Maleta de libros
'El largo camino de la renovación', de Stuart Hall
¿Quién es (era) Stuart Hall? Sería difícil hacerse una idea si se buscan referencias en los medios españoles más allá de los escasos obituarios a su muerte, el 10 de febrero de 2014, a los 82 años. Bastaría con decir que el sociólogo de origen jamaicano, nacido en 1932, fue uno de los impulsores de los estudios culturales en el Reino Unido, y uno de los fundadores de la New Left Review, la publicación que desde los sesenta recoge a los principales pensadores de la nueva izquierda europea que le da nombre. Pero fue también uno de los responsables de imbricar la teoría marxista aplicada al análisis cultural con las luchas feministas y de las personas racializadas.
En España, sin embargo, no se publicada ninguna obra suya desde 1970, cuando Anagrama editó Los hippies: una contracultura. Y ahora Lengua de Trapo, en su nueva etapa, lanza El largo camino de la renovación. El thatcherismo y la crisis de la izquierda, una colección de ensayos en la que analiza cómo la Dama de Hierro utilizó los puntos flacos de la socialdemocracia para, explica el sello, "levantar una ideología populista-autoritaria y crear una nueva hegemonía". Los textos abarcan desde los disturbios en las ciudades hasta la Guerra de las Malvinas. "Hemos elegido este volumen en particular", dicen los editores, "por su potencial para explicar el momento de rearme del pensamiento conservador y neoliberal que vivimos en nuestro país".
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Un triste consuelo (1985)1
En los días posteriores a los disturbios de Tottenham, si querías captar durante horas la atención de cualquier periodista, bastaba con tratar asuntos tan esenciales como la localización exacta de las pasarelas en el Broadwater Farm Estate, quién fue realmente el que difundió primero la noticia de que Cynthia Jarrett había muerto, o cuál es el precio exacto en la calle de la cocaína tras la que iba la policía cuando empezó a cercar la zona hace unas semanas. Pero nadie mostró el más mínimo interés por conocer el contexto social y político.
Solo llegaron a plantearse algunas cuestiones más amplias varios días después de que volviera la calma. Para entonces, sin embargo, ya se había asentado firmemente la visión dominante de los disturbios. En lo que toca al gobierno, el asunto redundó en su beneficio en cuanto fue asimilado como una cuestión relativa a la ley y el orden. Al igual que con la huelga minera, en cuanto prevalece la perspectiva de la-ley-y-el-orden, el resto de cuestiones más complejas se debilitan hasta la insignificancia. A cualquiera que las plantea se le coloca el sambenito de ser un «buenista ingenuo» o, peor, un secreto simpatizante de la violencia. Todo se concentra en una pregunta en blanco y negro: «¿quién infringió la ley?».
Detrás de esa pancarta se reúnen los justos y los moralistas. Bajo ese lema, se anuncia el recrudecimiento: la fuerza ya puede salir a relucir legítimamente. Los representantes de la Policía Metropolitana y los jefes de policía regionales pueden asustarse entre ellos y asustar a los espectadores aireando sus fantasías privadas por televisión. Los carros lanza-agua y las pelotas de goma han podido incorporarse silenciosamente al repertorio habitual de la vigilancia policial. Podemos oír en la radio y ver en televisión a personas inteligentes como Sir Kenneth Newman convenciéndose a sí mismas de que esa es una respuesta adecuada al problema del malestar social en las ciudades británicas.
Puede que durante unas pocas horas la policía no supiera cómo reaccionar en Tottenham. Pero en el país en su conjunto, donde estos problemas están ya instalados de una forma u otra, el gobierno, la derecha y la causa del racismo han ganado por goleada. Otra lucida victoria.
Los medios, conscientemente o no, han jugado un papel esencial a la hora de garantizar esa victoria. Los días posteriores a los sucesos de Brixton y Tottenham, me contactaron distintos periodistas para decirme: «Por supuesto que hay desempleo, pero todo eso ya lo hemos oído antes. Tiene que haber otras razones». Nadie puede vencer la infatigable ignorancia de los medios cuando van en busca de novedades. Incluso los periodistas serios parecen presa fácil de la ilusión de que porque hayan aparecido una o dos veces en portada noticias sobre las causas sociales y económicas subyacentes de la tensión en las ciudades del interior, se puede decir que se ha hecho algo al respecto.
Parece entonces que es una simpleza decir que, ya que en realidad no se ha hecho nada en absoluto –de hecho, las cosas han ido a peor, no al revés, desde que la reticente mirada periodística apuntó en esa dirección–, la posibilidad de una explosión es más próxima en lugar de hacerse más remota.
Repito el juicio sumario que he hecho más arriba. La derecha, en un sentido amplio, ganó en Tottenham, independientemente de las victorias simbólicas que la gente crea que se consiguieron por la noche. Y con «derecha» me refiero, específicamente, al gobierno presidido por Margaret Thatcher y su equipo de toque popular; a las fuerzas dentro de la policía (y no toda la policía, por cierto) desencadenadas por las políticas y el tono de ese gobierno, impulsadas por un puñado de simplificaciones racistas simples y ciegas, que llevaban esperando desde el informe Scarman2 a tener otra vez su oportunidad; a los silenciosos –y no tan silenciosos– ocupantes de los bancos traseros de los torys que han aprovechado todas y cada una de las ocasiones que han tenido en los últimos años para dirigir a sus electores hacia posturas más abiertamente antinegros y a favor de la repatriación; al núcleo duro de los racistas callejeros, que han estado abriéndose camino como gusanos por las grietas y fisuras de una estructura social que se desintegraba rápidamente, y a las reservas latentes de xenofobia inglesista que el thatcherismo ha estado espoleando y alentando desde la guerra de las Malvinas.
Esta coalición, o formación, compleja, es el núcleo social del racismo en el país. Y lejos de haber estado escondido bajo tierra hasta las últimas semanas, ha venido experimentando un aumento de popularidad y un crecimiento de su alcance estable e implacable durante todo el gobierno de Thatcher. Independientemente de que Thatcher y sus colegas lo quieran reconocer como propio, se trata del rostro inaceptable del thatcherismo y una parte tan central de sus valores y el clima y la influencia que ejercen sobre el país como los filetes de ternera con zanahoria, o lo que sea que se coma ahora los domingos en Finchley. En el único sentido en que importa –el sentido político–, el thatcherismo provocó los disturbios; tan claramente como produjo los altercados de los skinheads en las gradas de fútbol hace unos meses, ansiando dar su merecido a los italianos igual que la flota ansiaba dar su merecido a los argentinos. Todos envueltos hasta la cabeza en la bandera británica.
Lo digo de esta forma cruda y simple porque, incluso entre los comentaristas negros, la tendencia ha sido la de señalar a la policía antes que a sus jefes políticos. Ruego no se me malinterprete. Existe la policía racista. En ciudades del interior, a pesar del Informe Scarman y de la policía comunitaria, poco a poco se ha convertido en lo más habitual. Cualquier hombre o mujer negra al que se vea cerca de un policía, sea cual sea la razón, se lo ve inmediatamente como alguien bajo sospecha, y como alguien que probablemente va a estar en problemas, por no decir que será víctima del abuso policial, antes de ser puesto en libertad.
Apenas importa que él o ella sea, de hecho, una de tantas personas interceptadas e interrogadas por el simple hecho de que, siendo negros, tienen que ser sospechosos de algo. Podrían estar simplemente preguntando, o, lo que parece impensable, denunciando un crimen o tratando en vano de convencer a la policía de que haga algo al respecto. No importa. Un incidente de ese tipo será interpretado inmediatamente por la comunidad negra como un problema, porque problemas de ese tipo son ahora la norma; la habitual y rutinaria experiencia del control policial cada día y cada noche en los barrios negros.
La pura verdad es que, en las comunidades negras, ahora mismo el control policial está fuera de servicio. El hecho de que un ejemplo de negligencia ocasional en una parte de Londres desencadenara una revuelta no parece que en ninguna medida haya hecho que la policía –aunque fuera mirando por su propio interés– se haya comportado de una forma más prudente en otras partes de la ciudad durante la semana siguiente. La ética policial en estas zonas se ha vuelto impenetrable, impermeable a cualquier influencia exterior. Parece que han olvidado que existen otras formas de entrar en la casa de una persona negra que no pasan por echar la puerta abajo.
Aislados de la realidad por todo el clima de la-ley-y-el-orden, con el aumento considerable de su poder, con un Ministerio del Interior a su servicio que justifica cada movimiento que hacen, con un ritmo y unos objetivos de trabajo impuestos por los jefes de la policía regional más matones y justicieros, sencillamente se han pasado de la raya; son fanáticos. Cada uno de sus movimientos se empapa en las aguas efímeras de la adulación servil de la Primera Ministra. Se han convertido, como muchos previmos hace diez años, en los chicos de Thatcher: la vanguardia de la crisis en las ciudades británicas.
Cualquier periodista que busque un relato de los disturbios podría dedicarse provechosamente a recomponer el patrón de qué es exactamente lo que, en las últimas semanas, hizo que uno de tantos actos policiales racistas fortuitos prendiera los materiales inflamables que se acumulaban en nuestras ciudades del interior.
Por lo tanto, no hay duda del lugar central que ocupa en todo este relato el historial terrorífico y aún sin concluir de las acciones policiales racistas. Pero desde mi punto de vista, la culpa de que los disturbios se hayan extendido rápidamente por las ciudades del interior en los últimos meses no puede ser única y exclusivamente de la policía.
Lo cierto es que Inglaterra tiene una historia larga y distinguida de revueltas rurales y urbanas. Y esa historia sigue un patrón inconfundible. Ocurre entre un sector de la población excluido de la vida política, económica y cultural de la sociedad. Es el resultado de un periodo largo y penoso de creciente pobreza y abandono, hasta que la gente empieza a sentirse como si fueran invisibles para la sociedad en su conjunto: viviendo en la espalda del mundo.
Cuando se aprietan las tuercas, se sueltan los frágiles lazos que unen débilmente a esas comunidades con la sociedad dominante. Aquellos que no tienen interés para la sociedad, no le deben nada a esta. Lo único que pueden perder es su pobreza y su exclusión. En ese momento, los disturbios ya han comenzado aunque nadie haya lanzado todavía ningún ladrillo; ya está a punto la fuerza que crea revueltas y disturbios, la explosión espontánea de ira, enfado y frustración que fluye imparable como la lava cuando todo comienza. Nadie, ni el mejor historiador, analista social o comisario general de policía, puede predecir exactamente qué acontecimiento concreto desencadenará esa explosión. Pero el hecho es que, un día o una noche, algo –importante o trivial–, pondrá en marcha el proceso con la inevitabilidad con que la noche sigue al día.
Esa es la posición a la que los desposeídos, que se acumulan en las grietas de la recuperación del Ministro de Hacienda, Nigel Lawson, han sido arrastrados sin remordimientos durante los últimos años. Siempre han sido pobres y desfavorecidos. Pero ahora, en la Inglaterra de Thatcher, que sean pobres, es lo correcto y apropiado, porque, si no, ¿de qué otra forma van a endurecer su fibra moral, adquirir autosuficiencia, dejar de apoyarse en el estado del bienestar, subirse a la bici y bajarse de la lista de parados de Norman Tebbitt, «hacer que Inglaterra vuelva al trabajo» o «emprender un pequeño negocio»?
Miles de esas personas a lo largo y ancho del país no han tenido un trabajo de ningún tipo, ni lo tendrán en los próximos cinco años. ¿Qué interés, me pregunto, se supone que pueden tener en el país, que les haga sentirse atados a sus leyes y costumbres o percibir estas como irrompibles? Muchos de ellos son jóvenes, y ya que el trabajo duro ha sido durante años la disciplina de las clases trabajadoras, no es difícil imaginar por qué su compromiso con la «Inglaterra obrera» es tan débil. Cuando Inglaterra haga algo por ellos, se les podrá convencer de que hagan algo por Inglaterra. Hasta entonces…
Y, en la parte baja de este montón, están los negros. Los desposeídos, los excluidos, la «brecha de lo ajeno» de Thatcher. He aquí la receta de Norman Tebbit para poder dar un empujón a esa brecha con el otro: cortar cualquier gasto del gobierno que sustente a las ciudades del interior y destruir las frágiles asociaciones y actividades que proveían a estas zonas de una débil posibilidad de actividad autónoma; castigar a las autoridades locales que podrían ser presionadas para que hicieran algo y matar de hambre a sus redes de apoyo material mediante la limitación del gasto. Después, ampliar los poderes de la policía, situándolos virtualmente como una fuente alternativa de autoridad moral y social en esas zonas, y empezar a penetrar en la comunidad, en las casas de la gente, en una persecución implacable de los criminales…
En la situación actual ya no es posible luchar contra el racismo, en la medida en que tiene su propia dinámica social autónoma, situada entre la gente blanca y la policía de un lado, y los negros del otro. El problema del racismo emana de todas y cada una de las decisiones políticas que se han tomado en Inglaterra desde que surgió la nueva derecha.
Los propios negros han intentado aislar a veces el asunto de la raza de cuestiones más amplias de la política social británica; como si la gente negra no tuviera nada que ver con los impuestos, la limitación del gasto público, el monetarismo y el factor Malvinas hasta que afecta directamente a las comunidades negras. Si alguna vez existió esta separación, hace mucho que desapareció. En Policing the Crisis, un libro que escribimos algunos de nosotros cuando el thatcherismo no era más que un resplandor diminuto en el ojo de Sir Keith Joseph, defendimos que la raza estaba profunda e íntimamente interconectada con todas las facetas de una crisis social británica que incluía a todos; y que ya no era posible que los negros tuvieran una estrategia política vinculada a la dimensión de ese proceso que les afectaba sin tener también una política para la sociedad como un todo. Este argumento ha adoptado una fuerza inconmensurable a lo largo de los años. Los disturbios de 1985 lo han colocado directamente delante de cada puerta.
Sigue siendo extraordinariamente difícil pronosticar las formas exactas en que se dará la respuesta política negra. Pero me parece innegable que la crisis de Tottenham es ahora también una crisis de y para los políticos negros. Mantener la fe en aquellos que, atenazados por una opresión incesante, resisten espontáneamente, acabará mereciendo la pena. Pero no es suficiente cuando amanece al día siguiente, porque lo único que eso significa es que, tarde o temprano, las tropas al frente de la lucha, con sus armas superiores y sus respuestas sofisticadas, acorralarán en una noche oscura a algunos de nuestros jóvenes en algún punto de una de esas pasarelas peatonales y se vengarán de lo ocurrido en Tottenham.
Desde mi punto de vista, nunca ha sido tan urgente la necesidad de una respuesta política negra radical y minuciosa como ahora, cuando empieza el contragolpe por los sucesos de Broadwater Farm Estate y la maquinaria de la-ley-y-el-orden vuelve a estar a punto. 1. El título original, «Cold Comfort Farm», hace referencia a Broadwater Farm, un área de Tottenham, en Londres Norte, que incluye un complejo residencial, el Broadwater Farm Estate, inspirado en las viviendas sociales de Le Corbusier y construido en 1967, con una planta baja no residencial (por los riesgos de inundación por la crecida del río Moselle) y un sistema de pasarelas que unen los distintos bloques de edificios a la altura de la primera planta. Durante los años 70, la crisis azotó con especial dureza a esta zona y el Broadwater Farm Estate pasó a ser conocido por sus índices de criminalidad, por lo que se propuso en varias ocasiones su demolición, provocando una abierta y continuada confrontación entre los residentes y las autoridades. Desde 1981 hubo distintos intentos de rehabilitar la zona, todos ellos baldíos. El 5 de octubre de 1985, la ciudadana afrocaribeña Cynthia Jarrett murió de un ataque al corazón durante un registro policial en su domicilio; al día siguiente, se convocó una manifestación a la puerta de la oficina de policía de Tottenham que derivó en una noche de enfrentamientos entre los manifestantes y la policía, y que se sumaba a los disturbios de la semana anterior en Brixton tras la muerte de otra mujer negra por un disparo durante otro registro policial. (Nota del t.)
2. Tras los anteriores disturbios en Brixton, que se extendieron durante tres días de abril de 1981, el Ministro del Interior encargó al juez Leslie Scarman un informe sobre la actividad policial, publicado en noviembre de ese año, en la que señaló un uso desproporcionado e indiscriminado de la fuerza policial contra la población negra y la interrelación entre los factores económicos y las protestas violentas. Como consecuencia última de este informe, en 1984 se promulgó una ley para regular los códigos de conducta de la policía y limitar los abusos. (Nota del t.)
El largo camino de la renovaciónStuart HallTraducción de Carlos Pott
'Soleá', de Jean-Claude Izzo
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Lengua de Trapo23,50 euros19 de octubre de 2018
La editorial
Fundada en 1995, la editorial inependiente Lengua de Trapo publicó en sus inicios autores en español tan rebeldes como Rafael Reig o Iban Zaldua, y luego a escritores que serían adoptados por sellos más grandes, como Héctor Abad Faciolince o Ricardo Menéndez Salmón. Tras unos años de crisis hacia 2008, motivados en parte por el crack económico, el sello renace ahora de la mano de Jorge Lago, uno de los fundadores de Podemos y socio del sello desde hace una década, administrador ahora de la editorial. En esta nueva etapa, Lengua de Trapo se arrima al ensayo político con títulos como La superioridad moral de la izquierda, de Ignacio Sánchez-Cuenca, o el rescatado libro de Hall.