Lo que les voy a contar ocurrió hace una semana, en un campo de fútbol en un partido de cadetes. Era uno de los partidos más importantes de la temporada. Había que darlo todo en ese partido, lo sabían: había muchos ojos puestos en ellos, quizás algún ojeador que estuviera buscando su próximo fichaje para la temporada que viene. Jugaban contra el rival más fuerte y todos saltaron al césped concentrados y conjurándose para dar su mejor versión. Para ellos, chavales de 15-16 años que viven por y para el fútbol es su sueño: que alguien se fije en ellos, que les fichen para el primer equipo. Así que ganas no faltaban. Había que jugar y había que jugar bien.
Cuando llevaban 30 minutos de juego, en una jugada de pelota en el aire, ocurrió lo peor. Un cabezazo tumbó a uno de los jugadores del equipo contrario sobre el césped. Es el más alto, siempre gana por altura en ese tipo de jugadas y en el equipo rival lo sabían así que entraron con ganas... con demasiadas ganas. El golpe fue brutal. Se quedó unos minutos semiinconsciente en el césped. Le retiraron a la banda, le exploraron rápidamente, mirándole a los ojos, haciéndole preguntas obvias y aparentemente todo iban bien. Él repetía una y otra vez que quería volver a jugar. Que le metieran de nuevo en el partido. El entrenador, consciente de que estaba haciendo un buen partido permitió que volviera inmediatamente al campo. Pero el golpe no había sido un simple coscorrón. El golpe había sido mucho más grave. Nadie se dió cuenta en ese momento, nadie notó en él nada raro.
Pero en esto la experiencia es un grado y el árbitro, que había seguido atento todo lo que había pasado, no le perdía de vista. Cuando llevaba 10 minutos de nuevo jugando, se acercó a él en un momento, y de forma muy discreta le preguntó qué tal iba, si le dolía el golpe. El chaval, que no estaba bien, le respondió que “de qué golpe le estaba hablando, que él estaba bien”. El árbitro se percató de que no era fanfarronería: el chico no se acordaba de que apenas 10 minutos antes estaba semiinconsciente, tumbado en el césped. Así que paró el partido y llamó al entrenador. “Ese jugador no estaba en condiciones de seguir”. Se lo tenían que llevar inmediatamente a que le viera un médico. El chico repetía de forma tozuda que él estaba bien, que no se había dado ningún golpe, que de qué le hablaban. El entrenador, desesperado porque sabía que uno de los partidos más importantes de la temporada se le podía escapar, decía que él lo veía bien, que lo conocía y que sólo era un golpe pero el árbitro insistió y su actuación fue vital. El chico tenía una conmoción cerebral, estaba en un estado de semiamnesia y tenía el maxilar roto. En cuanto entró en el hospital le hicieron un escáner y comprobaron todo esto. Él empezó a ser consciente y a recordar, no todo, cuando estaba tumbado en la camilla en urgencias. Empezó a preguntar que qué hacía ahí, qué había pasado. Llegaron los vómitos y llegó el primer sangrado por la nariz.
El susto de sus padres fue tremendo: médicos, los dos, daban gracias una y otra vez a la actuación del árbitro. Había ido mucho más allá de lo que se le pedía, había velado por el estado de los jugadores, de ese chaval que con casi 16 años repetía tozudamente que él estaba bien y que quería jugar. El susto se ha quedado en una fractura y la certeza de que ese hombre, muchas veces insultado e increpado por padres, entrenadores y jugadores, le salvó de tener que estar hablando de algo más grave. La UEFA pidió hace dos años que entrenadores, jugadores y árbitros fueran especialmente prudentes cuando un jugador sufriera un impacto en la cabeza. Que ante la mínima sospecha o síntoma, se pida el cambio. El árbitro de ese partido de cadetes siguió esa pauta a rajatabla.
Ese chaval es mi sobrino y desde aquí quiero agradecer públicamente la actuación del árbitro. David seguirá jugando, a pesar de las súplicas de su madre, a pesar de que su padre prefiera que deje un poco el deporte. David seguirá porque el fútbol es su pasión. Porque con 16 años casi, muchos chavales sueñan con ser el nuevo Messi, Ronaldo, Casillas, Griezmann o Iniesta del fútbol. Pero quizás el cabezazo del otro día le haya traído algo mucho mejor: la certeza de que nada es más valioso que tu salud. Y el respeto hacia ese hombre que saca tarjetas y que observa atento cada jugada con un silbato colgado de su pecho.
Lo que les voy a contar ocurrió hace una semana, en un campo de fútbol en un partido de cadetes. Era uno de los partidos más importantes de la temporada. Había que darlo todo en ese partido, lo sabían: había muchos ojos puestos en ellos, quizás algún ojeador que estuviera buscando su próximo fichaje para la temporada que viene. Jugaban contra el rival más fuerte y todos saltaron al césped concentrados y conjurándose para dar su mejor versión. Para ellos, chavales de 15-16 años que viven por y para el fútbol es su sueño: que alguien se fije en ellos, que les fichen para el primer equipo. Así que ganas no faltaban. Había que jugar y había que jugar bien.