó la hija de un señor del pueblo para decirme que no sabía cómo me iba a agradecer todo lo que estoy haciendo. Si acaso que, algún día, dentro de mucho, me pongan una calle”.

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