Estas últimas semanas he decidido que la mayoría de mis pensamientos van para un pedazo de tierra. He decidido invertir gran parte del dinero que tengo, que es menos del que desearía, en comprarme un terreno en un pueblo del norte del país (se aceptan ofrecimientos de quien quiera que construya allí, ya que estamos) y hacerme, sin prisa pero sin pausa, la casa en la que me voy a jubilar. Aspiro a dejar de trabajar desde los 19, siempre ha sido más una broma que algo que viera cerca, pero la realidad es que por primera vez puedo divisar, de verdad y con un pedazo de tierra casi en la mano, la idea de irme y dejar atrás mi ciudad y la vida laboral activa. Al menos, así de activa hasta que me pueda jubilar de verdad.
Me ata a Madrid el trabajo y, sobre todo, dos hijos pequeños. Ambos serán mayores de edad cuando yo tenga 56 años, y aspiro a poder ayudarles a hacer lo que uno debe hacer: irse de su casa cuanto antes, empezar una vida autónoma y autogestionada en cuanto se pueda. Aquí hemos naturalizado vidas con los padres o en pisos compartidos hasta avanzada la treintena, pero mi ambición es poder ayudarles a que no sea así. He trabajado estos años, en parte, para ello. Creo que el proyecto es aceptable y viable.
Así que de repente, mientras escribo a 30 grados un día de mayo, una temperatura que me impide pensar con calma porque me impide hacer casi todo con calma, empiezo a otear de verdad la idea de pasar esta página. Al menos, de vivir estos años invirtiendo en ello. La ilusión de ese proyecto. La vida sencilla y calmada que quiero desde hace tiempo. Alejarme de este escenario centrifugador en el que se ha convertido mi ciudad, esta orgía de calor y asfalto, y de esta vida en la que producir es más importante que casi todo lo demás.
Me da por pensar en qué vida nos hemos procurado, qué existencia nos merecemos, qué devenir tan desastroso hemos construido por no poner nuestro bienestar en el centro. Y me gustaría decirle a la gente más joven que el objetivo de vivir mejor es alcanzable
Y, de verdad, llevo unos días sorprendentemente feliz. Como si lo que siempre quise, ayudar a mis críos a dar el paso que les toca y de paso dar yo el mío, fuera la verdadera tecla de la dicha. Al menos, el botón de la paz. Y también me da por pensar en qué vida nos hemos procurado, qué existencia nos merecemos, qué devenir tan desastroso hemos construido por no poner nuestro bienestar en el centro. Y me gustaría decirle a la gente más joven que el objetivo de vivir mejor es alcanzable, que se puede pelear, y que se nieguen a que solo un terreno en el Norte cuando ya te empiezan los achaques sea lo que te traiga la paz. Yo he tenido mucha suerte, creo que voy permitírmelo pronto, pero quizá ellos lo logren más tarde.
Que la vida debe ser otra cosa. Que la ambición buena es vivir bien y en calma. Que lo peleen, porque esa revolución, que puede ser tranquila pero firme, no es una utopía. Está ahí y hay que agarrarla.
Y a los políticos que creen en esto, que se dejen de mierdas y vayan a por ello. Requiere cambios profundos en el sistema. Háganlos. Por ellos, por nosotros y por nuestros hijos. Los míos y los suyos.
Estas últimas semanas he decidido que la mayoría de mis pensamientos van para un pedazo de tierra. He decidido invertir gran parte del dinero que tengo, que es menos del que desearía, en comprarme un terreno en un pueblo del norte del país (se aceptan ofrecimientos de quien quiera que construya allí, ya que estamos) y hacerme, sin prisa pero sin pausa, la casa en la que me voy a jubilar. Aspiro a dejar de trabajar desde los 19, siempre ha sido más una broma que algo que viera cerca, pero la realidad es que por primera vez puedo divisar, de verdad y con un pedazo de tierra casi en la mano, la idea de irme y dejar atrás mi ciudad y la vida laboral activa. Al menos, así de activa hasta que me pueda jubilar de verdad.