La izquierda alelada

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La mayoría de la gente no dedica demasiado tiempo a informarse a fondo de la vida política; bastante tiene con trabajar o buscar trabajo, ocuparse de su alimentación, su vivienda, su salud y su familia, intentar ser feliz en sus ratos libres. Su información política procede de titulares audiovisuales, de memes de Internet, de conversaciones con parientes, compañeros y vecinos. Esto la hace mucho más receptiva a mentiras simples que a verdades complejas.

El fascismo –tanto el clásico, el que llevaba uniformes con correajes y hacía el saludo romano, como el contemporáneo, el que viste de civil y no reivindica abiertamente a Hitler, Mussolini, Pétain o Franco– se nutre de mentiras simples. En el caso de las recientes elecciones andaluzas, los independentistas catalanes y los inmigrantes musulmanes son los culpables de que estés en paro o cobres una miseria, de que las pases canutas para pagar el alquiler o la hipoteca, de que tengas que esperar meses para que te opere un hospital publico.

Las formas del fascismo serán nuevas, pero su fondo es el mismo: los culpables de las penalidades de las clases populares no son nunca los bancos y las grandes empresas, jamás el capitalismo salvaje. Los culpables son los judíos –ayer– o los musulmanes –hoy–. Chivos expiatorios aún más débiles que tú, asalariado, autónomo o pequeño comerciante español (o francés, estadounidense, italiano, alemán, brasileño…). Porque tú, querido compatriota, tienes algo que ellos no tienen, algo de lo que sentirse orgulloso: la gran nación española (o francesa, estadounidense, italiana, alemana, brasileña…).

Reactivado por el dislate  táctico y estratégico del independentismo catalán, el nacionalismo español ha sido el combustible que ha llevado a las derechas a votar en Andalucía. Me parece natural que PP, Ciudadanos y Vox intenten forjar allí una nueva mayoría de gobierno. Los que votaron el domingo a esos tres partidos están unidos por el odio al independentista catalán y el inmigrante musulmán. Y, por supuesto, por las ganas de terminar con cuatro décadas de hegemonía socialista en esa comunidad.

La victoria de las derechas en Andalucía hubiera sido imposible –como casi siempre– sin la abstención de mucha gente de izquierdas. La desafección con el PSOE es comprensible: la economía andaluza no levanta cabeza y los servicios públicos se deterioran; ese partido arrastra allí cacerolas de caciquismo, corrupción y arrogancia; Susana Díaz no es tan adorada como ella dice. Más intrigante me resulta el pinchazo en hueso de Adelante Andalucía. No creo en la explicación de que a Podemos e Izquierda Unida les va necesariamente peor juntos que separados. Demasiado fácil. Debe de haber otra cosa.

¿La personalidad y la campaña de Teresa Rodríguez? No lo sé. ¿Una pérdida demasiado rápida de la ilusión que despertó el nacimiento de Podemos? Quizá. ¿Por qué? ¿Por las querellas bizantinas y fratricidas de sus dirigentes? Sin duda. ¿Por la dificultad de explicar que su posición sobre el conflicto catalán no es ni antiespañola ni perjudicial para las otras comunidades? Probablemente. ¿Por la percepción de que han abandonado la calle, se han institucionalizado y aburguesado, se han convertido en una nueva marca de la vieja izquierda? No me extrañaría. ¿Porque parecen defender más a minorías concretas que al conjunto de la gente que sufre? Merece la pena estudiarlo.

De la derecha españolista –PP y Ciudadanos– no espero que se oponga a la ultraderecha de Vox. Son sus primos carnales, todos ellos vienen del papá Aznar, el abuelo Fraga y el bisabuelo Franco. La oposición la espero de la izquierda. Pero lo grave es que la izquierda no sabe cómo enfrentarse –ni en España ni en casi ningún otro lugar– al nuevo fascismo, el fascismo bajo en nicotina de Trump, Bolsonaro, Le Pen, Santiago Abascal y compañía. Por cierto, tampoco lo consiguieron en los años 1930 ni los socialdemócratas ni los comunistas alemanes, italianos y franceses (los españoles, al menos, cayeron en combate).

No tengo ninguna fórmula mágica. Solo intuiciones. Que la izquierda oponga verdades sencillas a las mentiras simplonas de la ultraderecha. Como que Abascal es un pícaro que va de antipolítico pero lleva dos décadas viviendo de las mamandurrias políticas. Como que si se rebajan los impuestos a los asalariados y autónomos –cosa que estaría muy bien– habría que subírselos a los ricos para que te atiendan en el ambulatorio público –subida que, por supuesto, los ultras no quieren; son la voz de su amo–. Como que, si se van los inmigrantes, ¿quién le limpia el culo a nuestros ancianos o saca los tomates de los invernaderos? Como que España es una nación tan grande que en su seno caben varias naciones, lenguas, culturas, razas y religiones. Como que, en todo caso, el ciudadano de a pie debería desconfiar que aquellos que hablan mucho de España y poco o nada de los españoles.

La izquierda tiene que hablar claro, llamar al pan pan y al vino vino. Dejarse de eufemismos burocráticos y jerga sectaria, esas fórmulas tipo “soluciones habitacionales”, “sostenibilidad medio ambiental” o “en aras de la gobernabilidad”. Si los ultras gustan es porque hablan como se habla en la calle. Y, desde luego, la izquierda tiene que esforzarse por no dar la impresión de formar parte del establishment, por volver a ser vista como rebelde. Tiene bemoles que la bandera contra los males de la globalización capitalista y la eurocracia de Bruselas la levanten el millonario Trump, la fille à papa Le Pen y el jeta de Abascal.

La mayoría de la gente no dedica demasiado tiempo a informarse a fondo de la vida política; bastante tiene con trabajar o buscar trabajo, ocuparse de su alimentación, su vivienda, su salud y su familia, intentar ser feliz en sus ratos libres. Su información política procede de titulares audiovisuales, de memes de Internet, de conversaciones con parientes, compañeros y vecinos. Esto la hace mucho más receptiva a mentiras simples que a verdades complejas.

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