La única forma de discriminación que creo haber sufrido y una de las que, paradójicamente, he ejercido es el clasismo. Casi nadie estamos a salvo de ella porque casi todos tenemos a alguien por debajo sobre el que ejercer opresión, discriminación y desprecio. Uno de los pasos para corregirlo es reconocerlo, y algo de lo que se puede hacer para evitarlo es ser extremadamente cuidadoso cuando tienes voz. En la comedia, por ejemplo, es bastante sencillo caer en el clasismo. Es grave, pero no tan grave como ejercerlo en la política institucional. Dentro de esa gravedad, hacerlo desde la izquierda es incuestionablemente horroroso.
Cuando empezaba a salir en la tele y no sabía ni de dónde me venía el aire de la exposición pública, no sé qué manifesté, no recuerdo qué era, pero me llegó un privado de Instagram de un tipo que recuerdo que se apellidaba Ariza pero nunca supe quién era, en el que me llamaba "muerto de hambre". En un primer momento me dio la risa, porque me ha pasado alguna vez que he ido a sitios que me podía pagar pero que con mi pinta no cuadraba que anduviera allí, en los que he notado cierta condescendencia clasista de gente que no son más que trabajadores como yo. Pero aquel insulto me acuerdo que me impactó. Dejaba caer cierta rabia porque alguien que viniera de abajo tuviera altavoz y se le escuchara. Alguien que, como muerto de hambre, no se lo merecía.
Tengo para mí, y por lo que le escuché en Salvados también él lo tiene para él, que el desenlace (momentáneo) del caso de Alberto Rodríguez tiene que ver con su origen. Parece, por su experiencia, que había una mayoría de diputados que consideraba que el Parlamento no era un lugar para él. Por su origen humilde en parte (hay otros muchos allí que son de estratos sociales tan bajos como el de Alberto), pero sobre todo por pertenecer al mundo del trabajo manual, fuera de la élite académica (Rodríguez estudió un ciclo superior), por carecer de apellido o pedigrí incluso dentro de un partido que lo nombró Secretario de Organización y por haber decidido mantener un aspecto en los márgenes de la corrección.
Lo dice Rodríguez, y yo lo suscribo, que si su apellido fuera otro o su partido fuera otro, las cosas no habrían llegado hasta donde llegaron. La experiencia, sobre todo la suya, parece darle la razón. La experiencia dice que con su aspecto nunca hubiera llegado a ser diputado de otro partido. La experiencia añade que ha sufrido clasismo a la derecha y no tan a la derecha. Yo mismo he escuchado a mucha gente que pisa el Parlamento hablar con una condescendencia brutal, con ese tonillo "hay que ver qué majo y qué bueno es", como si tuviera que ganárselo, como si se diera por hecho que no lo era.
Si Alberto hubiera pertenecido a la élite universitaria, si hubiera gestado su trayectoria matándose por una columnita que leen tres en un digital para mostrársela a su partido o por participar en una tertulieta local, si hubiera cimentado su carrera política en algo que no fuera la lucha y el trabajo, no hubiera acabado así. A Alberto, por cierto, le avalan sus resultados. Pocos diputados hay en la izquierda del arco parlamentario con tan buenos registros electorales perteneciendo a un partido que andaba en retroceso. Demostró que la política es otra cosa y lo pagó.
El PSOE es un partido de eminente extracción obrera. Lógicamente hay herederos de las propias estructuras de poder que ha ido configurando después de ejercerlo durante décadas en todos los niveles de la administración, pero mayoritariamente es un partido configurado por gente de las clases trabajadoras. Parece evidente que nadie con el pack completo de Rodríguez (lucha directa a pie de calle, no esconderse en el conflicto, un aspecto fuera de lo canónico y una actitud que busca cambiar las instituciones y la esencia misma del sistema) hubiera llegado a parlamentario en ese partido, pero sobre Alberto se ha ejercido clasismo desde ese frente y, más por omisión que por acción, incluso entre algunos de sus correligionarios.
Si buscan en la historia de la democracia, realmente solo ha habido un Alberto Rodríguez en el hemiciclo. Ha acabado fuera (de momento, insisto) a pesar de un sensacional trabajo y de un comportamiento no ya medio, sino excelente en el trato institucional. Daba igual. Estaba sentenciado. Y nadie fuera de su partido llora su pérdida. Solo Odón Elorza ha manifestado su estupefacción fuera de UP. No sé si habrá habido muchos diputados de otros partidos que se la hayan mostrado en privado.
Pero igual que existe el clasismo irredento, hay otro factor del que no puede escaparse el análisis de su figura política y es, insisto, su éxito electoral. UP rozó el 15% en Canarias en las últimas generales y, como estoy absolutamente convencido de que Rodríguez va a liderar un nuevo actor político en las islas que dará que hablar, hay pocas cosas que se puedan hacer allá sin contar con su imponente figura de dos metros de aspecto extraparlamentario y formas de una dulzura extraordinaria que ninguna cámara ni miles de personas (menos una) vieron un día hace 8 años dar una patada que enrojeció la rodilla de un policía.
Volverá. Nadie se ha ganado más hacerlo.
La única forma de discriminación que creo haber sufrido y una de las que, paradójicamente, he ejercido es el clasismo. Casi nadie estamos a salvo de ella porque casi todos tenemos a alguien por debajo sobre el que ejercer opresión, discriminación y desprecio. Uno de los pasos para corregirlo es reconocerlo, y algo de lo que se puede hacer para evitarlo es ser extremadamente cuidadoso cuando tienes voz. En la comedia, por ejemplo, es bastante sencillo caer en el clasismo. Es grave, pero no tan grave como ejercerlo en la política institucional. Dentro de esa gravedad, hacerlo desde la izquierda es incuestionablemente horroroso.