Desde la casa roja

¿Lobby trans o tránsfobo?

No sabía qué existía un “lobby trans” hasta que empezaron a acusarlo de cosas como, por ejemplo, dinamitar la agenda de la izquierda y redirigir sus destinos. Entonces, tuve que descifrar de nuevo lo que yo ya entendía, que un lobby es un grupo de presión formado por personas capaces de influir en un Gobierno o en una empresa. Me cuesta entender que una minoría que, además, sufre una discriminación brutal (85% de paro, entre otras cosas), como son las personas trans, fuera capaz de semejantes giros de timón. Confieso que, a veces, yo también me aturdo pensando en todas las redifiniciones que vamos haciendo de nuestra forma de entender la relación entre género y sexo y su poliedro de márgenes y centros. Porque tenemos esta necesidad urgente de explicarnos políticamente todo aquello que no forma parte de nuestra manera de organizar la vida, pero cometemos el error de hacerlo olvidándonos de las personas y desde el beneficio y el privilegio absoluto. Yo no he sufrido nunca por esto. He ido leyendo, más de cerca o más de lejos, lo que para mí es un debate cerrado, la inclusión de las mujeres trans dentro del feminismo. Y desde este lugar escribo: siempre que dudo, me sitúo de parte de la inclusión y de los derechos y sé que soy yo la que tal vez no estaba antes en su lugar. No entiendo esta pelea por manejar los tomos y términos donde se escriben los derechos y las batallas de los otros.

El debate viene de lejos pero tomó escenario la semana pasada cuando Izquierda Unida expulsó al Partido Feminista de su organización. Con un 85% de votos a favor, la Asamblea Político y Social del partido que encabeza Alberto Garzón, aprobó la revocación del Partido Feminista de Lidia Falcón, incluido en IU desde 2015, “por reiterados incumplimientos estatutarios y mantener posiciones contrarias a las aprobadas en los órganos de IU”. El Partido Feminista acusó a finales de 2019 al colectivo transexual, “lobby trans”, de desplazar al movimiento e invisibilizar a la mujer. Más allá de esta deriva interna de IU y la lucha que se produzca en la coalición de izquierdas, existe un debate que está fuera:

¿Quiénes son el sujeto del feminismo?

¿Es España un país tránsfobo?

¿Cuánta resistencia vamos a poner a la inclusión de los derechos de las diversidades?

Ángelo Néstore, premio Emilio Prados 2019 con un libro de poesía fronterizo que da voz a esas personas que habitan en un espacio transgénero o queer, Hágase su voluntad, afirmaba en una entrevista el fin de semana pasado que España es un país tránsfobo, también dentro del feminismo. Pedía una ley integral para la despatologización de lo trans y un plan específico que pase por todas las fases educativas y de forma obligatoria “para propiciar un presente y un futuro más equitativo y respetuoso”. Es la misma idea que promueve el Ministerio de Igualdad, que ha declarado que trabajará a favor de los derechos de las personas trans. La Ley de Igualdad LGTB, que llegaría según informaron antes de verano, garantizaría el anclaje de los derechos y libertades fundamentales de las personas trans, que pasan tanto por la autodeterminación como por la plena despatologización.

Esta ley implicaría la reforma de la Ley de Identidad de Género de 2007, por la que las personas trans todavía tenían que cumplir con algunos trámites médicos para poder cambiar su nombre y sexo legal en sus documentos oficiales, es decir, haberse hormonado un mínimo de dos años y contar con un diagnóstico psiquiátrico de disforia de género. Un diagnóstico, sí, psiquiátrico, que describe una discordancia entre la identidad de género y el sexo físico asignado al nacer. En 1990, no hace tanto, la OMS descategorizó la homosexualidad como una patología mental. Con esta nueva ley se conseguiría que la transexualidad, por ejemplo, en ningún caso intente ser curada. O que un médico no tenga nada que ver en tu propia determinación e identidad. El malestar que podía hasta ahora categorizar la transexualidad como una enfermedad no tiene tanto que ver con la persona en sí como con la sociedad en la que vive. Por eso, son las fobias las que producen ese malestar, como la transfobia o la homofobia, las que sí deberían tratarse.

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Estoy aún en el primer peldaño, pero adivino que no me interesa un feminismo que solamente se ocupe de las mujeres que son como yo. Últimamente, vivo recogiendo pedazos de mi cerebro que armo y desarmo cada día para ponerme en el lugar del otro y empatizar con lo que le ha causado algún daño, con la discriminación histórica y cultural de la que, inevitablemente, yo también he sido un sujeto activo solo por haberlo visto antes: el lobby tránsfobo es grande y de él hemos formado parte muchos.

“Señores que se dedican a la política”, decía Elsa, aquella niña transexual que habló en el Parlamento de Extremadura en diciembre, “sigan, pese a las amenazas, haciendo leyes que reconozcan a las personas diversas. No permitan que nadie les arrebate la felicidad”.

Y, si pueden, lean la poesía de Néstore sabiendo que Bajo este cielo ya no hay lengua que me nombre, y mientras seguiremos pensándonos.

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