El vídeo de la semana
Certeza de lo imposible
Empezamos con un cese y terminamos con una boutade.
Puigdemont se cargó a la manera de los alérgicos a la disidencia (y aquí ponga el lector el dictador, dictadora o generalote que le parezca pertinente) al consejero que osó dudar; no oponerse, no, sencillamente dudar. Mandó mucho en esto la CUP, que protagoniza la última de la semana proponiendo según parece que se expropie la Catedral de Barcelona para convertirse en un centro cívico imagino que para adoctrinamiento en el catalanismo extremo. O no, cualquiera sabe. En todo caso, afirman que el edificio se utiliza poco.
Entre el cese y la propuesta, que no va más allá de una ocurrencia para alimentar unas cuantas chanzas, una semana triunfal para el procésprocésen la que ha habido de casi todo.
Nunca conseguí entender cómo una persona de militancia y convicción izquierdista podía defender el nacionalismo. Hasta donde recuerdo, los textos marxistas de los que bebimos unos cuantos hace años, definían como aspiración global un universalismo que borraba fronteras, porque el proletariado a liberar no era de una nación ni de un color, sino de una clase universalmente explotada. El capitalismo era una realidad planetaria y la alienación de los más débiles una verdad que afectaba a cualquier rincón del mundo. La igualdad de los hombres no la matizaban fronteras. Éramos internacionalistas. Hoy, en un mundo global que sale de una crisis cuyas lecciones parece que no hemos aprendido, se me antoja aún más necesario y hasta urgente un internacionalismo solidario y verde.
Pero quizá es que no me enteré y que no haya entendido aquellas lecturas juveniles, porque asistimos, al menos en esta España tan sufrida y en crisis, a un renacer del furor nacionalista por la izquierda sólo comparable a la extraña —para mí al menos— militancia marxista radical de aquel nacionalismo vasco que derramaba sangre en nombre de un proletariado local y racialmente superior. En eso está la CUP, que a día de hoy representa si no el referente al menos el ejemplo más claro para los que quieren estabular la diferencia, trazar fronteras que marquen territorios y singularicen culturas. De hecho, en el caso catalán esa izquierda es tan influyente que le ha robado la cartera a la derecha liberal nacionalista hasta el punto de desdibujarla y, si me apuran, hacerla desaparecer.
Es obvio que el sueño presidencial de Mas, que se vió como primer gran presidente de la república catalana del siglo XXI, se tornó en pesadilla para su partido, que no sólo desapareció nominalmente, sino que pierde a borbotones su presencia política y su influencia social de años tal y como certifica la anodina personalidad del heredero Puigdemont. Pérdida que no hay que atribuir a esta personalidad de corto alcance, sino al mérito propio de la corrupción que se va descubriendo y, sobre todo, a la constante renuncia a su propia identidad nacionalista y de clase cuya disolución están aprovechando sus adversarios disfrazados de compañeros de viaje para ir devorando al antiguo partido hegemónico en Cataluña.
Esto, que ya es un hecho, se acompaña con gestos que demuestran la debilidad del poder del gobierno de la Generalitat, como el ya famoso cabreo de Puigdemont que abrió la semana y que, contra el criterio de algunos dirigentes del propio partido que quedaron con el culo al aire, tuvo como final la destitución de Baiget, cuyo currículum en el neoradicalismo nacionalista de la derecha catalana de toda la vida está fuera de toda cuestión. Se lo cargó no por disidente, sino por hacer pública exhibición del inteligente ejercicio de la duda. Y vienen más, no tenga usted ninguna duda.
El incidente dice mucho, en el fondo y en las formas, del momento catalán y de la disposición al diálogo democrático de quienes dicen abanderarlo y exigirlo al resto: hablemos, pero siempre que sea en mi idioma y me des la razón en los argumentos.
Las últimas encuestas dibujan el final de Puigdemont y la desaparición definitiva de lo que fue el catalanismo gobernante durante décadas, además de un importante descenso de la presencia de la CUP, que perdería la mitad de sus diputados. Es posible que todo lo de esta semana, incluida la presentación de una nueva legalidad ilegal o las amenazas a los ciudadanos que no acudan a las mesas electorales, tenga algo que ver con esa caída en la consideración social y popular. Es posible.
Lo que no parece perder fuelle es el peso de quienes siguen ambicionando una Cataluña independiente. Pero es Esquerra quien parece capaz de canalizar esa aspiración porque resulta más creíble, menos contaminada, más coherente que Puigdemont, su partido y la CUP.
No para todos, porque, repito, sigue costándome entender cómo alguien puede ser de izquierda, internacionalista, por tanto, y al mismo tiempo ambicionar barreras y desigualdades.
Lo que a estas alturas sí está claro es que hay un partido y un presidente empeñados en seguir apretándose la soga, en huir hacia adelante sabiendo que cada paso que dan les acerca al abismo político, en tratar de vender al mundo la certeza sobre un imposible.