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Poeta y lumbre
Toda la luz, toda la sangre. Antología (1948-2017)Roberto Fernández RetamarVisorMadrid2018Toda la luz, toda la sangre. Antología (1948-2017)
Recordaba Unamuno, en torno a la condición del hecho literario, la distinción de los místicos medievales entre lux y lumen: luz y lumbre. La luz ilumina, pero se limita a sí misma; en cambio la lumbre, esa luz desprendida del fuego, ilumina y además comunica: guarece el alma. Bajo ese signo del fuego y su lumbre se habrá de situar toda la poética de Roberto Fernández Retamar (La Habana, 1930), desde el temprano título Elegía como un himno, de 1950, hasta las entregas más recientes, en un itinerario de casi siete décadas de poesía cuya intensa temperatura estética y dimensión universal le otorgan la naturaleza de un clásico.
Esa trayectoria creadora coexiste con una fecunda conciencia crítica, proyectada en ensayos ya indispensables a la hora de abordar las letras hispánicas y la teoría literaria –en un espectro que va, por ejemplo, del modernismo y el 98 a la leyenda negra, pasando por su lectura anticolonial del Calibán de Shakespeare–, e incorporan a su autor a la estirpe de los grandes pensadores de nuestra literatura, en la línea de Martí y Unamuno, Reyes y Mariátegui, Carpentier y Paz. Y a toda esa actividad se suma además una ferviente labor por la cultura, primero desde las tareas universitarias –en La Habana, Yale, Columbia– y el impulso de publicaciones como Nueva Revista Cubana o Unión, y después al frente de la Casa de las Américas –y su mítica revista–, que lleva décadas empeñada en acoger y difundir lo más valioso de la literatura latinoamericana.
La poesía de Fernández Retamar se forja al calor de un hondo conocimiento de la tradición, y en la proximidad del grupo Orígenes. Su inicial clasicismo se proyecta en versos vibrantes cuyo rigor convive con una transparencia que le es inherente, y con una musicalidad que se mantiene después en esa deriva conversacional que desde una fiebre comunicante y dialógica hace a la poesía regresar a las calles a partir de los años sesenta. Su venero poético fluye siempre con una naturalidad esquiva al lugar común y su belleza cansada; fluye como el aire y el sueño, sin artificios ni imposturas y, ya en sus últimas entregas, evoluciona hacia una suerte de “prosa rota” o verso desencadenado, a menudo con una narratividad de vocación memorialística, y se puebla de voces y recuerdos, de homenajes y elegías a los ausentes, en plena coherencia con todo su quehacer. Un quehacer jalonado por poemas ya inolvidables, como “Felices los normales”, “Juana”, “Con las mismas manos”, “¿Y Fernández?” o “Que veremos arder”.
Toda esa producción poética gravita en torno al eje de la memoria, y hace de la escritura un acto de exorcismo contra la muerte, una apuesta por la esperanza. La áspera tensión entre ambas certezas se traduce en la melancolía que define su verso, y encarna en la constante antes mencionada: el fuego. Bajo su signo todo crepita y es llama y luz: arden los astros y las palabras, arden el amor y las fechas del calendario, es lumbre la amistad, y la poesía es llama líquida, sangre y lágrima quemantes resueltas en canto, “rastro de llamas” y “única inmortalidad posible”. Como Vallejo, es Retamar poeta de la ternura y de la muerte, en combate obstinado por la vida y su luz, y aunque “al cabo La Sin Ojos puede más y nos arrastra hueco abajo”, ha de quedar esa brasa para siempre encendida, la de la palabra, la de la amistad, la del amor, que es “el alimento de los insensatos y la lumbre de los que ha cegado”. Al poeta corresponde labrar para construir memoria desde las cenizas, para recordar las voces de los ya idos, y ya muy tempranamente destacó Cintio Vitier esos homenajes que “solo una ternura como la suya podría sustentar”, y también su don para hallar en la realidad inmediata “la ardiente vida indescifrable”.
A ese mismo fuego corresponde la vocación ascensional de ese corazón a la intemperie que habita sus versos. Su verticalidad toma cuerpo a menudo en emblemas como las flechas –figuración del anhelo enardecido como el rayo del sol– o las espadas, lanzadas como sueños o preguntas hacia el firmamento, hacia la esperanza; se integra Retamar con ellos en la estirpe de poetas soldados y amantes que antes fueran Garcilaso –su voz es “espada blanca entre la oscura/noche del hierro” –, o Martí – “un galope de herrada candela te recorre”–, o Miguel Hernández. Es así el poeta el que levanta su “espada iluminada” frente al odio; es el que construye, a golpe de palabra, amor y fervor, la “salva del porvenir”.
Poeta de la emoción desnuda, y del amor en todas sus vertientes, Retamar vuelca en sus versos su profesión de humanismo, y es deslumbrante su insólito don de conjugar claridad y hondura, y también el de sumergirse en la Historia sin contaminarse de servidumbres utilitarias. Ajena a simbolismos, metáforas y ruidos retóricos, su palabra es cercana, próxima y tangible, pero nunca prosaica; en ella late un diálogo incesante con los poetas de la tradición antigua y moderna, y desde la inmediatez se proyecta en una universalidad que le es connatural. Esa rara cualidad de conmover al lector desde su intimismo trascendente ha sido saludada por numerosos escritores a través del tiempo; Fina García Marruz subrayó la “esencial fragilidad” que encierra su cubanía, Alejo Carpentier destacó la desnudez de su palabra, que llama “a las cosas por su nombre”, José Lezama Lima observó en él la certeza de lo “universalmente sencillo”, y en la misma estela se situaron Julio Cortázar, que habló de su “entrañable” comunicación con el lector, José Emilio Pacheco, que vio en “la patria y la gente” el centro de su poesía, o Mario Benedetti, que observó igualmente en él “ese deseo de dar el latido humano”.
La poética de Retamar se resume en uno de sus propios versos: “que cualquier cosa sea posible, eso es la poesía”; claro que para lograr algo así hace falta un hondo conocimiento del oficio, como lo haría constar Nicolás Guillén en un epigrama dedicado a la impaciencia de los jóvenes poetas: “para deshacer un soneto/ lo anterior es hacerlo”. A sus rondas y asedios dedica además Retamar numerosos ensayos, y también versos; en ellos nos habla como “un hombre todo sangre que llama, insiste y llama”, como el pescador que hunde su red en el idioma, y como el constructor que alza la canción del mañana. Es también el testigo, el que pisa las calles, el que conoce el dibujo de sus huellas y el ruido de lo invisible, es el que deja constancia del envés de las cosas, de la voz de lo hueco y la ausencia y la soledumbre, y es, como en los términos de Lorca, un pulso herido: frente a la guerra, al dolor, a las muertes sucesivas. La poesía es “la piadosa”, y es femenina, pero “su cuerpo no es de novia, que es de madre”. Una ironía serena y un suave humorismo cruzan esos versos, en tanto que las palabras de fasto y oropel se humillan ante la sencillez cotidiana del idioma; la poesía se hace casa que todo lo acoge, y prefiere las más humildes y gastadas, con el encanto de las cosas viejas, del lugar hollado y cómodo, acogedor, familiar: humano.
La poesía de Retamar se construye también como rumorosa y constante conversación con los muertos, y al amor de su lumbre emerge ese milagro que solamente la palabra puede obrar: la resurrección. Desamordazados de su silencio, regresados a esa temporalidad otra que cobija la página, dan fe de lo que siglos atrás ya recordara el poeta Francisco de Quevedo: que es lo fugitivo lo que permanece y dura. Del poeta madrileño acoge además Retamar otra certeza: la eternidad de la ceniza, de su brasa irreductible, la permanencia del amor más allá de la muerte (“mi enterrada voluntad y nuestro amor/ estallarán en hierbas para enredar el sol”). El paisaje de la patria íntima, su mar y su lluvia, su “cinta de tierra/ batida por el mar”, y también urna de los viejos huesos que alumbran el futuro, se ha de transustanciar en piel, en ojos, en manos, en entrevista ceniza enardecida, cuando los cuerpos de los amantes, su combate por la vida, sea ya solo sustento de la tierra; como lo recordó también Martí: un hueso es una flor.
Tierra madre es también la palabra, escenario de un diálogo sin tiempo con las grandes voces de la tradición: Homero y Juana de Asbaje, Juan de Yepes y Rubén Darío, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y Gabriela Mistral, y siempre Martí: “sabemos que se esconde en tu puño una alondra”. También del diálogo con los amigos idos, resucitados por arte de palabra, como aquel combatiente muerto que fuera devuelto a la vida por el fervor fraterno en un célebre poema de Vallejo. Así Retamar vivifica y perpetúa la presencia de numerosos poetas queridos, al alimentar el fuego sagrado de su memoria, porque son ellos los que nos construyen a todos, lo que somos, y porque el verso es el único que puede conjurar el dolor por la pérdida, la incisiva mordida del tiempo, del ángel terrible acusado por Rilke, aquel ángel que combatiera Jacob durante toda una noche y de la que saliera quebrantado pero empuñando la vida. Los versos de Retamar acogen con una fraterna sentimentalidad a innumerables hermanos en la palabra, como Juan Gelman, José Lezama Lima, Ernesto Cardenal, Cintio Vitier, Fayad Jamís, Roque Dalton, Paco Urondo o Haroldo Conti, que está entre los “que reparten la libertad como los panes, / los panes como una cascada de fuegos en la perfumada noche”. Pero habitan también esta poética los personajes anónimos que componen la intrahistoria: mendigos y ladrones, locos y borrachos, niños y amantes, y también aquellos que murieron en el combate para que su Isla, la doncella, volviera a despertar.
La poesía de Roberto Fernández Retamar habla del fuego que se sabe ceniza, y también de la materialidad de los sueños y del humus del alma, de un alma que empuña al cuerpo, no importa si aterido o cansado, como una espada, y que “lo hace trabajar soñar esperar”. Habla también de la zarza ardiente que no se consume y del combate cuerpo a cuerpo con el ángel de la muerte, y afirma el derecho de cada ser humano “al vino y al crepúsculo”, porque “hay lugar para todos en la historia,/ siempre que le entregues todo el fuego de que dispongas, toda la luz, toda la sangre”.
Este texto es el prólogo a Toda la luz, toda la sangre, antología del poeta cubano Roberto Fernández Retamar.
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Selena Millares es poeta, narradora y profesora de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Autónoma de Madrid. Su último libro, La isla del fin del mundo (Barataria, 2018)