En Transición
El peor Gobierno en 80 años
No fue un lapsus. Muchos lo creímos, incluso el propio Pedro Sánchez, que así lo indicó en su respuesta. Cuando Santiago Abascal subió al estrado a hacer su intervención en la primera sesión del control al Ejecutivo de este curso, dijo exactamente lo que quería decir: que este era el peor Gobierno que había tenido España en los últimos 80 años, 40 de franquismo incluidos. Por si hubiera alguna duda, lo recalcó después en redes sociales, y no se retractó en ninguna de las entrevistas o declaraciones a la prensa. "Ni lapsus ni leches", remató.
Para entender esta declaración de Abascal, conviene tener en cuenta que está enmarcada en una estrategia donde Vox no pretende crecer electoralmente, sino consolidar el resultado que le llevó a cosechar 52 diputados en las últimas elecciones, algo que a los propios estrategas de la organización sorprendió lo suficiente como para no querer arriesgar en el inmediato futuro. Al menos, en un momento en el que parece que las encuestas priman a los partidos tradicionales y castigan tanto a nuevos como a extremos.
Con esta afirmación Abascal no se declara abiertamente franquista, pero inicia un movimiento más peligroso, si cabe, que supone un paso más allá de lo que había llegado hasta ahora. Cuando habla de 80 años mete en la misma cesta a los gobiernos democráticos y a los que no lo fueron, y de esa forma diluye —incluso borra— la diferencia que supone estar hablando de una democracia o de un régimen dictatorial. La democracia deja de ser un bien a defender por sí mismo y pasa a considerarse un elemento más del sistema, como otro cualquiera.
A partir de ese momento, las conversaciones, tanto públicas como privadas, que relativizan el valor de la democracia, o que buscan blanquear la dictadura franquista aludiendo a que aquí no se gasearon a millones de judíos, se multiplican. La estrategia es inteligente, sin duda: introducir el virus del relativismo en las mismas bases de la convivencia democrática sin una proclama lo suficientemente agresiva como para espantar a quienes les confiaron su voto.
Es cierto que el ordenamiento jurídico español no incorpora la idea de una democracia militante, como sí lo hace, por ejemplo, el alemán. En el país germano, tanto el Gobierno como el poder judicial tienen poderes y herramientas para proteger el orden democrático frente a opciones antidemocráticas, considerándolo un bien a defender en sí mismo. De hecho, ni siquiera un Gobierno sostenido por una notable mayoría electoral podría promulgar un régimen totalitario. En España esto no forma parte de nuestras reglas del juego, por lo que no cabe buscar una respuesta de carácter jurídico.
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A lo que Vox está apelando es al imaginario social. Su batalla hace tiempo que se libra en lo cultural. Evita proclamarse directamente a favor del régimen franquista o de un sistema totalitario, intentando así no ahuyentar votantes, pero anula la diferencia entre un sistema democrático y uno que no lo es, despojando de valor al hecho de vivir en una democracia. Hasta la fecha jamás Vox había ido tan lejos.
Los estudios académicos sobre este tipo de formaciones y discursos suelen diferenciar entre la extrema derecha y la derecha radical. Mientras la extrema derecha se mostraría más nítidamente antidemocrática, la derecha radical sería aquella contraria a algunos principios del orden constitucional, pero no a la democracia en sí misma —a quien quiera profundizar en este asunto le recomiendo este artículo de la politóloga Beatriz Acha en Agenda Pública—. En el caso de Vox, muchos colegas han defendido su caracterización como "derecha radical" (y populista), pero no tanto como extrema derecha en el sentido de que no niega la democracia en sí misma. La realidad, sin embargo, es cambiante y se resiste a ajustarse a patrones estrictos. Quizás haya que seguir estudiándolo en detalle para poder entenderlo con exactitud. Mientras, será preciso bajar al ruedo del debate para replicar con la mayor energía que la democracia contiene valores esenciales que la sitúan a una distancia sideral de cualquier régimen dictatorial. Y no vale relativizar ni aludir a supuestos resultados materiales uno u otro sistema.
No deja de ser paradójico que cuando más y mejor se está debatiendo y experimentando con prácticas de participación ciudadana y de deliberación que ayudan a mejorar nuestra imperfecta democracia, haya que salir, al mismo tiempo, a defender lo más básico: que esa democracia, por muchas carencias que tenga —que las tiene—, es incomparable a cualquier régimen de carácter autoritario, totalitario o dictatorial.