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El fútbol es una inocente pasión infantil que se escapa de su cronología razonable y nos acompaña a lo largo de los años. Confieso que soy muy futbolero, y confieso también que el fútbol, ese regalo de mi padre y de mi infancia, se me está envenenando desde hace un tiempo. Resulta difícil sostener la inocencia de un placer cuando el deseo se llena de turbiedades, injusticias y mecanismos de desigualdad avariciosa.
Saltan un día y otro día noticias que cuesta asumir. El presidente de un gran equipo no sólo crea redes para intoxicar la opinión sobre alguno de sus jugadores, sino que aprovecha esas mismas redes para estafar. Se descubren maniobras de otros equipos que juegan sucio para forzar privilegios mezquinos, eludir compromisos con Hacienda y facilitar que sus estrellas no paguen impuestos. Si un héroe del balón va a declarar ante el juez al ser descubiertos sus engaños millonarios al tesoro público, jóvenes seguidores se acercan para pedirle un autógrafo. Se lanzan incluso campañas de “todos somos tal o cual”.
La personalidad de los futbolistas está condenada a convertirse en un modelo de egoísmo caprichoso e impune. Resulta difícil asumir un éxito tan juvenil y tan altisonante sin perder los estribos. A mi edad, hasta los árbitros son jóvenes, pero sus errores sólo provocan un enfado coyuntural. La soberbia negociante y sin colores de los futbolistas admirados genera heridas más profundas.
A todo esto hay que añadirle una dinámica muy obscena que convierte este deporte en un negocio televisivo con dividendos que se reparten de manera injusta y que marca por dentro y por fuera la competición. Si faltaba algo, cada partido y equipo se rodea de casinos y apuestas que fomentan la ludopatía con una ferocidad carnicera. Periodistas y camisetas participan en la estafa y en el aliento de una droga instintiva.
Conseguí en mi juventud distinguir entre el valor de una afición limpia y las manipulaciones que algunos dictadores hacían de un deporte tan popular. Nunca me he tomado en serio a los que me acusaban de tener debilidades franquistas por ser del Real Madrid. Pero la desmedida realidad actual de casino televisivo e impunidad de la estrellas envenena mi inocencia y mis pasiones futboleras.
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Albert Camus llegó a afirmar que había aprendido lo que significaba la ética como portero de un equipo de fútbol en Argel. Confieso humildemente que en mi vida ha tenido importancia el crecer como un niño de provincias. De manera natural viví una doble militancia al ser del equipo de mi ciudad y del Real Madrid. Soy muy del Granada y muy merengue. En un país como España, acostumbrado por tradición a las identidades cerradas, el doble corazón futbolero me ha ayudado a sentir como propia una ilusión de respeto, comprensiones y aperturas al otro. Yo no puedo gritar “Madrid y cierra España”, porque sé que hay otros equipos en la Liga. Prefiero el esfuerzo de ser justo a cerrar filas ciegas y me gustan más los peregrinos del camino de Santiago, que saben dar un buen pase a un compañero, que los heroicos matamoros empeñados en colar el único gol.
En fin, en este estado de tristeza me viene muy bien el derbi porque despierta en mí los nervios de mi pasión futbolística. Mis amigos atléticos, y hay muchos en mi círculo más íntimo, se meterán conmigo si ganamos y dirán que ha sido, por supuesto, un robo. Viviré la derrota como una desgracia, pero será una de esas catástrofes que se olvidan al día siguiente. Haremos chistes, recordaré aquel minuto imborrable de Lisboa, me lanzarán maldiciones sin odio y volveremos a vivir la ilusión de una inocencia cada vez más difícil.
Arrimando el ascua a mi sardina, sugiero que nos conviene a todos una victoria del Real Madrid. Que el Atleti sentencie la Liga con demasiada antelación no es propio de un deporte que necesita jugarse partido a partido. ¡Hasta el negocio de las audiencias se caerá con una victoria rojiblanca anunciada antes de tiempo! Digo esto por chinchar. No sé si los lectores saben que en infoLibre hay mucho atlético.
El fútbol es una inocente pasión infantil que se escapa de su cronología razonable y nos acompaña a lo largo de los años. Confieso que soy muy futbolero, y confieso también que el fútbol, ese regalo de mi padre y de mi infancia, se me está envenenando desde hace un tiempo. Resulta difícil sostener la inocencia de un placer cuando el deseo se llena de turbiedades, injusticias y mecanismos de desigualdad avariciosa.
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