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Un empate que gana Casado

Es aún muy pronto para saber si el Partido Popular sale más o menos unido de lo que estaba, más o menos fuerte de lo que aparentaba, más o menos renovado de lo que parecía al inicio de su peculiar proceso de primarias. Sabemos que Soraya Sáenz de Santamaría y Pablo Casado, por este orden, han pasado este jueves el primer corte, con una diferencia entre ellos de  1.546 votos.

Habrá que esperar al 20 y 21 de julio para comprobar si los compromisarios confirman este resultado o le dan la vuelta a favor de Casado. Pero sí hay algunas conclusiones que ya pueden extraerse de esta primera fase, cuyo elemento más positivo es el simple hecho de que no se haya tratado de un dedazo. Hay un camino iniciado de democracia interna, también en el PP, que ya no tiene marcha atrás.

Algunos, desde la sede de Génova y desde los medios, hablaban anoche incluso de “fiesta de la democracia”, aunque como mucho podría hablarse de un guateque. Porque lo que ya sabemos es que muy pocos en el propio PP han creído en estas primarias. No lo ha hecho la propia militancia, cuando el porcentaje de inscritos para votar fue del 7,6% de los afiliados, un porcentaje raquítico, incluso menor que el que eligió a distintos barones en los congresos regionales del partido. De hecho, a día de hoy nadie cree ya aquella repetida cifra de más de 800.000 militantes. (Si algo ha desvelado esta competición interna es una enorme sombra añadida a las cuentas del PP sobre cuotas de afiliados y aportaciones de cargos para su financiación, como señalan los datos que ha venido aportando Alicia Gutiérrez en infoLibre).

Y de los inscritos, acudieron finalmente a las urnas el 87%. Si eso ocurriera en el PSOE, en Podemos, en Ciudadanos o en Izquierda Unida, no cabe duda de que Rafael Hernando estaría partiéndose de risa y calificando de charlotada esta “fiesta” de la democracia. La negativa de los principales candidatos a debatir entre ellos es otra prueba de que aún le falta mucho recorrido al PP para creer en su propia democracia interna.

No es aventurado deducir que una mayoría de los votantes pertenecen a los propios aparatos del PP y a sus entornos. Lo cual no debería sorprender, no sólo por la falta de costumbre y por el estado de shock en el que la organización ha quedado tras la sentencia de la Gürtel y la inesperada pérdida del Gobierno, sino sobre todo por el hecho de que tampoco los principales referentes del PP en las últimas décadas han mostrado precisamente entusiasmo por el proceso. Rajoy directamente se ha quitado de en medio, y Aznar hizo una sola aparición para confirmar sus simpatías por Pablo Casado pero sobre todo para insistir en su infinito desprecio por todo lo que no sea su propia obra, respecto a la cual siempre muestra una amnesia selectiva.

No hace falta tener la soberbia intelectual de Aznar para admitir que en todo este proceso apenas se ha escuchado una palabra sobre un proyecto político regenerador para la derecha. Era muy evidente que se trataba, y se trata, de una batalla de poder, y es lógico que así sea puesto que sus protagonistas son corresponsables, en mayor o menor grado, del camino recorrido. Tampoco se ha escuchado un reconocimiento explícito del cenagal de corrupción que ha conducido al PP a la situación en que está; al contrario, los candidatos han seguido insistiendo en que la sentencia de la Gürtel no dice lo que expresamente dice.

La carrera de estas primarias quedó absolutamente marcada por la espantada de Alberto Núñez Feijóo, único nombre que suscitaba, si no el consenso generalizado al menos la tregua entre las facciones encabezadas por Soraya Sáenz de Santamaría y María Dolores de Cospedal, quienes hace tiempo que dejaron de disimular su enfrentamiento total. El paso atrás de Feijóo lanzó a Pablo Casado a la carretera y a Santamaría y Cospedal a disputarse el cetro. Pero además esa espantada dejó un mensaje letal: el de que el partido no tiene arreglo al menos a corto plazo.

Ese dibujo hizo pensar que Casado, por su juventud y ambición, podía ser la opción renovadora frente a una exvicepresidenta que ha compartido con Rajoy todas y cada una de las decisiones de gobierno y una secretaria general que jamás podrá liberarse de aquella “indemnización en diferido… efectivamente, de simulación... de lo que antes era una retribución…” para Luis Bárcenas.

El resultado de este jueves ha sido prácticamente un empate, y hay empates que dividen más que suman. Nadie negaba en el PP que si pasaban el corte Santamaría y Cospedal estallaría una guerra interna que podía llevarse por delante el propio partido. Que finalmente sean Santamaría y Casado los finalistas no deja cerrado el riesgo de fractura. Parece obvio que en las filas de Cospedal mucha gente podría apoyar a Casado aunque sólo sea, como diría García Margallo, para “impedir que gane Soraya”, lo cual hace crecer las posibilidades de que el segundo en las urnas se convierta en primero en el próximo congreso. La propia Cospedal, en su intervención tras conocerse el resultado, ha puesto en valor los 15.000 votos que ha obtenido y lo que pueden representar en términos de poder interno. Pero sobre todo ha sido el propio Casado quien ha dejado claro que dará la batalla "hasta el final".

De modo que, pese al inicio de ese camino de democracia frente al dedazo unipersonal de un Aznar o de un Rajoy, finalmente no serán los militantes sino los aparatos del partido (vía compromisarios) los que decidirán quién lo lidera. No es más ni menos legítimo que otros sistemas; es el que el propio partido se ha dado, aunque no consista en su tan cacareada defensa de que "debe gobernar la lista más votada" (dato al que ya se ha aferrado Santamaría tras su victoria). Lo que sí deja herida la legitimidad del proceso es la bajísima participación en el mismo.

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