Lo que pagamos por trabajar

Hay quien tiene revelaciones yéndose a hacer el gilipollas a la India o subiéndose al Kilimanjaro. A mí me vienen con la trimestral. Hará unos días, intentando cuadrar el excel con mis numerosos debes y mi enflaquecido haber, caí en la cuenta de cuántos eurillos me había gastado en lo que va de año (ya ves tú) entre fisioterapias, psicofármacos y demás lindezas. No se crean que me he lesionado el abductor jugando al tenis: resulta que si uno vive crónicamente angustiado, duerme hecho un cromo y amanece con tortícolis. ¿Las pastillas? Para combatir el subidón de ansiedad que cada mañana –antes de afrontar la desmesurada producción de textos y otras fruslerías intelectualitas con las que pago el alquiler– viene a darme los buenos días.

En mi última revisión (estoy intentando dejarlo), la facultativa que me prescribe las píldoras me pedía que trabajase menos. Nos ha jodido mayo con las flores. «Mire, yo detesto escribir, solo lo hago porque me pagan». Mi circunstancia, me temo, no afecta solo al gremio de juntaletras y pretenciosos. Ayer, una amiga, que trabaja en el sector sanitario y anda de baja por extenuación, me contaba que la de la Mutua le había pedido que «se centrase en las cosas buenas que tiene la vida» y que le había puesto «como deberes» abandonar uno de sus tropecientos empleos antes de la siguiente sesión.

Uno esperaría, según las promesas del sueño americano, que con estas cargas laborales que aguantamos no hubiese treintañero que no estuviese montado en el dólar. La última vez que nos vimos, un buen amigo –catedrático jubilado– me preguntaba por mi salud financiera, sin ser él nada de eso. Cuando le relaté mis emolumentos y la espléndida mordida mensual que padecemos los autónomos de los tramos más bajos, el hombre no daba crédito. «¿Y cómo consigues vivir con eso?». ¡Con magia! ¡Con ilusión!

Muchas veces, mirando a mis colegas, me asombra lo cansadísimos que estamos

Se ha escrito mucho sobre la generación de cristal, los boomers contra los millennials (la vieja querella de los antiguos contra los modernos) y lo de ser la primera generación (¿cómo se calculará eso?, ¿cuentan también a los que les pilló la peste de 1347?) que va a vivir peor que sus padres... No tengo herramientas sociológicas ni históricas para entrarle al trapo a semejante debate, pero muchas veces, mirando a mis colegas, me asombra lo cansadísimos que estamos. Me acuerdo, de tanto en tanto, del comienzo de las Historias de cronopios y de famas: «La tarea de ablandar el ladrillo todos los días». La vida, parece, se ha convertido en una sucesión de mudanzas cada vez más al extrarradio, trabajos de fin de semana y guardar un dinero que no se tiene para unos imprevistos que seguro que llegarán. He visto, por utilizar una cita manida, a las mejores mentes de mi generación irse al otro lado del Atlántico para ver si así, cobrando en euros en un país donde se paga en pesos, pueden costearse un apartamentito que les quite de compartir casa con tres desconocidos de mediana edad. Esta semana, volvía a leer que en Madrid y en Barcelona, el respetable se gasta el setenta por ciento de sus ingresos en pagarse el techo. Todo va bien, nos dicen: los propietarios no tienen la culpa y hasta tenemos un ministerio del ramo que no para de anunciar muchísimas viviendas que nunca se terminan de construir. El derrotismo, lo sé, es contrarrevolucionario; pero chico, a veces uno no está para hostias.

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