Desde la casa roja
A un 'click' de la pornografía
Con ocho años aprendí a dividir por dos. Me regalaron una bicicleta morada con cesta con la que daba vueltas por aquella urbanización en mitad de un polígono de la periferia. Cuando tenía ocho, nació mi única hermana, a la que miraba en parte con amor y curiosidad y en parte como si fuera el Baby Feber de mi madre. Cuando tenía ocho años, cayó el muro de Berlín en mi televisión y no supe qué significaba toda esa gente contenta. Con ocho, crucé por primera vez la frontera y vi a mi madre llorar cuando un segundo nos separó de matarnos los cuatro. Cuando tenía ocho, murió Dalí y cantamos aquella canción de Mecano. Con ocho, leía El pirata garrapata, La nariz de Moritz, De profesión, fantasma. Veía Regreso al futuro, El secreto de la pirámide, Supermán, Grease. Con ocho escribí un cuento sobre un payaso abandonado. Aprendí lo que significaba mudarse de casa, aunque fuera del tercero al cuarto. Con ocho, mi abuela materna enfermó para siempre.
Hago el esfuerzo de ubicarme en mi propia memoria y recuerdos desde que ayer el informe Nueva pornografía y cambios en las relaciones interpersonales, realizado por la Universitat de les Illes Balears y la red Jóvenes e Inclusión, advirtió que la edad de la primera visualización de material audiovisual pornográfico ha bajado hasta los ocho años y uno de cada cuatro adolescentes varones ha visto pornografía antes de los trece. Hace unos días, una compañera me contaba que encontró en la tablet de su hijo de nueve, la que solo le dejan para jugar, una búsqueda en Google sobre cómo funcionaba su aparato genital. El niño halló lo que buscaba, pero también aparecieron todos esos enlaces alrededor. Un movimiento, un clic, y pornografía ilimitada en variedad y cantidad, de alta definición, anónima, con cada vez más interactividad y violencia.
¿Qué hacía yo con ocho años? ¿Qué sabía del sexo? Porque algunas cosas sobre el sexo sí sabíamos. Siempre había hermanos mayores, revistas que se traspapelaban, cambios rápidos de canal, calendarios con mujeres desnudas en una pared, todos habíamos escuchado diálogos que se nos escapaban. Pero a esa edad, todo aquello formaba parte de un rincón de nuestra imaginación. Y esa oscuridad donde todo esto habitaba era la que entrañaba cierta violencia, precisamente, por el desconocimiento. Aquella ignorancia, esas primeras informaciones furtivas susurradas en el patio del colegio se convertían en pequeñas detonaciones adentro de la infancia. No puede ser, pensabas primero. Y luego querías saber más cosas, claro, pero casi nunca aparecía nadie para explicártelas.
Son filtraciones que caen sobre la infancia desde el ajeno mundo de los adultos. Adultos que, en lugar de dotarlas de un significado normal, actuaban de forma extraña frente a ellas. En lugar de la explicación, llegaba antes el sonrojo, el qué dices, el no tienes años todavía. Y así una accedía a la edad adulta pensando que, en algún momento, alguien le iba a poner una bomba de relojería entre las manos que no iba a poder desactivar.
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Son varios los peligros que se vienen advirtiendo desde hace un tiempo sobre la precocidad con la que los niños acceden a la pornografía masiva a través de dispositivos móviles incontrolados donde pueden ver relaciones desiguales en las que nunca se toman precauciones o presencia de violencia abierta como golpes o forzamientos. Acceden solos, sin referencias ni explicaciones. Películas donde el papel de la mujer en la mayoría de estos contenidos es el de satisfacer los deseos del hombre, y aparece cosificada y sobreexcitada, quedando eliminados del guion sus propios deseos: el imaginario erótico del porno al que acceden los niños y jóvenes, el porno de producción rápida y más rápido acceso que abunda en la red, el que está a un enlace de su mano, responde a imaginarios antiguos y machistas y todo empieza y acaba con la erección masculina. Según el informe, el vídeo más visto en internet escenifica una violación en grupo. Un niño de ocho años aún está lejos de la madurez para entender y medir esa estereotipación como lo que es, los juegos de roles y las relaciones sexuales que la pornografía muestra, que los cuerpos de hombres y mujeres no son como los que aparecen en los vídeos y que el silencio no es ningún idioma para comunicarse con el otro en un lugar íntimo.
Han pasado treinta años desde que yo tenía ocho, los niños no han cambiado tanto, eso es seguro, pero la educación afectiva y sexual tampoco, sigue siendo deficiente. Hemos viajado desde la negación del placer que se hacía en nuestras materias escolares a una hipersexualización infantil, con el peligro de que un niño o niña aprendan que el valor de una persona está definido por el canon de belleza según el deseo sexual que puede despertar. La oscuridad con la que mi generación rellenaba los vacíos donde no llegaba la información, hoy puede llegar a cubrirse por breves ficciones audiovisuales sin argumento, sin contexto, algunas veces vejatorias y casi siempre frías.
De este informe, de estos datos, dos cosas me quedan: la primera es que espero ser capaz de dotar de confianza la relación con mi hijo para que acuda a mí cuando tenga una duda de este tipo; la otra, que la educación sexual es una tarea pendiente en familias y escuelas que no debe desaparecer, sino trabajarse. Porque aunque retrasemos lo máximo posible el acceso a internet, aunque lo prohibamos de raíz, será difícil que restrinjamos el uso de dispositivos a esos niños que se han criado a base de pantallazos.