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Mañana del miércoles 29 de junio de 2022, ha vuelto la calima. Una nube de polvo sahariano cubre la localidad de la costa granadina desde la que escribo. Es la tercera o cuarta vez en lo que llevamos de año. Esta vez, la calima no tiene el tono rojizo de mediados de marzo, que la hacía obscenamente apocalíptica. Hoy es meramente sucia y grisácea, como las noticias.

Supongo que el cambio climático ya está entre nosotros, pero no es este uno de los titulares del día. Como mucho, leo que la Unión Europea prohibirá en 2035 la venta de vehículos con motores de combustión. Demasiado poco y demasiado tarde, pienso.

Enciendo la tele y veo a los líderes de la OTAN sonreír y toquetearse amistosamente en los instantes previos al comienzo de su cumbre de Madrid. Los más contentos parecen Pedro Sánchez y Joe Biden. El español se siente protagonista de lo que califica de “acontecimiento histórico”, el estadounidense tiene motivos más serios para su felicidad. Merced a la agresión rusa a Ucrania, lo que Eisenhower llamó el complejo militar-industrial norteamericano recupera y hasta amplía su protagonismo internacional. Los europeos se abrazan a sus faldas cual niños aterrados y prometen gastar más en armamento. España acepta que la Marina yanki aumente su presencia en Rota. Finlandia y Suecia abandonan su neutralidad y se incorporan a una Alianza Atlántica que va a extenderse y fortalecerse por el Este, hasta cercar por completo al Ivar Sin Huesos ruso. Sin huesos y diríase que también sin cerebro.

Biden promete venderles a los europeos lo que necesiten: gas, petróleo, tecnología y, por supuesto, armas. Los líderes del Viejo Continente se lo agradecen. No serán ellos los que paguen la factura. La pagaremos, ya la estamos pagando, los ciudadanos europeos que no viajamos en vehículos blindados protegidos por escoltas altos y fuertes como castillos.

Una segunda noticia de hoy estima en un 10,2% la inflación en el mes de junio. A los ciudadanos no nos sorprende: ya lo hemos notado en las gasolineras, los recibos de la luz y el gas, los precios de los supermercados... Se nos dice que es por culpa de la guerra de Ucrania. Algunos —pocos, ya lo sé— nos preguntamos qué están haciendo Bruselas, Berlín y París para intentar detenerla. Para conseguir un alto el fuego inmediato. Para abrir negociaciones entre Kiev y Moscú, con el padrinazgo de, por ejemplo, Turquía, China, Estados Unidos y la propia Unión Europea. ¿Esperan y hasta desean nuestros líderes que esta guerra se prolongue indefinidamente? ¿Que sólo acabe con la derrota militar de la Rusia de Putin?

Apañados vamos si es así, si la Unión Europea ha renunciado definitivamente a la diplomacia, si nuestros líderes la consideran un trapo de cocina usado. Se prolongará durante meses e incluso años el sufrimiento de los ucranianos. También las crecientes penurias de los europeos y otros pueblos del planeta. Por no hablar del riesgo de guerra nuclear. Es fácil predicar “sangre, sudor y lágrimas” cuando vives en un búnker.

La tercera noticia de la tele —los ecos del sangriento incidente fronterizo de Melilla— también está a juego con la calima. Europa practica un manifiesto doble rasero en la aceptación de refugiados: puertas abiertas si son blancos, rubios y de ojos claros; espino, porras y balas si son de piel oscura. Se subcontrata la represión de los migrantes africanos: no nos manchemos las manos, que lo hagan los turcos, los libios, los argelinos y los marroquíes. Y si se pasan de brutos, nos rasgamos las vestiduras un par de días y a otra cosa, mariposa.

La derecha es profundamente hipócrita, está en su naturaleza. Protesta por la brutalidad en Melilla, pero le pareció estupenda la matanza de la playa del Tarajal cuando gobernaba Rajoy. La izquierda, por su parte, está desconcertada y desanimada

La derecha es profundamente hipócrita, está en su naturaleza. Protesta por la brutalidad en Melilla, pero le pareció estupenda la matanza de la playa del Tarajal cuando gobernaba Rajoy. La izquierda, por su parte, está desconcertada y desanimada. Ello explica su desmovilización, de la que el resultado de las elecciones andaluzas es un síntoma. ¿No actúa Sánchez del modo en que lo haría Feijóo ante asuntos como Melilla y la cumbre de la OTAN? ¿No podrían figurar Marlaska y Margarita Robles en un Gobierno de derechas? ¿No hay otro modo de intentar bajar el precio de la luz y combatir en general la carestía de la vida que reducir los ingresos públicos y aumentar el endeudamiento? ¿Por qué no pagan más impuestos los que están ganando miles de millones de euros adicionales con esta situación?

Sería peor si no hubiera en el Gobierno una fuerza minoritaria situada a la izquierda del PSOE, dicen algunos, cada vez menos, y tiene razón. Pero, amén de débil y desunida, esta izquierda quizá esté tragando demasiados sapos. Descubre en sus carnes que aquí siempre o casi siempre ganan los malos (Mónica Oltra dixit). Cae en la cuenta de que el Estado profundo, los poderes fácticos, el Ibex, los grandes medios de comunicación no quieren reformar España (Pablo Iglesias dixit, aunque concluya que los suyos deben seguir en el Gobierno).

¿Qué haría yo en su lugar? No lo sé, de veras no lo sé. Miro por la ventana y la calima sigue ahí, acompañando mis dudas, ganándole la partida al sol del verano.

Mañana del miércoles 29 de junio de 2022, ha vuelto la calima. Una nube de polvo sahariano cubre la localidad de la costa granadina desde la que escribo. Es la tercera o cuarta vez en lo que llevamos de año. Esta vez, la calima no tiene el tono rojizo de mediados de marzo, que la hacía obscenamente apocalíptica. Hoy es meramente sucia y grisácea, como las noticias.

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