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¿Entendéis ahora a los ñus?

Miguel Sánchez Romero.

Cada año, cuando se acerca el mes de mayo y las lluvias se despiden de la llanura infinita del Serengueti, los ñus deciden cambiar de aires. Los ñus son esos parientes de los antílopes que, por su cornamenta y sus largas patas, parecen toros que jugaran a baloncesto. Más de un millón de ellos huyen de la temporada seca dirigiéndose al norte para buscar mejores pastos en uno de los espectáculos más sorprendentes que puede contemplar el ojo humano, si exceptuamos las camisas estampadas de El Gran Wyoming.

Hay que estar ciego para no ver el enorme simbolismo que encierra esa especie de operación salida donde los cocodrilos hacen de Guardia Civil. Ciego o intoxicado por la propaganda darwinista que pretende hacernos creer que el hombre desciende del mono. No, inocentes lectores de infoLibre, no. Como muy bien sabemos los creacionistas, el hombre desciende del ñu. Dios jamás nos hubiera humillado haciéndonos cargar con la vergüenza de tener entre nuestros antepasados a un animal tan ridículo. Y es un error pensarlo solo porque ambas especies coincidamos en la autoexploración sexual como forma de matar el tiempo.

Si han visto ustedes algún documental sobre los ñus, si han sido capaces de permanecer despiertos más allá del momento en que el narrador pronuncia las palabras Serengueti y Ngorogoro –ambos vocablos mágicos que, automáticamente, inducen al sueño– se habrán dado cuenta de que el ñu es un calco del ser humano. Sobre todo en nuestros defectos, que es lo que de verdad define un carácter.

Si han tenido la fortaleza de no sucumbir a la modorra sabrán que año tras año, cuando los ñus se disponen a cruzar el río, un grupo de cocodrilos poco partidarios del veganismo los espera para darse a costa de ellos el gran festín. Esa es la razón del fracaso de audiencia de este tipo de documentales. En cuanto un cocodrilo se zampa a un ñu, el espectador que aún sigue despierto piensa “este ya lo he visto” y cambia de canal. Sorprender al público no es, precisamente, la característica más señalada de los ñus y de ahí deriva su escaso poder de convocatoria televisivo. Los ñus son tan previsibles que si votaran hasta el CIS sería capaz de acertar los resultados.

Observado con la suficiente perspectiva, el ser humano tampoco es una caja de sorpresas. Hasta el punto de que leer periódicos atrasados se convierte en la mejor forma de asomarse al futuro. Estamos condenados a repetir nuestros errores porque nuestra esencia es equivocarnos. Errar no es humano, errar es lo humano. Fue así desde el origen. En un principio, el plan divino era crear solo al hombre. La mujer es la primera rectificación de Dios. La segunda, como saben los teólogos, fue extinguir a los dinosaurios para ganar espacio en los zoos.

En la política esa insistencia en el error se nota más porque cada político se parece al anterior en lo fundamental: la sensación de creerse único. Además, cada cierto tiempo, como sucede ahora, una nueva generación de adanes se empeña en que las cosas ocurren por primera vez (la crispación, el señalamiento, las amenazas...), que es como decir que las cosas solo acontecen de verdad cuando nos pasan a nosotros.

Basta echar un vistazo a la hemeroteca para comprobar el eterno bucle en el que vivimos. Día 9 de julio de 2001, la misma fecha de hoy pero veinte años atrás. Tres titulares y un editorial del diario El País: “La Generalitat prevé multas de hasta 500 millones a las eléctricas que no eviten apagones”; “Aznar indultará a los cinco agentes condenados por las escuchas del Cesid”; “La violencia racial entre asiáticos y neonazis se extiende por el Reino Unido”; Editorial: “El fracaso de la vivienda”. Empresas energéticas campando a sus anchas, indultos polémicos, racismo, precios desorbitados de los alquileres… ¿Le suenan estos temas? Bucear en la hemeroteca es como explicar a un hámster el mecanismo de la rueda en la que corre. Le has jodido la vida porque le descubres que su único destino es la eterna repetición. “Todo se repite de distinto modo”, decía Heráclito refiriéndose no se sabe si a la nueva política o a las riñoneras.

La pandemia nos está ofreciendo un palco desde el que contemplar cómo la obstinación que lleva a los ñus a cruzar cada año el río por el tramo donde, invariablemente, están apostados los cocodrilos es, precisamente, lo que los hace tan humanos.

Afrontamos la quinta ola de covid y nadie puede asegurar que vaya a ser la última. Si lográramos dar a los ñus el entendimiento suficiente como para comprender que atravesando el río por donde cada año lo hacen se exponen a un gran peligro, los ñus recapacitarían y… volverían a hacer lo mismo. Como nosotros. Lo único que nos diferencia es que ellos nos llevan ventaja en el número de olas. Veo a ñus cruzando el río y pienso: “Si aprendieran a hacerse un selfi mientras lo cruzan podrían ser perfectamente mi sobrino y sus amigos”.

Otra vez me dejan fuera

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Y me siento orgulloso porque ese heroico empecinamiento no es otra cosa que el poder atávico de la costumbre, el amor a las raíces, el respeto a la tradición. La obediencia ciega a la llamada de nuestros ancestros que nos reclaman ser impulsivos e imprudentes ñus en lugar de pacientes y sensatos cocodrilos.

¿Por qué permitir que una simple pandemia nos impida celebrar el sagrado rito cultural que encierra una despedida de soltero? ¿Qué gobierno que no esté en manos de un dictador sin escrúpulos sería capaz de prohibir a un grupo de alegres muchachos festejar la futura boda de uno de ellos vestidos de toreros? ¿Qué nuevo Stalin tendría el valor de impedir que, en otra parte de la ciudad, la novia y sus amigas, todas disfrazadas de majorettes, ejercieran también el inalienable derecho ciudadano a enfermar gravemente? ¿Quién puede hurtarles a ambos cónyuges una de las alegrías –tal vez la mayor– que ofrece el matrimonio? La muerte no es amenaza suficiente para hacerlo. Además, si la muerte fuera esa cosa horrible que dicen habría alguna reseña negativa en TripAdvisor: algo como “Túnel estrecho y solo iluminado al fondo” o “Demasiada luz a la salida. No vuelvo más.”.

Somos ñus ante el río de la vida. Dispuestos a sumergirnos en él al grito de “¡Cocodrilo el último!”.

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