Démosle una vuelta a cómo lo contamos

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La fragilidad de nuestra condición humana, la imprevisibilidad de los acontecimientos que nos influyen y terminan gobernándonos, el imposible sometimiento de la realidad a nuestros designios por muy superiores o avanzados que creamos ser, son el poso que dejan los hechos terribles de los últimos días. Este oficio nuestro de contar las cosas suele cobrarse el peaje de la inevitable implicación afectiva con algunos de los dramas que se relatan, a veces tan intensa como necesario el olvido para poder seguir manteniendo la distancia.

Quizá por eso pasamos página tan rápido, quizá por eso tardamos tan poco tiempo en sacar de nuestras previsiones, escaletas o portadas, las dolorosas muertes y los dramas individuales o colectivos que quedan tras ellas: dos días y cambiamos la foto de la tragedia o el sonido de los lamentos por la imagen del político o el ruido de la manifestación.

Pero en ocasiones, la brutalidad de lo narrado hace imposible ese breve discurrir por las portadas, y el asunto y sus consecuencias se quedan entre nosotros durante mucho más tiempo, y le damos vueltas y vueltas tratando de buscar explicaciones a lo inexplicable, de entender acciones de la naturaleza o reacciones del ser humano que se escapan a nuestra capacidad de asimilar.

Tanto el pronto olvido como la larga permanencia de esos dramas individuales o colectivos constituyen a mi juicio un peligroso ejercicio de irresponsabilidad periodística que los que nos dedicamos a este oficio deberíamos hacernos mirar.

Y los hechos de los últimos días son una magnífica oportunidad para hacerlo.

La muerte del matrimonio catalán en Túnez y el crimen múltiple del avión de Dusseldorf nos ponen ante esas dos realidades escasamente saludables.

Mientras esto escribo no puedo evitar pensar en los hijos de Antonio Cirera y María Dolors Sánchez Rami, que les habían regalado el crucero por el Mediterraneo en una de cuyas escalas encontraron la muerte. No he dejado de hacerlo desde que conocí la noticia hace diez días. Y en todo ese tiempo he visto cómo iba perdiendo fuelle la presencia de la historia en los medios, hasta perecer ahogada por las crecidas del temporal y la tormenta de las elecciones andaluzas. Ha sido un caso de veloz olvido paulatino, a pesar de la intensidad dramática de las múltiples aristas de la noticia.

Hoy nos enfrentamos al espanto de otro trauma informativo: lo que a todas luces es un crimen múltiple perpetrado por ese tal Lubitz, un trastornado que o bien buscó la notoriedad en su suicidio o quiso multiplicar el efecto de su autodestrucción llevándose por delante decenas de vidas para odiarse más a sí mismo hasta su último instante de vida. O ambas cosas.

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El caso es que la tragedia del avión de Germanwings sí parece ser uno de esos episodios que cobra ya categoría de traumático y con el que los medios machacaremos durante más tiempo del indispensable y con mucho más detalle de lo necesario. Y pongo un ejemplo: ya sabemos hasta la casa y la calle en la que vive la familia del copiloto que estrelló el avión; ya hemos visto más de lo que necesitábamos ver para hacerlos una idea informativamente cabal. Intuyo que en breve entraremos, si no lo hemos hecho ya, en el pantanoso territorio de la información convertida en morbo por exceso. Y pienso también en esos padres que fueron a recoger el cadáver de su hijo y se encontraron con la feroz puñalada de saberle culpable de la tragedia.

Ni olvidar una ni regodearse en la otra. No diré que haya que poner límites, pero si enfrentarse a nuestro compromiso con las noticias con algo más de respeto a sus protagonistas y consideración hacia sus destinatarios. Si no lo hacemos, no estaremos siendo fieles a la esencia de nuestro compromiso con la información.

No pretendo dar lecciones, solo sugerir en voz alta para hacer partícipes también a los lectores, que una vez más los que vivimos de contarlo revisemos sin miedo y con franqueza la forma en que estamos contando algunas noticias espantosas. Por el bien de todos.

La fragilidad de nuestra condición humana, la imprevisibilidad de los acontecimientos que nos influyen y terminan gobernándonos, el imposible sometimiento de la realidad a nuestros designios por muy superiores o avanzados que creamos ser, son el poso que dejan los hechos terribles de los últimos días. Este oficio nuestro de contar las cosas suele cobrarse el peaje de la inevitable implicación afectiva con algunos de los dramas que se relatan, a veces tan intensa como necesario el olvido para poder seguir manteniendo la distancia.

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