Plaza Pública

Barbaridad valenciana

Marc Pallarès

A quienes residimos en tierras valencianas no nos ha sorprendido que la primera ocasión en la que la Comisión Europea ha investigado una posible manipulación estadística sobre el déficit se haya centrado en la Generalitat Valenciana, “por no informar sobre determinados gastos sanitarios durante muchos años e incumplir las reglas de la UE sobre información estadística", según manifestó la portavoz responsable de Eurostat, Emer Traynor.

Durante casi dos décadas, el único proyecto del PP valenciano fue el autobombo. Cualquier visitante ocasional percibía que aquí se vivía en una marea de virtud, y, cuando paseaba por la Ciudad de las Artes y las Ciencias, cuando acudía a las playas de Benidorm o cuando disfrutaba del encanto de la ciudad de Morella, este visitante era capaz de proyectar estas virtudes en la tierra, en el aire, en las plantas y en los árboles de una de las zonas consideradas como más prósperas del Estado. Hoy, con las cuentas de la Generalitat en la UCI, con unas cifras de paro escandalosas y sabiendo que no hay trama corrupta que se precie que no tenga su ramificación en Valencia (el escándalo de los ERE quizá sea la única excepción), el bosque se ha invertido y las raíces de la incredulidad ocupan el lugar de las ramas. El progreso, con una agricultura y una industria del calzado, del juguete y del azulejo en vías de extinción, ha quedado petrificado, y las expectativas de la juventud, calcinadas.

Aquel engañoso progreso que tan bien supo vender Francisco Camps no era una idea improvisada, ni tampoco neutral, se movía hacia unas finalidades específica que nunca fueron planteadas para mejorar la calidad de vida de la ciudadanía (a Camps poco le importó que en los 90 Aznar rechazara la construcción del corredor ferroviario mediterráneo, esencial para las exportaciones); era un ilusorio cielo de vidrio opalino, era un progreso en forma de estrategia para relanzar al presidente valenciano hacia la Moncloa. Pero la trama Gürtel se cruzó en su camino y hoy Francisco Camps ha desaparecido de la escena política dejándonos una tierra infértil.

Se trata de una tierra comandada por un Alberto Fabra a quien parece que, en la próxima convocatoria electoral, María José Catalá puede desbancar como cabeza de cartel; apunten su nombre, es la portavoz del Gobierno valenciano y la consellera de Educación, muy fiel a todos los dictámenes del ministro Wert, circunstancia que la convierte en una de lasconselleras peor valoradas por la ciudadanía valenciana pero que, al mismo tiempo, le ha hecho ganar puntos en la calle Génova.

Camps, Fabra (primero Carlos y ahora Alberto), María José Catalá, Juan Cotino… cuando aparecen juntos en público ya casi ni intercambian palabra, pero se retan mutuamente, cada uno con su codiciosa gravedad. Después de tanto despropósito, ahora son la conciencia de las praxis políticas de la mala conciencia. Si las encuestas no fallan, empiezan a perder la hegemonía, la impunidad ciudadana, han dejado de ser robinsonianos y de predicar que reparten los beneficios de sus miserables políticas. Ya no constituyen, por sí mismos, un perpetuo sujeto de admiración ni tan siquiera para quienes reconocen públicamente que les volverán a votar. El pasado, glorioso (¿quién no recuerda a Camps al volante de un lujoso descapotable con Rita Barberá a su lado en unas imágenes que dieron la vuelta al mundo?), ya no se encuentra en posición preeminente; es el presente quien les inspecciona y les recrimina que casi todos los domingos Jordi Évole, trate el tema que trate (dependencia, corrupción, despilfarro, urbanismo salvaje, etc.), tenga que hacer referencia a la descomunal barbaridad valenciana.

El PP valenciano, que revalidó su mayoría absoluta el año 2011 (en plena crisis económica), estaba convencido de perpetuarse hasta la eternidad, pero la eternidad implica que se reconozcan las condiciones de posibilidad de una vida definida, en un proyecto político concreto y en unas condiciones sociales más o menos circunscritas. Ni se da lo uno ni se cumple lo otro. Por eso han empezado a apostar por la estrategia de criminalizar a sus adversarios políticos un día sí y otro también.

La ofensiva hacia Podemos que se lleva a cabo en el escenario estatal, el PP valenciano la amplía a Compromís y a Esquerra Unida, a quienes convierte en demonios hasta la saciedad; esta criminalización designa un delirio creado para una simplificación abusiva: si la oposición fuera elegida para gobernar, el desastre estaría asegurado. Es la táctica de los dioses del miedo, es la práctica de quien no tiene nada que ofrecer a la ciudadanía, es el recurso de aquellos todopoderosos que, cegados durante años por los escaparates sin mercancías que ofrecían al mundo y por sus fechorías políticas, no han sido capaces de percatarse del hartazgo de la gente.

Una gran parte de la población valenciana, aunque tenga ánimo para mirar hacia el futuro, inevitablemente, recuerda huellas que difícilmente se pueden olvidar e intenta borrar señales que no quiere conservar.

¿Qué ha sido de la niña de Rajoy?

Ha recibido de la historia una notificación para la movilización, un aviso que exhorta una existencia en forma de esperanza, por eso parece que ha decidido hacer caso a su llamada. No está dispuesta a acatar que su naturaleza como colectividad se reduzca a la carencia. Por eso, con la vista puesta en las próximas autonómicas, tiene la voluntad de reintegrarse en la historia progresiva y de continuar la lucha contra el “miserabilismo” de la vergonzosa barbaridad valenciana; porque, al fin y al cabo, si se vive bajo las redes de los dioses se puede esperar que algún día se produzca la caída de los reinos.

___________________________________

Marc Pallarès es profesor de Teoría e Historia de la Educación en la Universitat Jaume I de Castelló y escritor

Más sobre este tema
stats