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Adiós al mañana
Un asombroso invierno / Un hivern fascinantJoan MargaritVisor / ProaMadrid2017Un asombroso invierno / Un hivern fascinant
Otro catalán universal, el legendario Joan Manuel Serrat, nos hizo enamorarnos del llanto eterno que en el Mediterráneo han vertido cien pueblos, de Algeciras a Estambul, para que el mar pintase de azul sus largas noches de invierno. En la letra de su inolvidable canción, el invierno no es una estación del año caracterizada por sus días cortos y sus bajas temperaturas. El invierno es un estado de ánimo, un inevitable impulso que nos lleva a buscar el recogimiento acompañado alrededor del fuego, una insoslayable advertencia. El corazón humano sigue sintiendo miedo del invierno, sigue necesitando consuelo ante el abismo que éste supone, valor para enfrentarlo sin frío en la mirada.
El asombroso invierno de Joan Margarit no es tampoco esa estación del año de intensas heladas y amaneceres blancos. Es un tiempo extenso de pausa y de silencio, en el que “pronto no habrá amapolas”. Un tiempo en que la respiración de la naturaleza se halla suspendida y todo parece dormir. No en vano para muchas culturas antiguas el año comenzaba con la primavera. El invierno, frío furgón de cola, viene a ser el último apeadero, la oportunidad de contemplar el paso del tiempo con la sabiduría del viajero que ya ha hecho parada y posta en todas las estaciones.
Joan Margarit, con la honestidad poética y personal que lo caracteriza, nos habla en su esclarecedor epílogo —cuya atenta lectura merece verdaderamente la pena— del antes y el después, “esos dos misterios cuya tensión condiciona el pensamiento”. Así, el poeta habla de cómo el invierno ha sustituido el concepto de mañana por olvido, mientras el pasado, cada vez más lejano, se va volviendo a su vez olvido entre la bruma. El poeta y narrador italiano Erri De Luca, quien como buen mediterráneo también conoce las largas noches de invierno del Mare Nostrum, afirmó en un poema: “El tiempo es un saboteador. Es por eso que restauro leyendas”. Mucho de restaurador posee también el verso profundo de Margarit, por cuya clara sutileza discurre su propia juventud en la misteriosa isla de Tenerife, los trabajos de amor que todos —cual modernos Hércules— emprendemos para buscar la claridad, la construcción de un destino que acompaña toda infancia, la imposibilidad de escapar de los propios recuerdos, el futuro, el dolor, la carretera, la libertad…
La experiencia vital de Margarit realiza ese milagro de ser a la vez intransferible y colectiva. Su poesía, limpia y sincera como una confesión, se abre paso con la fuerza de una torrentera para iluminar los lugares más recónditos del alma, ésos que vertebran desde su historia la conciencia de la propia identidad. El poeta, demiurgo a través de las palabras, convoca a su memoria para que comparezca ante sí mismo y ante todos nosotros. Así, frente a nuestros ojos asombrados desfila la Barcelona de su juventud, aquella que “encendía muy pocas luces en las noches pobres de aquel país infame”. Desfila Macbeth, declamando entre pilares de hormigón armado: “el páramo es mi reino”. Desfila la abuela del poeta, una de esas muchas mujeres con coraje que no sabían leer, capaces de enseñarnos “que el amor es claridad y dureza al mismo tiempo”.
Los recuerdos, afirma Margarit, son “la obra completa de la mente, que arde con la muerte”. Sólo ciertos poetas la salvan en los versos, como Kavafis o Neruda. No son los únicos maestros que cruzan este asombroso invierno, donde también preside la voz “respetuosa y grave” de Jorge Manrique o el majestuoso albatros del poema de Baudelaire. Margarit rinde homenaje metapoético a algunas de las voces que conformaron su geografía lírica personal. También a los personajes históricos cuyo valor simbólico lo inspiró y consoló: los guerreros de las Termópilas nos conmueven a través de las palabras del maestro. Nada escapa a su mirada escrutadora y sabia, desde el brillo de una canción hasta el calor de un amigo, desde la luz rojiza de las cuevas de Altamira hasta el dolor inútil del rencor.
Un asombroso invierno es un acto de verdad sin ambages, que brota de manantial profundo, lejos de cualquier fuego de artificio o artilugio verbal trivial concebido para epatar. Joan Margarit concibe la poesía como un ámbito de compromiso con su sinceridad. Como afirma en el epílogo del libro: “Verdad y belleza pueden superponerse, pero la verdad está muchas veces en lugares donde la belleza no tiene nada que hacer. El territorio del arte es sólo aquel donde coinciden”. Quien se adentre en la lectura de los 41 luminosos poemas que –tanto en catalán como en castellano– componen el libro, observará el fulgor de la sabiduría de la antigüedad y el desenfado del conocimiento de la actualidad. Los poemas de Margarit son atemporales e inmanentes como lo es toda poesía imperecedera. Aquella que se atreve a susurrarnos quiénes somos. Quiénes hemos sido. Quiénes seremos cuando nuestra mirada ya no esté presente.
Desprovisto de falsos artificios, Margarit mira la realidad de frente y no teme nombrarla. Le asiste el valor y la serenidad de quien habla desde la cripta de su propio interior. De quien —desprovisto de deudas— no está obligado a responder más que ante su propia conciencia. De quien ya sabe que la eternidad es la naturaleza del corazón humano, que sigue latiendo con idéntica intensidad a través de los tiempos. De quien conoce bien “esa edad a la que no podré, nunca más, ni juzgar ni recordar. (…) El asombroso invierno del animal de fondo”.
*Raquel Lanseros es poeta. Su último libro, Raquel LanserosLos poetas toman la palabra (Visor, 2017).