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Desde la tramoya

Cómo hablar del cambio climático

La ONU acaba de presentar su enésima advertencia sobre el desafío que amenaza a la Humanidad entera. En su sexto informe sobre la situación del medio ambiente mundial (conocido como Geo-6), las conclusiones de 250 expertos de 70 países, que han trabajado durante cinco años, son definitivas. Es científicamente indiscutible que los efectos del aumento de la población, la concentración demográfica en grandes ciudades y las exigencias del desarrollo económico tal como lo concebimos ahora, están produciendo efectos letales sobre el medio ambiente. En particular, sobre las temperaturas del planeta y los fenómenos atmosféricos. Esos efectos están alterando ecosistemas y afectando ya directamente a los seres vivos. Hay un peligro cierto si no se toman medidas a escala mundial.

Recordamos todos al primo de Rajoy, según el cual la cosa no es tan grave. Recordamos la displicencia con que Trump, sobre un informe encargado por la propia Casa Blanca (de Obama, naturalmente), que advertía de los mismos peligros que la ONU, se limitó a decir “no me lo creo”. El clown-in-chief estadounidense ha llegado al punto de sacar a Estados Unidos de los acuerdos internacionales sobre la materia, y hace solo un par de meses, cuando la nieve y el hielo asolaban el país, en un tuit, se preguntó literalmente “¿Dónde demonios está el calentamiento global?”.

Es comprensible que los conservadores muestren esas resistencias (por fortuna cada vez menores) a creer en lo que cualquier científico que no sea un esbirro de la gran industria, certifica sin dificultad. Digo que es comprensible porque a las grandes petroleras, las mega corporaciones energéticas, las grandes industrias de la manufactura, los fabricantes de coches o de aviones, les cuesta mucho dinero cambiar sus hábitos. El calentamiento global en particular, el cambio climático en general, cuesta vidas ya y puede literalmente terminar con nosotros –quizá con nosotros no, pero con los nietos de nuestros nietos sin duda– pero evitar sus efectos es costosísimo para la Gran Industria mundial. Y como las grandes corporaciones, a la postre y sutilmente, controlan también las escuelas de negocios privadas, buena parte de la investigación científica que les afecta, los think tanks que financian, los informes que compran, o los bien alimentados lobistas que trabajan para ellos, el resultado es una contrainformación que cuestiona permanentemente los resultados de los trabajos científicos bienintencionados y neutrales.

Uno de los trabajos más concienzudos del conglomerado conservador negacionista consiste en enmarcar el asunto de manera favorable. Por ejemplo, utilizar “calentamiento global” para negarlo cuando las temperaturas se vuelven locas y bajan de manera brutal. Siguiendo la argumentación del clown-in-chief, ¿cómo puede afirmarse que se produce un calentamiento global cuando en Boston se mueren de frío?

Sin embargo, cuando se trata de hablar del fenómeno en general, los conservadores prefieren “cambio climático”. Porque, ¿no es normal que el clima cambie? Por supuesto, el clima cambia. Cambio climático sólo es una obviedad muy poco informativa. No hay que tenerle miedo a las obviedades. Por eso los progresistas tenemos que hablar de catástrofe climática, o de efecto invernadero.

Hay una buena cantidad de literatura académica sobre los efectos del enmarcado a propósito del cambio climático, y los resultados son poco concluyentes, pero sí hay algunas certezas. Por ejemplo, que aquellos que se definen como poco partidistas, son más sensibles a los conceptos que se utilizan. Y entre esa amplia mayoría de la población, que no se siente ni muy conservadora ni muy progresista, al escuchar “cambio climático” se suscita mucho menos sentido de urgencia que cuando se habla de “catástrofe climática” o incluso sólo de “calentamiento global” o “efecto invernadero”.

El “concepto cambio climático” elimina además la idea de agencia. No hay un sujeto. El cambio climático simplemente pasa. Es como el concepto “turbulencia financiera”. Las turbulencias son naturales, fenómenos que no podemos controlar. O como el concepto “mercado”. El mercado es un lugar en el que de manera espontánea, casi natural, se cruzan la oferta y la demanda, generando un precio equilibrado. Acordémonos ahora de Rato: “Es el mercado, amigo”. Como si nos dijera “¡Y qué quiere usted que yo haga…!”.

No. La catástrofe climática es el resultado de la ambición y la codicia humana. No solo ni fundamentalmente del pobre ciudadano individual que quiere coger el coche para conducirse por Madrid o por Londres, y que se enfada porque le impiden acceder al centro. Los efectos mayores del cambio climático son resultado de la explotación de nuestros recursos por un puñado de grandes productores y de la desidia o la complicidad de los políticos conservadores que les defienden. Echemos un vistazo a quiénes son los políticos que más decididamente promueven el control de las emisiones y no hay duda del resultado. Con algunas excepciones –honrosa para los conservadores, oprobiosa para los progresistas– los más activos son los que se sitúan en la izquierda. Por supuesto, como en casi todo, en el cambio climático también hay ideología.

Por eso es mejor, al hablar de cambio climático, utilizar metáforas que remiten a la “lucha”, la “guerra” o “el combate” contra el cambio climático. Cuando se utilizan esas analogías, la gente reacciona de manera más militante y activa que cuando no se sugiere la existencia de un conflicto. Como por ejemplo, cuando se utilizan palabras más neutras como “la prevención” o “la carrera”. En otros términos, la gente –especialmente los menos implicados ideológicamente– entienden mejor la urgencia de una “guerra contra el cambio climático” que una “prevención del cambio climático”.

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La catástrofe medioambiental a la que estamos hoy abocados es tan compleja, tan abstracta, tan a largo plazo y tan etérea, que mucha gente no se la cree. Como decía con ironía Buenafuente hace unos pocos días, está todo eso del cambio climático, pero que nos dejen disfrutar de este calorcito y este sol maravilloso en una terraza en pleno mes de febrero.

Por eso es fundamental mostrar los efectos negativos del cambio climático de la manera más directa y concreta posible. Al Gore, cuando inició aquellas conferencias sobre “Una verdad incómoda”, utilizaba el ejemplo de los osos polares que se ven obligados a cambiar de ecosistema por el aumento de la temperatura y el deshielo de los polos. Aquellos osos polares se hicieron famosos en todo el mundo y eran dignísimos y más eficaces sustitutos de las complejas y frías estadísticas. Es más impactante ver una fotografía de cómo era el Polo Norte hace un siglo y cómo es ahora, que leer una tabla llena de números con las temperaturas medias del Planeta.

De manera que cuando hablamos de “cambio climático” no estamos hablando (solo) de ciencia ni de un fenómeno natural inevitable. Estamos hablando de codicia humana, específicamente de la codicia de los megapoderosos, con efectos catastróficos y muy concretos sobre nuestro agua, nuestro aire, nuestra tierra. Con consecuencias nefastas sobre los animales, las plantas y las personas. Y es nuestra responsabilidad hacerlo saber de la manera más clara y sencilla posible. Por el bien de los nietos de nuestros nietos.

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