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¿Viva el 'expertismo'? Cuerpo a tierra

Jesús Maraña

Se trata de un debate recurrente, que nunca desaparece del todo pero asoma y adquiere protagonismo absoluto en situaciones de crisis. Y además la que afrontamos no es cualquier crisis. Cuando reina la incertidumbre todos volvemos la mirada buscando a quienes se supone que más saben. De lo que sea. En las últimas semanas se escucha con insistencia en todo tipo de foros y tertulias una reclamación tajante: “¡Que se aparten todos los políticos y dejen a los expertos!”. Esta creciente ola de reivindicación tecnocrática es perfectamente comprensible, pero tiene mucho peligro. El expertismo es un poderoso instrumento de la antipolítica para desvirtuar la democracia.

Ya lo hemos vivido. Tras el desmoronamiento de las finanzas globales en 2008, surgieron como setas sabios economistas por todas partes. Bienvenidos quienes nos ayudaban a entender mínimamente lo que significaba la prima de riesgo, las hipotecas subprime o los activos tóxicos. Pero lo trascendente era el discurso hegemónico que la mayoría de esos “expertos” apuntalaban: austeridad, austeridad, austeridad…, “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”, “toca apretarse el cinturón”, “no podemos gastar lo que no tenemos”, etc, etc. Muy pocos advirtieron con antelación a dónde nos conducía la voracidad de ese capitalismo financiero global y desregulado, sustancia y producto de la ideología neoliberal dominante, pero fueron legión los que declararon a posteriori como única salida posible el empobrecimiento de las clases medias, la exclusión de los que ya eran pobres y la protección de las grandes fortunas y corporaciones.

Aquí estamos, doce años y diez días después de la caída de Lehman Brothers (15 de septiembre de 2008) batallando con una segunda crisis global y mucho más letal, porque obliga a paralizar la economía para proteger un bien mayor, que es la vida. E igual de desigual respecto a quienes más sufren sus efectos. Siempre se escucha, por supuesto, algún “ya lo dije yo”, pero lo cierto es que el coronavirus nos pilló este invierno pasado desprevenidos a todo occidente. En oriente al menos tenían ya experiencias anteriores (de la gripe asiática al MERS-Cov), la costumbre y disciplina del uso de mascarillas, la distancia social casi permanente.

Y volvimos la mirada hacia los sabios. Como tenía que ser. Si cada uno de nosotros acude al médico de cabecera, y después al especialista en la dolencia que sea; si buscamos ante cualquier enfermedad compleja la mejor atención posible para nuestros familiares, es obvio que todo político mínimamente sensato lo primero que debe hacer ante el estallido de una crisis de salud pública es consultar a los científicos.

¿Garantiza el recurso a los expertos el éxito de la respuesta? Es obvio que no. Todos recordamos, por ejemplo, a ilustres responsables de los mejores hospitales, a portavoces de la Organización Mundial de la Salud y a investigadores con el más brillante currículum que en marzo nos explicaban que no tenía sentido llevar mascarillas por la calle, ni siquiera en el transporte público o en el lugar de trabajo. Y no se trataba de una conspiración general, aliados con el Gobierno simplemente porque no hubiera mascarillas suficientes para todos. Un respeto para esos científicos, que en su mayoría reconocen hoy que su conocimiento y por tanto su opinión sobre el covid han ido evolucionando.

Hay una diferencia tan obvia como fundamental entre la primera ola de la pandemia y esta segunda ola que padecemos: han pasado seis meses entre una y otra. Hemos tenido seis meses para prepararnos ante esos (esta vez sí) pronosticados rebrotes que llegarían en otoño; para estudiar todo tipo de planes ante distintas hipótesis de multiplicación de contagios. Durante medio año hemos escuchado a multitud de expertos y expertas en salud pública, a epidemiólogos, a médicos y a personal de enfermería algunas advertencias comunes y muy claras: para afrontar una nueva ola era imprescindible reforzar la atención primaria y tener un número suficiente de rastreadores con capacidad para conocer, controlar y aislar los contagios. ¿En serio es creíble que Isabel Díaz Ayuso y su Gobierno no hayan descubierto hasta la semana pasada que no podrían tener ni personal sanitario ni rastreadores suficientes para responder al azote que convierte Madrid en la zona con más contagios de Europa? ¿Por qué no pidieron al Gobierno central semanas antes lo que ahora exigen (y debe concederse sin ninguna duda)? La única explicación posible es que era tanto como reconocer que su gestión y su estrategia política durante el estado de alarma fueron equivocadas, y que la precipitada desescalada para abrir urgentemente toda la economía sembraba en parte el desastre que ahora recogemos, y sobre el que también debería haber intervenido antes el Gobierno central.

Ante una clamorosamente fallida gestión política, la receta recurrente es la ya conocida: “que se aparten y dejen a los expertos”, algo que suele recibir grandes aplausos en todo tipo de foros y redes sociales. Lo cual alienta, consciente o inconscientemente, el deterioro de la democracia para dejarla en manos de los sectores que siempre han preferido las vías tecnocráticas para ejercer el poder en beneficio propio. Los primeros responsables, por supuesto, son los propios partidos políticos, que elevan a menudo a la condición de candidato o candidata a un puesto de responsabilidad a personajes cuyo principal rasgo no es tanto una vasta ignorancia como una ausencia total de principios. Los segundos, nosotros, los votantes, capaces por puro sectarismo de apoyar a individuos o individuas cuya falta de idoneidad para el servicio público ya era conocida antes de que su foto apareciera en un cartel. (Es el caso de Ayuso: ver aquí). Y los terceros (en el orden que ustedes quieran), otro 'nosotros', los medios y periodistas, que debemos cumplir con mayor autoexigencia la obligación de vigilar y denunciar la ineptitud en la gestión de lo público. (No podrán hacerlo quienes subsistan precisamente del favor de instituciones o partidos, y no de sus lectores).

A los malos políticos, en democracia, hay que sustituirlos por buenos políticos, que no tienen que ser expertos, sino decentes. Ernest Lluch, padre de la Ley General de Sanidad, no era experto en salud pública, ni epidemiólogo ni cirujano. Era catedrático de Economía, pero hubiera impulsado ese proyecto aunque su formación hubiera sido cualquier otra. Porque concebía la universalización de la atención sanitaria como un mimbre fundamental del Estado de bienestar, como un avance clave hacia la igualdad de derechos.

Un buen político en democracia no tiene por qué ser sabio, sino respetuoso con lo que significa el servicio público y con los intereses de la ciudadanía, y coherente con los compromisos adquiridos con sus votantes. Lo cual incluye, por supuesto, la obligación de asesorarse lo mejor posible, con los técnicos de los que la propia Administración dispone y con la aportación de especialistas en las materias correspondientes. Ya hemos escrito aquí que es necesaria, incluso imprescindible, esa auditoría que reclaman veinte ilustres científicos sobre la gestión de la pandemia a todos los niveles de gobierno, y que debe servir para no repetir errores, más que para buscar culpables (ver aquí). Y aún más conveniente sería recuperar e impulsar órganos de evaluación de políticas públicas que permitan calibrar la eficacia o ineficacia del uso de los recursos (ver aquí).

¿Viva el expertismo? Cuerpo a tierra. Ser experto no es incompatible con la indecencia, o con una vanidad cegadora y sectaria, o con la prioridad personal de un interés crematístico. Detrás de cada teoría conspiranoica suele haber algún supuesto “experto”. La democracia mejora si cada decisión se basa en el conocimiento, empezando por las decisiones que tomamos los votantes.

P.D. Si aún no lo han visto, no se pierdan en Netflix el documental El dilema de las redes sociales, dirigido por Jeff Orlowski. Verdaderos “expertos”, ingenieros muy cualificados, denuncian la amenaza que suponen para la democracia, la convivencia y hasta para la salud psíquica del ser humano las herramientas tecnológicas que ellos mismos crearon.

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