Protestas en Cuba
Fiesta y velorio en La Habana
Hace 25 años un conocido intelectual cubano, Humberto Arenal (Premio Nacional de Literatura) me dijo que el gran problema de la Revolución es que lo que empezó en los sesenta como una fiesta jubilosa, lleva años convertido en un velorio donde a nadie le apetece bailar. Lo triste es que la orquesta no se da por enterada, y al contrario, se empeña en seguir tocando.
Me pareció una metáfora perfecta para definir una sociedad donde la desconexión entre la realidad de la calle y la propaganda oficial era, y sigue siendo, cada vez más abismal. Esas dos visiones, una llena de triunfalismo y la otra de desencanto, han convivido durante décadas sujetas por el miedo: la del oficialismo a reconocer que la Revolución mítica ha derivado en una dictadura bananera, la de los desencantados, a hacer públicas sus ganas de cambio. Salvo excepciones (periodistas independientes, Damas de Blanco, opositores y últimamente artistas plásticos) la inmensa mayoría de los cubanos ha canalizado su descontento marchándose del país o desahogándose en la intimidad de la familia y los amigos. El Gobierno lo sabe desde hace años, pero confiaba en que sus servicios de inteligencia serían capaces de abortar cualquier estallido social. Gran error. Porque la realidad oficial y la de la calle hace mucho que entraron en ruta de colisión. Solo era cuestión de tiempo que impactaran. Y eso es lo que acaba de ocurrir.
Las agencias de noticias dicen que las protestas del pasado 11 de julio son las mayores desde el maleconazo de 1994, pero yo estaba en La Habana cuando ocurrió aquello y está muy lejos de lo que vimos el domingo. Entonces la protesta transcurrió en una zona del malecón y algunas calles de Centro Habana, pero fue sofocada en apenas tres horas por la presencia de Fidel Castro y sus brigadas de respuesta rápida. Lo del 11 de julio ha sido un levantamiento en más de sesenta municipios, a lo largo y ancho de la isla. Miles de cubanos se lanzaron en pueblos y capitales a pedir libertad, medicinas o el fin de la represión. Se han visto imágenes de la policía escapando de los gritos y la rabia, se han visto madres, abuelas, jóvenes reclamar sus derechos bajo una consigna tan simple como sutil: "No tenemos miedo".
Policías arrestan a un hombre cuando personas se manifiestan en La Habana (Cuba).
Y no, no lo tienen. Porque se han cansado de espejismos. De formar parte de una obra de teatro en la que se defiende, con propaganda y puños en alto, los supuestos logros de un país devastado. Un país donde la educación es tan gratuita y precaria como la de cualquier colegio público de arrabal en Medellín o São Paulo. Donde las universidades valoran la incondicionalidad ideológica por encima del talento, y el alumno que disiente pierde el derecho a graduarse porque “las aulas son de los revolucionarios”. Donde la medicina exitosa de los años ochenta se ha convertido en un repertorio de hospitales desconchados, ruinosos (vean las imágenes en Youtube) donde los médicos no tienen un simple otoscopio para valorar una infección de oído (mi esposa es doctora y lo ha vivido en primera persona), donde los enfermos mentales son amarrados a las camas ante la desesperación de unos psiquiatras incapaces de suministrarles neurolépticos, porque no hay, ni antidepresivos. Y en lugar de asumirlo, el Gobierno amenaza a quienes lo denuncian, expulsa de la carrera a los médicos que lo reclaman, hartos de decirle a sus pacientes que no disponen de una mísera aspirina para calmar un dolor de cabeza. O una crema que frene la epidemia de sarna desatada en la isla desde finales del 2020.
No hay analgésicos en Cuba, pero sí una vacuna de nombre Soberana creada en ese búnker que es el Centro de Biotecnología, donde los investigadores viven en apartamentos aislados del resto de la población (copiado de los soviéticos y sus ciudades científicas), porque ser el primer país latinoamericano en producir una vacuna anticovid es un golpe de efecto que ayuda a sostener el andamiaje de mentiras. Es parte de esa narrativa épica que tan bien les ha funcionado. Como en el caso de las Brigadas Médicas, para la que algunos piden el Nobel de la Paz, pero que esconde en su letra pequeña una sucesión de abusos laborales que escandalizarían al más ortodoxo de UGT: confiscación de hasta el 80% de los sueldos, prohibición de establecer contactos con la población local, jornadas de trabajo de doce y catorce horas diarias, obligaciones draconianas que aceptan bajo la amenaza de perder todos sus ahorros. Por no hablar de que apenas pisan suelo extranjero les retiran sus pasaportes para impedir cualquier huida. Exactamente como hace un chulo de burdel con sus putas extranjeras. Por eso el Gobierno cubano ha sido denunciado desde Naciones Unidas por trata de personas y trabajo forzoso (informes de Urmila Bhoola y Maria Grazia Giammarinaro, relatoras especiales de la ONU sobre formas de esclavitud y trata de personas, respectivamente). La respuesta de Cuba es siempre la misma: achacarlo a la guerra mediática del imperialismo y su odio visceral a la Revolución. Porque eso lo justifica todo.
Para el gobierno, los miles de cubanos que salieron a manifestarse el domingo son solo eso: marionetas del imperio, mercenarios que sirven a un plan diabólico para destruir un estado soberano. Eso son las abuelas y madres del domingo, tan bien pagadas por el imperio que no tienen un mísero dólar (en pesos cubanos no se encuentra nada que comer) para alimentar a sus hijos y nietos. Es el hambre lo que rompe las costuras del miedo. Es la necesidad lo que les lanza a la calle, a enfrentarse a un código penal casi medieval donde una ley de peligrosidad copiada de Franco puede enviarte a la cárcel hasta cuatro años sin haber cometido delito (Artículo 73) Es la desesperación lo que te hace gritar frente a una estación de policía a cara descubierta. En un país donde todos los estratos sociales están permeados por una red de informantes que haría palidecer a la Stasi Alemana.
No, no es el imperialismo. No es Norteamérica y su estúpida política de mantener un embargo que ha sido el mejor regalo de la Revolución. Porque le ha permitido maquillar sus fracasos y esconder su propia deriva autodestructiva. No fue el embargo el que acabó con la agricultura cubana, fue una decisión de Fidel Castro, empeñado en hacer la guerra a los propietarios de tierras, y confiscó la inmensa mayoría para imponer planes absurdos que arrasaron los campos y han convertido a la isla en un erial. No es el embargo quien prohíbe a un arquitecto cubano constituir una empresa para desarrollar su talento. No es el embargo quien impide a los artistas montar galerías o compañías de teatro, no es el embargo quien prohíbe tener una imprenta o un cine, o una fábrica de baterías artesanas que el ingenio produce de forma clandestina. No es el embargo quien me impide a mí publicar este artículo en un periódico cubano. Ni unirme a un partido político en el que la gente pueda aportar una visión de país distinta a la oficial. No es el embargo quien nos prohíbe expresarnos libremente. Quien nos arrincona en esas plazas y parques donde el 11 de julio estalló el descontento. Es la Revolución la responsable de todo eso. Es ella quien ha impuesto un único partido desde hace sesenta años, como lo impuso Franco en España durante cuarenta. Es la Revolución quien ha conseguido que su mayor milagro no sea la educación, el deporte o la cultura, sino que un limpia platos en Miami mantenga a su padre, cirujano en La Habana.
Eso es muy triste, y tampoco es culpa del embargo.
Es la Revolución quien ha llevado al pueblo a un callejón sin salida, a un precipicio que no deja otra opción que el sacrificio colectivo. Una inmolación nacional que solo puede buscar un gobierno enajenado, incapaz de corregir la ruta para salvar a los suyos. Porque no lo ha hecho nunca. La Revolución siempre ha tenido una única prioridad: ella misma. Cuando mandó medio millón de soldados a las guerras en África (fui uno de ellos) lo hizo para fortalecer su influencia en el tercer mundo, no para mejorar la vida de los cubanos. Cuando prohibió a sus ciudadanos pisar hoteles durante veinte años lo hizo para sobrevivir al colapso de la Unión Soviética, aunque eso implicara un apartheid económico inmoral. Y sí, construyó escuelas y hospitales para ampliar su base social, pero también más cárceles que ningún gobierno previo para neutralizar a los descontentos. Cierto que enseñó a millones a leer y escribir, hasta que se dio cuenta de que hay libros que es mejor esconder. Y censuró y prohibió como ningún gobierno anterior... aunque implicara enfrentarse a la propia Unión Soviética (la revista Sputnik, la más leída en Cuba, fue prohibida en 1988 por sus artículos defendiendo la perestroika) Cierto que creó escuelas de arte, pero también campos de trabajo para homosexuales, cristianos o artistas (que le pregunten a Pablo Milanés).
La Revolución nunca ha mirado atrás. Nunca ha pedido perdón por uno solo de sus errores, o por enfrentar a las familias cubanas. Por eso no me extraña que la primera decisión del presidente Díaz-Canel al ver las revueltas fuera también la más previsible: dar la orden de combate para que cubanos apalearan a cubanos.
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Lo terrible es no ser capaz de ver que su salvación depende de ese pueblo que reprime y llama mercenario. El miedo a cualquier cambio les ha llevado a un inmovilismo suicida que, para desgracia suya, ha terminado anulando el miedo del pueblo a expresar su hartazgo. Y ese es el verdadero cambio. Porque la fiesta ya no va de una orquesta que toca y gente bailando con cara de sumisión. Alguien ha encendido las luces y de repente todos, hasta los violinistas, han visto un salón que se cae a pedazos. Unas ventanas rotas. Unas cortinas rasgadas. Y caras de enfado, de rabia, de desolación. La fiesta ha terminado mostrando su realidad de velorio. Y ante eso, o salen todos despavoridos, o buscamos la forma de evitar que nos sepulten los escombros.
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Alejandro Hernández es escritor y guionista cubano. Reside en España desde el año 2000. Ha escrito, entre otras películas y series, Adú, Mientras dure la guerra, Todas las Mujeres o La línea invisible.