¡A la escucha!
Que no pare el show
Sin espectáculo no hay audiencia. La prudencia, la mesura, no cotiza al alza cuando hablamos de audiencias de televisión. Es así, lo sabemos desde el principio de los tiempos. No es ningún secreto para los gurús de las curvas de consumo televisivo. Los programas que rompen los audímetros suelen llevar una buena carga de minutos surrealistas o insólitos. Muy tentadores, sí, pero muy locos. Y con Trump se ha vuelto a confirmar: sin él en la Casa Blanca, las audiencias de los grandes medios de Estados Unidos se han desplomado. Desde que desapareció de la primera línea política los programas informativos se han dejado de media un 20% de espectadores. La caída la han sufrido sobre todo los programas de política. Los modos tranquilos de Biden no venden, incluso aburren –dicen los críticos–, y eso se nota en el espectador que hay al otro lado. Contar que todo va según lo previsto, sin sobresaltos, no es noticia, o no llama la atención. Es lo que hay, es lo que tenemos, y, en parte, es la causa de todo lo que sucede.
Los políticos saben que ganan minutos en los telediarios si dicen alguna barbaridad. Trump venía del mundo de la televisión antes de entrar en política, sabía muy bien qué funcionaba en el prime time, cómo captar la atención de la audiencia con un gesto, una palabra, un zasca. Se lo sabía tan bien que, en cada mitin, en cada aparición, tenía una frase desconcertante que dejar como apunte. Se garantizaba que, con una salida de tono, una bravuconada de las suyas acapararía titulares y minutos de televisión. El problema es que le cogió gusto, se acabó creyendo lo que decía y el personaje se comió al político. O no. Y nosotros le hacíamos el juego. Hablar de Trump generaba audiencia, generaba espectáculo. Muchos auguraban aburrimiento tras su salida de la Casa Blanca, y no se equivocaron, como prueba ahí está el dato de las audiencias. Pero lo más preocupante es que su estilo creó escuela, y lo que para algunos era espectáculo, para otros era dogma. Si a Trump le funcionaba, ¿por qué no imitarlo?
Convertir la política en un espectáculo no debería ser nunca una opción. Buscar el minuto de oro es un peligroso ejercicio que puede acabar mal. Decir lo primero que me viene a la cabeza, sin pensarlo, es la peor estrategia. Engordar los discursos con frases que rozan la arenga es muy arriesgado e imprudente. Todos estamos de acuerdo en que la política tiene mucho de escenificación. La firma de acuerdos, esos actos institucionales, son parte de una liturgia que entra dentro de lo que se espera de las instituciones. Ayer lo vimos de nuevo: en Castilla y León y en el Ayuntamiento de Madrid. Los líderes de Ciudadanos y PP en esa comunidad y en el consistorio madrileño querían dejar meridianamente claro que el tsunami de Madrid y Murcia no les afectaba. Y decidieron demostrarlo con una comparecencia conjunta. Reforzaban con esa imagen lo que iban a decir. Hasta ahí de acuerdo e incluso, como periodista que trabaja en televisión, lo agradezco. La famosa frase de que hay imágenes que hablan por sí solas es real: una imagen, en televisión, es igual o más poderosa que una buena crónica de periódico. Pero jugar todo a esa carta es justo lo contrario a lo que se espera de la política.
Sin Trump los medios nos aburrimos más, cierto, y quizás ustedes, como espectadores, también. Pero bienvenidas sean la mesura y las formas tranquilas. Bienvenida sea de nuevo la política con mayúsculas, la que sirve para confrontar ideas y solucionar los problemas de los ciudadanos. Aunque perdamos cuota televisiva, aunque no llenemos minutos de televisión. Aunque hagamos menos espectáculo. Servidora lo prefiere. No sé usted.